INVICTUS (2009, Clint Eastwood) Invictus
Nada mejor que evocar la catarsis que vivió España con el aún reciente triunfo en el último mundial de fútbol –que por unos días permitió olvidar al conjunto de la nación la tensión de una crisis galopante, e incluso desarrollar un sentimiento patriótico hasta entonces inusitado-, o la imagen de modernidad que proyectaron los juegos olímpicos de Barcelona 92, para entender la capacidad e influencia que el deporte podía y puede ofrecer como elemento generador de entusiasmos inusitados y emociones colectivas y transformadoras. Todo ello es mostrado con presteza en INVICTUS (2009), producción en la que se conjuga esta capacidad en el ser humano, combinando la plasmación cinematográfica de la misma, con el retrato entregado y emocionado hacia la figura del presidente sudafricano y posterior Premio Nóbel de la Paz Nelson Mandela, sin duda una de las personalidades más consensuadas y respetadas a la hora de representar sentimientos de igualdad y paz en la humanidad. Acercarse con admiración a la hora del retrato fílmico de un personaje al que se admira, entra de lleno en los vericuetos del biopic, aspecto este que el film de Eastwood asume sin esconderse en ninguno de sus aspectos. Por el contrario, abraza con nobleza las posibilidades que ofrece dicho subgénero, de la misma manera que en los años cuarenta lo podía plantear el gran Henry King con la hoy injustamente olvidada WILSON (1944).
La acción se inicia en la Sudáfrica de 1990. En su seno de produce la liberación de Mandela (Morgan Freeman), dentro de un país en el que el appartheid sigue dividiendo a una sociedad en la que la minoría blanca contempla con un recelo nada oculto, el reconocimiento de la preponderancia negra que supone la integración de nuestro protagonista. La película lo mostrará con presteza y a modo de metáfora en esos planos iniciales en los que el coche de Mandela discurre por una carretera en la que a sus lados se encuentran separados con verjas, representantes ambos de esas nuevas generaciones de ciudadanos a los que pronto pondrá en práctica su acción decidida basada en la paz, el perdón y la integración. De manera muy rápida, la película adentra su trazado desde el momento en el que el líder asume en 1994 de forma democrática la presidencia del país, sucediendo a Frederick De Clerk. Este acoge el cargo con aplomo y una cierta herencia británica, provocando el lógico rechazo de la minoría blanca -que en modo alguno están dispuestos a aceptar a un presidente negro-, y el creciente escepticismo de su pueblo, quien esperaban de él una mayor combatividad y defensa de sus derechos. Por el contrario, el nuevo mandatario hará valer desde el primer momento su voluntad de integración, readmitiendo a buena parte del personal del anterior presidente –todos ellos blancos, y de inequívocas tendencias racistas en torno a los negros-; se trata de una percepción que capta con acierto la cámara de Eastwood. La inequívoca intención del personaje, contará en la película con el apoyo de un Eastwood que proporciona a sus imágenes un tratamiento revestido por la serenidad. Más allá de ofrecer un título memorable, Eastwood prefiere –a mi juicio con notable acierto- narrar ese proceso con tranquilidad, tomándose su tiempo, y basándose en pequeñas miradas y gestos de complicidad con las personas que rodean al nuevo mandatario –al que llaman cariñosamente Madiva-. Cierto es que en ocasiones esta inclinación puede escorarse hacia un terreno algo sensiblero o carente de tintes dramáticos, pero nadie puede negar que dicha elección formal está plasmada con auténtica sabiduría. Eastwood narra como Dios –tampoco voy a descubrir nada con esta afirmación-. A través de esa sencillez hace creíble esta parábola que habla de la comprensión y la valoración del ser humano por encima de cualquier consideración exterior, que es plasmada en la película a través de la historia planteada entre Mandela y el capitán del equipo de rugby sudafricano, el blanco y rubio François Pienaar (Matt Damon). Una historia real que Eastwood transformó como guión para la gran pantalla a partir del libro de John Carlin, y que es mostrada con esa experiencia como narrador, logrando a través de esa aparente sensiblería acercar al espectador un relato que avanza a través de la imagen. Será un marco en el que los diálogos emergen como soporte de esa mirada a través de hechos pequeños, ofreciendo una visión que puede parecer para sus colaboradores la de un hombre senil que quizá no se ha acostumbrado a la libertad, y que de repente descubre el poder catalizador de las masas ejercido por la pasión por el deporte. Es por ello que intentará bajo todos los medios, convertir a la selección de rugby de su país, no solo como detonante para una nueva Sudáfrica, sino como elemento clave para la transformación de un pensamiento excluyente –por ambas partes, aunque más lógico de admitir por parte de los agraviados negros-, en otro integrador. A partir de dicho objetivo, la película se centra en ese proceso que se extenderá durante apenas un año, y en el que la intuición del veterano presidente supondrá una visión no entendida –ni compartida- por los que le rodean, pero que revelará el profundo conocimiento de los recovecos de la condición humana, adquirido en su larguísimo periodo de cautividad.
Dentro de dicho contexto, INVICTUS alberga no pocas virtudes. Una de ellas es la de haber ofrecer un relato caracterizado por su clasicismo, por saber “mirar” cara a cara a sus personajes, e incluso por elementos concretos, como pueden ser la magnífica manera que Eastwood filma los encuentros de rugby. Confieso a este respecto, que es la única película en la que se encuentren escenas de partidos de este deporte, que me ha permitido descubrir sus reglas de funcionamiento. El hecho de no utilizar planos cortos y, por el contrario, abordar dichas secuencias con una planificación de gran acierto, permite al espectador implicarse e incluso tomar partido con esa selección que en sus inicios provocan nuestro rechazo, no por la deficiencia de su juego, sino por representar aquello que podía provocar arrogancia y racismo. Sus poco más de dos horas discurren ante la retina con un admirable sentido de la progresión, como una auténtica lección cinematográfica, a la que hay que sumar la admirable aportación de un Morgan Freeman –también productor del film- que se apropia de la esencia de Mandela, perfilando uno de los trabajos más prodigiosos de su carrera, y confirmando que estamos ante uno de los grandes actores de nuestro tiempo. A partir de esos elementos primordiales, el realizador pone a prueba su capacidad para conmover –la secuencia en la que Pienaar visita la celda en la que Mandela estuvo encerrado, la utilización de los versos que ha compuesto el veterano dirigente (imprescindible escuchar la versión original)-. Sin embargo, hay algo que impide que su resultado alcance la altura que en sus mejores momentos parece apuntar. Con ello me refiero sobre todo a esa inclinación final hacia la vertiente de sensiblería que apuntan los últimos minutos del partido que otorgará la final al equipo sudafricano. El recurso algo innoble –e innecesario- al ralenti, que además rompe con la serenidad alcanzada en los minutos precedentes, haciendo parecer que de alguna manera nos retrotraemos al esteticismo de la olvidable CHARRIOTS OF FIRE (Carros de fuego, 1981. Hugh Hudson). Esa debilidad –que en algunos pasajes previos del film ha sido soslayada con habilidad-, tendrá su coronación con el diálogo de gratitud mutua mantenida por Mandela y el capitán sudafricano –emocionante aunque un tanto previsible-. Más atractivo resultará en ese fragmento, contemplar la astucia del presidente al salir al terreno de juego vistiendo el uniforme de su selección –con el doble mensaje que la misma conlleva; integración ante esos espectadores que aún mantienen el racismo latente, y distracción ante el imbatible rival neozelandés-.
Por último, en el debe de la película se encuentra la recurrencia al pétreo Matt Damon como oponente de un Freeman que domina la pantalla como quiere. Ni siquiera en aquellos planos en los que comparte protagonismo –haciendo buena la ecuación de que ante un gran intérprete se puede proteger e incluso inspirar al actor limitado o mediocre; como podía ejemplificar el duelo Ian McKellen y Brendan Fraser en GOODS AND MONSTERS (Dioses y monstruos, 1998. Bill Condon)-, Damon ofrece la intensidad y modulación que su personaje pide a gritos, lo cual sorprende que Eastwood lo haya elegido para protagonizar la posterior HEREAFTER (Más allá de la vida, 2010)
Calificación: 3
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Angel Cossio -