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CINEMA DE PERRA GORDA

FIVE (1951, Arch Oboler)

FIVE (1951, Arch Oboler)

Cuando uno admira un título como FIVE (1951, Arch Oboler), me vienen a la mente dos pensamientos opuestos, pero complementarios. De un lado ratificar como parte de las mejores aportaciones a la ciencia-ficción norteamericana de los años cincuenta, vienen ligados a su pertenencia al ámbito del melodrama –lo que pueden demostrar ejemplos tan conocidos como la mayestática THE INCREDIBLE SHRINKING MAN (El increíble hombre menguante, 1957. Jack Arnold), o la excelente THE FLY (La mosca, 1958. Kurt Newmann)-. La otra reflexión va unida a la primera, aunque manifieste derroteros opuestos ¿Cómo es posible que una película de la brillantez de FIVE haya quedado hasta el momento orillada en el oscurantismo más vergonzante? Siendo con probabilidad la mejor –al tiempo que quizá más original- de las propuestas que en aquellos años trataron las posibles consecuencias de un holocausto nuclear -con la práctica desaparición de la vida en la tierra-, resulta sorprendente que su presencia jamás se haya hecho notar, cuando sus resultados cabe definirlos muy por encima incluso de exponentes tan apreciables como THE WORLD, THE FLESH AND THE DEVIL (1959, Ranald MacDougall) –otro título apenas recuperado- o la más popular y rodada el mismo año ON THE BEACH (La hora final. Stanley Kramer). Ni siquiera el hecho de suponer un claro exponente de auténtica serie B, debería impedir el necesario reconocimiento a una propuesta magnífica, en algunos momentos incluso apasionante, dotada de un notable sentido de la progresión, y que en voz callada, nos plantea en definitiva una reflexión sobre la inevitable actitud cainita de la condición humana, quien incluso experimentando las consecuencias de una situación límite, será incapaz en la representatividad de sus escasos representantes supervivientes, rectificar sobre los errores que han ocasionado su extinción.

Para ello, ese interesante personaje al que convendría redescubrir la pista de una trayectoria que se presume inclinada a discurrir al margen de los grandes estudios, como probablemente provisto de una acusada personalidad, que es Arch Oboler, rodó en apenas pocas semanas, con apenas escasos actores desconocidos, e incluso utilizando su extraño chalet diseñado por Frank Lloyd Wright, una fábula que, justo es reconocerlo, escapaba a los cánones que aún no se habían impuesto por completo en el seno de una tendencia que pronto permitiría que la ciencia-ficción se expresara como uno de los géneros más populares de la década, al tiempo que como una expresión clara de las paranoias y furias anticomunistas que definían la sociedad norteamericana de aquel tiempo. No cabe duda que esa singularidad se pone de manifiesto desde el primer fotograma de FIVE, en el que se describe de forma sintética la venida de una explosión atómica a la que sucederá la casi total extinción de la raza humana. Será el comienzo del drama. Como si se tratara de una versión modernizada de la historia de “Robinson Crusoe”, en realidad el film de Oboler expresa con sencillez y contundencia la dificultad congénita del ser humano de vivir en paz consigo mismo y con los que le rodean y comparten el milagro de la vida. En la película ello se transmitirá desde sus primeros fotogramas, a partir del encuentro entre Roseanne (Susan Douglas) y Michael (William Phipps). Ella es una joven embarazada, traumatizada por la ausencia de su esposo, y él un intelectual medio. Ambos se cruzarán en un paraje campestre cercano al mar, donde iniciarán su inevitable convivencia, hasta que a ellos se sume de forma inesperada la llegada de un “jeep”, que tripularán un empleado de banca negro –Charles (Charles Lampkin)- y un superior de la entidad de avanzada edad –Mr. Barnstaple (Earl Lee)-. Los cuatro desarrollarán una convivencia pacífica, intentando normalizar la anómala situación, al tiempo que comprobando la debilidad –ya casi mortal- del veterano banquero, por completo alienado en su mente, sufriendo las consecuencias de la radiación, y deseando culminar su existencia delante del mar. Será el instante en que aparezca en escena el siniestro y carismático Eric (James Anderson), un alpinista que ha llegado hasta allí por azarosas circunstancias, y cuyo comportamiento alterará la cotidianeidad del grupo. Intentará acercarse a Roseanne –quien no dejará de resultar seducida por su atractivo-, aunque pronto Michael perciba que se encuentra ante un individuo peligroso, dotado además de un nada oculto racismo. La joven logrará dar a luz, al tiempo que tanto Charles como Michael proseguirán en sus trabajos de construcción de una nueva cabaña. De forma paralela desarrollan cultivos agrícolas para permitirles subsistir sin tener que recurrir a los alimentos que se encuentran en las desérticas tiendas de la localidad que se encuentra cerca de su lugar de concentración. Será esta sin embargo, la opción que siempre mantendrá Eric logrando para ello embaucar a la joven, quien portando a su pequeño viajará junto a él hasta la ciudad, intentando comprobar si queda la más mínima esperanza de encontrar su esposo con vida. Antes de marcharse a escondidas, Eric será descubierto por Charles, quien comprobará en carne propia la contundencia de su racismo, viajando junto con Roseanne hasta ese gran núcleo urbano que solo dará muestras de ilimitada desolación. Una desolación que pese a la demostración del inútil materialismo del alpinista, también le alcanzará a él mismo, poniendo de manifiesto su propia fragilidad como tal ser humano que es, pese a sus ínfulas de grandeza.

Contemplar FIVE supone en muchas ocasiones asistir a una propuesta que asume en sus imágenes la iconografía del drama nórdico –una influencia que quizá no ha sido suficientemente destacada-. Por momentos, el film de Oboler parece emparentarse con el cine que ya en aquellos años expresaba Ingmar Bergamn en Suecia. Es un cine centrado en la utilización expresiva de los rostros de los actores, en la fuerza física e incluso telúrica de los exteriores. Una mirada en la que la propia esencia de sus imágenes deviene esencial, relegando la importancia de los diálogos a un segundo término. Un relato en el que importa y mucho la ubicación de los rostros de los actores dentro del encuadre, en el que sus miradas y gestos –especialmente en el caso de Eric- pueden resultar de amables a amenazadores casi en el mismo plano. La película en todo momento logra prender en el espectador, jamás su mirada contundente pero al mismo tiempo en voz callada, pierde vigencia en su efectividad, al tiempo que la sencillez de su plasmación, permite que sus limitaciones de producción hagan resentir en su resultado. En este sentido, su metraje deviene como un producto modélico, sincero, apasionado y mesurado al mismo tiempo, dotado de una cadencia dolorosamente musical, casi mostrando en sus secuencias ese irreductible pathos al que está condenada de hecho la convivencia humana. Dentro de un planteamiento tan original, la propuesta de Oboler destaca en la serenidad con la que se expresa su desarrollo, aunando la cotidianeidad de las labores de los supervivientes, el comportamiento contrastado de todos ellos –la actitud arrogante, hipócrita y racista de Eric, la casi inevitable fascinación que Roseanne siente por él, la lucha interior que expresa Michael, el carácter apacible de Charles-. Una gran virtud en la definición de su reducida gama de personajes, deviene en el hecho de aparecer con un alto grado de credibilidad, logrando todos ellos escapar a la condición de meros estereotipos, que una puesta en escena más enfática o discursiva hubiera propiciado. Ese propio sentido telúrico y por momentos casi panteísta de su metraje, es el que proporcionará un alcance de especial impacto al breve fragmento en el que Eric y Roseanne comprueben en su visita a la ciudad la ausencia de vida, en medio de unas calles repletas de coches parados, esqueletos de seres fallecidos por la radiación, y la dramática ratificación para esta de la definitiva muerte de su esposo –un plano que tal y como está planificado, encuadrándola de espaldas delante del esqueleto de su marido, cuyos restos oculta- reviste un especial aliento trágico.

FIVE triunfa precisamente por que habla con voz callada, a través de un admirable uso de los primeros planos, de la efectividad de unos intérpretes que se revelan sumamente eficaces, en la fuerza que adquiere una banda sonora –obra de Henry Russell- que logra imbuir a su conjunto de la necesaria cadencia. Y acierta también por la sinceridad que emerge de su propuesta, en el patetismo creíble y nada tremendista que brinda de una mirada sobre la incapacidad de un pequeño grupo de seres, de superar las barreras y prejuicios que poco tiempo atrás llevaron a una hecatombe a la raza humana. Ni siquiera esa extinción casi total, impedirá que un pequeño grupo de seres recaigan casi sin pretenderlo en la misma trampa. Quizá sea por la advertencia que la película formula sobre la falsa eficacia de seres pretendidamente carismáticos de comportamientos tan cercanos a los totalitarismos europeos, pero lo cierto es que FIVE emerge por derecho propio como una de las propuestas más valiosas y necesitadas de reconocimiento de la ciencia-ficción fílmica norteamericana de su tiempo. Es más, por encima de esa ya señalada vinculación con el drama nórdico, no me cabe duda que el magnífico plano aéreo con el que concluye la ficción –insertando en el mismo un pasaje del Apocalipsis-, e incluso la candencia de su discurrir, me permiten intuir que Jack Arnold tuvo que tomar la misma como relativo referente a la hora de llevar a cabo la sublime conclusión de la ya mencionada THE INCREDIBLE… Sea como fuera, lo cierto es que no deja de suponer motivo de sorpresa que queden en el tintero necesitados de recuperación, exponentes tan magníficos como el que comentamos, al cual su edición en DVD en España no permite más que suponer un acto de justicia.

Calificación: 3’5

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