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CINEMA DE PERRA GORDA

HIGH PLAINS DRIFTER (1973, Clint Eastwood) Infierno de cobardes

HIGH PLAINS DRIFTER (1973, Clint Eastwood) Infierno de cobardes

Hay películas que, más allá de de su autentico alcance, el marco donde el paso del tiempo las insertan impiden que sean valoradas con inocencia. Creo que HIGH PLAINS DRIFTER (Infierno de cobardes, 1973) sería un ejemplo perfecto de dicho enunciado. Estoy convencido que cuando se estrenó la que sería segunda película del hasta entonces conocido intérprete –entonces sometido al éxito y al mismo tiempo la polémica provocada con DIRTY HARRY (Harry el sucio, 1971. Don Siegel)-, el hecho de suponer una modesta y hasta cierto punto desconcertante propuesta de un género que ya se encontraba en un estado agónico, sería recibida con disciplencia o, lo más probable, ignorada con facilidad. Pero hete aquí que casi cuatro décadas después, el mismo Clint Eastwood está considerado “el último cineasta clásico” y, más allá, de esa etiqueta tan simplificadora como arquetípica, es uno de los mejores directores en activo del cine norteamericano desde hace ya más de dos décadas. Cuando llega la hora del revisionismo, lo que en su momento se ignoró ahora se observa con otra mirada, quizá buscando aquello que no se encontró en su momento… puede que en parte no se vislumbrara, quizá también de algún modo nunca estuvo. Dicho esto, aún asumiendo que no nos encontramos ante un título de especial relieve, no se puede negar que HIGH PLAINS DRIFTER posee los suficientes elementos como para ser recordada y defendida, al tiempo que su metraje permite atisbar los suficientes detalles, desmarcándose de los parámetros dominantes en el género en aquel periodo tan complejo. En definitiva, demostrando que aquella estrella tan consolidada y al mismo tiempo realizador incipiente, albergaba la simiente del excelente cineasta que iría asumiendo en su obra conforme fueron pasando los años y su filmografía fue abriendo sus horizontes.

Un hombre sin nombre (Eastwood) llega a caballo hasta la extraña población de Lago en el año 1870. Se trata de una población pequeña, situada en el sudoeste de USA, caracterizada por su reciente construcción, ya que la misma se ha erigido en función de la cercanía de una industria minera junto a un lago que con probabilidad ofreció su denominación. La inesperada llegada provocará –además de la ruptura de la cotidianeidad de la localidad- la extrañeza de sus habitantes, demostrando este muy pronto sus habilidades con la pistola al contraatacar a tres pistoleros que querían eliminarlo. La actuación del protagonista, pronto llamará la atención de las fuerzas vivas de la población, viendo en el visitante la posibilidad de contrarrestar la previsible llegada de tres forajidos que han sido liberados de la cárcel, decididos a vengar los vecinos que le denunciaron. Este aceptará el envite no sin proponer una serie de condiciones, destinadas por un lado en violentar y sacar a la luz pública la podredumbre que esconde el colectivo al que se presta a salvar, que en el pasado protagonizaron un acto repudiable que todos ellos mantienen oculto pero del que jamás se podrán olvidar.

Si hay algo que cabe destacar en HIGH PLAINS DRIFTER, es sin duda el grado de singularidad que plantea su propuesta. Cierto es que la misma en realidad no plantea nada nuevo –es la enésima narración de una venganza-, pero no es menos evidente que su articulación en la pantalla deviene atractiva e insólita. Lo es la propia llegada de Eastwood –ese plano inicial hace temer lo peor a la hora de insertar efectismos visuales como el uso del teleobjetivo, por fortuna ausente en el resto del metraje-, arribando a una población que, contra lo que es habitual en la iconografía en el cine del Oeste, aparece como de reciente construcción. De hecho, incluso la propia localización de esta, resulta insólita –en pocos westerns se apreciará ese protagonismo de una gran superficie acuática-, revistiendo un especial sentido ritual la llegada de ese extraño cowboy con una parsimonia especial, siendo observado por unos seres que aparecen casi como sacados de un film fantastique. Se trata sin duda de una elección premeditada por parte de Eastwood, quien apuesta por conceder a la película un aire de fantasmagoría, pretendiendo con ello hacer emerger la pútrida galería humana que puebla el reducido microcosmos, en el que la casi totalidad de sus habitantes tienen algo que esconder o simple y llanamente se trata de seres despreciables. Eastwood modula la descripción de dicha galería humana, subvirtiéndola a través de las condiciones impuestas a la hora de erigirse como salvador del peligro que se cierne sobre ellos, aunque en el fondo lo que busca en el exorcismo de las circunstancias que han motivado su llegada a este Lago que convertirá por orden imperativa en “Infierno / Hell”. Entre ese sentido casi metafísico que reviste su venganza –el linchamiento que se cometió contra su hermano cuando fue “sheriff” de la localidad- será mostrado con relativa insistencia –esa reiteración en su recordatorio por medio de unos planos efectistas que se visualizan de forma innecesaria en dos ocasiones-, aunque cierto es que demuestren esa voluntad de profundizar en una mirada singular dentro de una iconografía como la del western, que en aquellos años no gozaba de ningún respeto. Es de agradecer un esfuerzo que por momentos llega a resultar insoportable, ante todo debido por la voluntad del realizador por recrear una galería humana revestida de una crueldad poco frecuente –quizá solo la iguale en aquellos años, el excelente Joseph L. Mankiewicz de THERE WAS A CROOKED MAN… (El día de los tramposos, 1970)-, diseccionada por el protagonista con la secreta voluntad de exorcizarla e incluso destruirla. Es probable que esa intención de Eastwood no revista en esta su segunda película el necesario grado de homogeneidad. Sin embargo, no cabe duda que su propuesta reviste por momentos un carácter fascinante. La capacidad de describir una galería femenina caracterizada por su hastío y desencanto, esa genial idea de mostrar la población pintada de rojo –una condición impuesta por el forastero, tan inútil como necesaria en sus planes de venganza-, o la catarsis violenta que vivirán sus habitantes y la propia configuración de la misma, que quedará casi reducida a cenizas, serán elementos de gran interés en un conjunto irregular pero casi siempre atractivo, en el que uno de sus elementos más valiosos resulte la voluntad directa de su protagonista por transgredir las normas de convivencia que habían articulado sus habitantes. Esa circunstancia y su querencia por el fantastique, de alguna manera emparenta su resultado con propuestas tan alejadas en apariencia como THE WICKER MAN (1973, Robin Hardy) o la posterior SOMETHING WICKED THIS WAY COMES (1983, Jack Clayton), sobre todo a la hora de mostrar una tipología humana que oscila en la frontera de la irrealidad en su plasmación física, por más que en su representación se perciba la credibilidad sobre aquello que representan.

En definitiva, Clint Eastwood planteó en aquellos años en los que su andadura como director apenas importaba a nadie, la primera muestra de una cierta personalidad cinematográfica. El paso de los años es probable que haya permitido destacar esa voluntad de proporcionar ese sello aún incipiente a su cine, mezclado con un laconismo que, con el paso del tiempo, sería una de las muestras más valiosas de su obra.

Calificación: 2’5

2 comentarios

Christian -

“Dicen que un muerto no descansa si en su tumba no está escrito su nombre”, afirma Sarah casi divertida.

Pocos “westerns” se han revelado tan desmitificadores y mordaces. “Infierno de Cobardes” tergiversa las claves del género hasta llevarlo a su más negro y pesimista reverso, burlándose de clásicos como “Sólo ante el Peligro” o “Raíces Profundas” mientras rinde homenaje a Siegel, Leone, Peckinpah y “Conspiración de Silencio”, de John Sturges, en particular. En todo el “western” ha existido ese forastero que llega a un pueblo para luchar contra los malvados; ahora el extraño llega para castigar sin piedad a los lugareños. Llega de la nada, cual ángel exterminador, y a la nada regresa, su nombre y origen quedan en incógnita, tradición seguida por Eastwood desde “Cometieron dos Errores” (el muerto que vuelve de la horca convertido en comisario para vengarse…).

Así, el “bueno” pasa a ser un antihéroe en las antípodas de Wayne o Cooper y más propio de una novela negra de Jim Thompson. En futuros títulos como “El Fuera de la Ley” y “El Jinete Pálido” (versión luminosa de la que nos ocupa) los personajes encarnados por Eastwood tienen un objetivo: convertirse en benefactores de una comunidad, una pequeña nación capaz de resistir la maldad del Mundo, que reúnen y protegen; en “Infierno de Cobardes” esa comunidad soñada experimenta un revés de pesadilla, pues el forastero siembra la discordia entre las gentes, culpables de un crimen.
Eastwood lanza su dura crítica: el pueblo americano ha avanzado a lo largo de su historia a base de injusticias y sacrificios en pos del progreso (así lo declara Lewis), por lo que toda comunidad puede ocultar un acto horrible si en ello le beneficia. El pueblo será, finalmente, pintado de rojo: América se va al Infierno. Pero si algo da el valor a este “western” para distinguirse de los demás es la fantasmagoría que lo recorre de principio a fin, el enigma de ese sueño torturando la mente del extraño, la imagen del restallar de los látigos y un Duncan moribundo, la incógnita final con respecto a la identidad del forastero (a causa de un error de doblaje, muy malintencionado, el personaje de Eastwood le dice a Mordecai “Ese era mi hermano”, refiriéndose al sheriff Duncan. Una frase que cambia, de arriba abajo, todo el sentido del film).

Eastwood reinterpreta al “Hombre sin Nombre” de la Trilogía del Dólar y lo hace más cínico, bruto, desagradable y despiadado, logrando una de sus actuaciones más salvajes y radicales; a su sombra, unos muy decentes Verna Bloom, Mitchell Ryan, Walter Barnes y Ted Hartley junto a los impagables Geoffrey Lewis, Mariana Hill y Billy Curtis, sin olvidar al colaborador del director (además de su doble) Buddy Van Horne, que da vida a Duncan.
Suspense de tintes sobrenaturales que por momentos roza el terror psicológico, realzado por una arriesgada y experimental puesta en escena, unos diálogos mordaces y cargados de humor negro y la ensoñadora música de Dee Barton, todo ello engarzado en un Oeste degenerado y desencantado, lo que no gustó nada a los defensores de los ideales tradicionales (se cuenta que John Wayne mandó una carta a Eastwood quejándose de la película…).

En cualquier caso, un “western” imprescindible.

Carlos Díaz Maroto -

Hay que comentar también que el doblaje manipuló el argumento de la película, en la parte final, cuando se confirma en la VO de un modo rotundo el carácter fantástico de la película, eliminado en la versión en español.