THE RELUCTANT SAINT (1962, Edward Dmytryk) El hombre que no quería ser santo
Todavía somos pocos, pero algunos somos, los que consideramos a Edward Dmytryk un cineasta de primera fila, artífice de una filmografía más que atractiva. Sin embargo me da la impresión de que casi nadie apuesta por encontrar en su obra al menos un mundo temático propio, unas inquietudes que irá reiterando film tras film, de manera muy especial a partir del traumático episodio de delación que protagonizó, y que muchos no le perdonaron, cuando si lo hicieron con un Elia Kazan –producido este en circunstancias mucho más censurables-. Es decir, que sin desdeñar el conjunto de su obra, bajo mi punto de vista el cine de Dmytryk adquiere mayor coherencia y personalidad propia a partir del padecimiento en carne propia de la “Caza de Brujas” de McCarthy, su huída a Inglaterra, su retorno y prisión y, finalmente, esa inocua delación, en la que reiteró una serie de nombres por todos conocidos y ya señalados en tan aberrante cruzada ultraderechista norteamericana. Es a partir de ese periodo cuando su cine se tiñe de personajes inconformistas e incluso rebeldes, de seres inadaptados a los contextos sociales en los que se describe. Son películas en donde la búsqueda de una redención y la posibilidad del arrepentimiento adquieren un creciente protagonismo, incluso en buena parte de los títulos que firmó en la década de los sesenta, adentrados en algunos de sus exponentes dentro de los cauces de la comercialidad de la época. Nada de ello impide que ninguno de los títulos de esos años que he contemplado resulte carente de interés, ni le limitó por otra parte adentrarse en proyectos más personales, que contaron con el rechazo del público en su momento, y que se han mantenido ausentes de su necesaria difusión.
Quizá el referente más pragmático de dicha tendencia en la década de los sesenta, lo constituyera THE RELUCTANT SAINT (El hombre que no quería ser santo, 1962), que Dmytryk consideró uno de sus títulos favoritos, y que pasó desapercibida en su estreno en nuestro país. No ha sido hasta su edición en formato digital cuando los posibles interesados en la obra de su director han podido conocer de primera mano un título que realizó y produjo, rodado en Italia y ambientado en plena Edad Media, narrando la odisea del que con el paso del tiempo se convertiría en San José de Copertino. Asumiendo una realización contenida y atonal, la película nos relata la odisea de un hombre simple. Un idiota bondadoso cabría decir. Se trata de Giuseppe (un magnífico Maximillian Schell), un joven sin maldad alguna que es despreciado por todos los habitantes de su pueblo, incluso por su posesiva madre (Lea Padovani). Tan solo su padre sentirá un cierto cariño por él, aunque su carácter bohemio y disoluto le impida cuidar a su hijo como debiera. Este, por su parte, comparte sus estudios primarios junto a niños de mucha más corta edad que no dejan de burlarse de su retraso, aunque nuestro protagonista soporte estas constantes humillaciones sin atisbo alguno de resquemor, ya que en realidad toda su vida se ha visto marcada por ese contexto. La llegada a su casa del hermano de su madre, un veterano hombre de la Iglesia –Giovanni (Harold Goldblatt)- que se ha convertido en obispo y mandatario de un monasterio, será la oportunidad esgrimida por su madre para deshacerse del joven Giuseppe, utilizando todos los trucos posibles para que sus intenciones puedan llevarse a cabo, como así sucederá.
Los comienzos de la estancia del joven protagonista en el monasterio serán –como era de prever- catastróficos. Llegará a ser apeleado cuando realice su primera labor como mendigo –además de robarle sus pertenencias y su propio burro-; destrozará una vieja imagen de la Virgen, ayudado por un envidioso empleado del monasterio…, siendo finalmente confinado en los establos, donde de manera insospechada este encontrará el lugar donde se encuentra a gusto, rodeado de animales a los que ama. Lo que podría parecer un castigo, supondrá para él el lugar donde alcanza su felicidad y será contemplado a la llegada del obispo (Akim Tamiroff), quien vislumbrará en este unas insospechadas cualidades, llegándole a empujar para que acceda al sacerdocio, con el lógico escepticismo de los componentes de la comunidad religiosa. Contra todo pronóstico válido y quizá debido a la divina providencia, el estudiante obtendrá el título, no siendo más que el inicio de la demostración de unas extraordinarias facultades para la levitación que al tiempo que abrirán sus cualidades para la santidad, no servirán en principio más que para acentuar el sufrimiento que su vida ha vivido hasta entonces.
Si THE RELUCTANT SAINT hubiera estado dirigida por Roberto Rossellini, Pier Paolo Pasolini o cualquier otro cineasta que antes o después acometió temáticas similares en su cine, estoy seguro que desde el momento de su estreno su resultado sería acogido con la atención que merecía y le fue negada desde el mismo momento de su estreno. Pero casi nadie en su momento supo disfrutar de esta deliciosa tragicomedia en torno a la incomodidad de la bondad y la santidad, en la que se detectan no pocos ecos buñuelianos y, sobre todo, el espectador disfruta de una narración relajada en la que nunca se busca el énfasis. En su oposición, asumió no pocos elementos picarescos, sabiendo alternar el detalle humano, la crónica costumbrista, el elemento de crueldad y una extraordinaria y veraz ambientación de época, para lo que contará con la inapreciable colaboración del operador de fotografía –y en ocasiones también realizador británico- C. M. Pennington-Richards-, y como no podía ser de otra manera, el músico Nino Rota, quien en todo momento supo entender la peculiar idiosincrasia del film, adelantándose en ese sentido a la extraordinaria sintonía establecida en el inmediatamente posterior TOM JONES (1963) de Tony Richardson, en su unión con el músico John Addison. En esta ocasión, el marco de la campiña inglesa se traslada a un sombrío y natural blanco y negro en una Edad Media, en la que cualquier atisbo de sentimiento y nobleza parece quedar enterrado por completo, dentro de la rudeza, la miseria, y también la mezquindad de una sociedad tan alejada de nuestros días ¿O quizá no tanto?
Dmytryk narra en voz baja, sin alzar nunca el tono, procurando en todo momento adoptar el matiz irónico sin desdeñar la ternura –la descripción que se ofrece del personaje de Raspi (Ricardo Montabán)-, extrayendo de ellos sus flaquezas y mezquindades –contemplar el cambio de actitud de la madre al descubrir que su hijo, al que no duda en atizar cuando regresa a casa, se ha convertido en sacerdote-, optando por la elipsis en los instantes en teoría más importantes –esos primeros momentos en los que el protagonista es declarado apto para el sacerdocio mediante la oportuna presencia del obispo que se convirtió en inesperado mentor de un alma cándida, un extraño rebelde a lo establecido, un alma pura en su retraso y simpleza, que tiene en su existencia terrena una constante sensación de inoportunidad o desapego ¿No podríamos emparentar el protagonista de esta película con el desequilibrado asesino de THE SNIPER (1952) o el posterior magnate encarnado por George Peppard en la inmediatamente posterior THE CARPETBAGERS (Los insaciables, 1964)? No se trata de dejar en el aire elementos que avalen esa coherencia temática en buena parte del cine de su artífice, pero en este caso sí destacar la magnificencia de su dirección de actores, que logra bajo mi punto de vista la que quizá sea la mejor prestación del casi siempre excesivo Akim Tamiroff, que Maximilian Schell ofrezca un modelo de contención a un rol proclive a los mayores excesos, o incluso que Ricardo Montalbán nos brinde el momento más conmovedor de la película, a través de su arrepentimiento forzado al contemplar la prueba de la santidad de esa persona a la que no ha dudado en calificar como fruto del Demonio. Me refiero a la penúltima secuencia, en la que atisba el milagro entre una luz ensordecedora, agachando la cabeza con fervor, al tiempo que con la mano recoge resignado un puñado de tierra de aquel suelo, mostrando con ello esa dualidad en su alma, al reconocer una santidad que en el fondo, no es más que una prueba del absurdo de la existencia. La película concluirá con el discurrir de los miembros de la orden, entre los que se encuentra nuestro protagonista levitando de manera absurda e innecesaria ¿Para qué sirve ser santo? Podría ser esta la conclusión de un relato que se inicia destacando la veracidad de partida de los hechos relatados, e insertando de manera curiosa sus títulos de crédito, con la misma sobriedad con la que ha discurrido su metraje, en el que la ironía no impide una visión acre y distanciada de lo que supone la dureza de la propia condición humana, incluso cuando esta se desarrolla en terrenos propicios para cultivar el espíritu, o en ese terreno nebuloso ligado con lo sobrenatural.
Calificación: 3
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JORGE TREJO RAYON -
JORGE TREJO -