SARABAND FOR DEAD LOVERS (1948, Basil dearden) Matrimonio de estado
Admirar la magnificencia, el rigor, hondura dramática y trágica emotividad que transmiten todos y cada uno de los fotogramas de SARABAND FOR DEAD LOVERS (Matrimonio de estado, 1948), puede llegar a deslumbrarnos incluso a aquellos que siempre estamos dispuestos –e incluso deseosos- a admitir la relativa facilidad con la que se encuentran depositadas en el olvido, numerosos grandes títulos dentro de la cinematografía inglesa. La película de ese irregular pero en no pocas ocasiones inspirado realizador que fue Basil Dearden –recordemos entre su filmografía, obras de la valía de VICTIM (Víctima, 1961) o KARTHOUM (Kartum, 1966)-, de la que podría emerger casi sin dudarlo como su obra cumbre, podría ser simplificada en su elogio como una de las más valiosas producciones de los Ealing Studios, demostrando además que la productora que encabezaba Michael Balcom no solo se inclinó por los senderos de una comedia más o menos amable. También sería limitar su alcance –aunque no es poco elogio- señalar su presencia como una de las mejores propuestas que el cine inglés ofreció en la década de los cuarenta, incluso superando su alcance al de otros títulos más reputados de aquella década tan rica para aquella cinematografía. Por encima de todos estas valoraciones, a mi modo de ver SARABAND FOR… emerge como una autentica piedra angular de un determinado tipo de producción de raíz histórica, que habría que remontarse a las producciones de Alexnader Korda, y extendida a los dramas emanados por la Gainsborough Pictures, en los que se pusieron en solfa cuestionamientos de la moral victoriana. Pero todo ello sería de nuevo limitar el alcance de la influencia de esta admirable y casi desconocida película que, por diferentes aspectos, nos recuerdan tanto el cine de Hammer Fillms, la posterior apuesta de los hombres de Free Cinema con TOM JONES (1963, Tony Richardson) y ya, de un modo bastante más concreto y, de manera paradójica, alejado en el tiempo, no se puede negar que el memorable BARRY LYNDON (1975) de Stanley Kubrick, quizá jamás se hubiera gestado, de no existir el precedente de esta deslumbrante propuesta. Un título en el que la riqueza de su producción no solo se encuentra por completo justificada en el ámbito social de Corte en el que se desarrolla, máxime estando inserta la misma en la segunda mitad del siglo XVII, en el pequeño reino alemán de Hannover. Desde esos planos iniciales, que nos trasladan a un alejado castillo, la película nos acerca hacia la mansión en el que se encuentra confinada la ya envejecida princesa Sophia Dorothea (Joan Greenwood). Custodiada por los guardianes y el personal que la ha venido acompañando durante tres décadas, se encuentra a punto de morir, deseando casi como un último deseo poder redactar una carta destinada a su hijo, el príncipe George, heredero al trono de Inglaterra. Pese a la oposición de algunos de ellos, el sentido común permitirá que la moribunda pueda decir adiós a una existencia dominada por la opresión que el sentido de estado brinda a la expresión de sus sentimientos.
La circunstancia será la base del largo flash-back que ocupará la totalidad de un film magnífico. Un auténtico prodigio en el que no se sabe que admirar más, su la admirable progresión que ofrece esta adaptación de la novela de Helen Simpson, desarrollada como guión cinematográfico de la mano de John Dighton y el gran Alexander Mackendrick –en una de sus escasísimas acreditaciones al margen de su propia obra como realizador-, en la que se aprecia una mirada revestida de dureza, sobre unos comportamientos en los que las más bajas pasiones se manifiestan en torno al dominio, el poder y la posesión. Resulta sorprendente encontrar una propuesta tan virulenta, a flor de piel, hermosa y decadente al mismo tiempo. Tan lúdica y tan bella. El film de Dearden atesora la intuición de un material de base espléndido, pero logra potenciarlo, sublimarlo y extraer del mismo todas sus posibilidades. Lo hace en primer lugar con una ambientación admirable, destacada en el carácter pictórico que le proporciona la fotografía en Technicolor de un Douglas Slocombe –era la primera ocasión en la que se utilizó dicho formato en los estudios de Balcom- que demostraba ser un maestro de la imagen, ahondando en las posibilidades expresivas de cada plano, secuencia, y elección formal brindada por su realizador. Apasionante desde el primer momento, Dearden sabe describir en el discurrir del relato el atractivo de su concepción melodramática, el retrato de un relato de época, pero al mismo tiempo estrechar sus costuras con esa mirada crítica, pesimista y disolvente que se desprende en cada acción de sus personajes. Unos seres que se deben en unos casos a sus dependencias como representantes del estado –la veterana aristócrata Sophia de Hanover (François Rosay) pensando solo en los intereses de su familia. En otros utilizando dicho ámbito para sublimar sus miserias –el ejemplo que brinda la poco agraciada pero intrigante y astuta condesa Clara Plante (Flora Robson)-, y en un último termino a través de una extraña ambivalencia, la provocada por el oscuro conde sueco Philip Konigsmark (Stewart Granger), quien sobrellevará en su pensamiento por un lado su deseo de prosperar y ser un arribista en la corte, y por otro percibir en su alma unos sentimientos a los que no puede dejar de lado, centrados en la sincera atracción que siente hacia nuestra protagonista. En medio de ambas vertientes, se extenderá un argumento en el que por designios de la vieja aristócrata, nuestra protagonista se tendrá que casar con su hijo, el príncipe Louis King (Peter Bull), un ser mujeriego y pendenciero, siendo dispuestos ambos para ocupar el trono de Inglaterra merced al designio de unas pocas familias. Muy pronto la película adquirirá unos matices de complejidad que no la abandonarán en casi ningún momento. Esa capacidad para extraer la verdad, la miseria, las sombras de una sociedad disoluta, imperfecta y corrompida, insertando en ella la imposibilidad de la convivencia de un amor sincero, es probablemente la cualidad más dolorosa y perceptible de este título modélico, al cual el hecho de no figurar en cualquier antología del mejor cine europeo de su década, no supone más que una injusticia en la valoración de cualquier historiador –aunque en ello estimo que tendrá mucho que ver la escasa facilidad existente para contemplar la misma-. Dearden logra, en efecto, concertar esa danza de dos amantes imposibles, de dos sentimientos contrapuestos incapaces de sobreponerse a la opresión que les brinda ese mundo que les rodea, bien por imposibilidad de revelarse contra el mismo –el caso de Dorothea-, o bien por la tentación que brinda la posibilidad de adquirir esos propios mecanismos de poder –algo que vivirá en carne propia Konigsmark-.
SARABAND FOR… supone, en ese sentido, un auténtico prodigio de sensualidad, de atrevimiento incluso en el manejo de los deseos sexuales –el instante en el que Plante se humilla de forma casi indignante ante el esquivo protagonista masculino-, en la oscura belleza pictórica que emana de sus secuencias, cada una de ellas planteada casi como un cuadro, como una pincelada revestida de fuerza –ese plano de los soldados retornados humillados de Turquía, pisando por el camino nevado-, en la amarga lucidez que revisten todos y cada uno de los comentarios, órdenes y observaciones que brinda la anciana Sophia de Hanover, que ha consumido su existencia en su deber de estado, aunque en el camino se haya dejado la simple posibilidad de vivir. En el debe del film se encuentra la pertinencia de la voz en off de nuestra protagonista, introduciendo y envolviendo alguno de los detalles de la historia, la inteligencia en el uso de las sobreimpresiones, la deslumbrante ambientación en interiores –en donde sus secuencias adquieren una inusitada vitalidad- e interiores, no ahogando la riqueza de su vestuario y dirección artística, o la vivacidad de la representación. Todo ello logra trasladarnos a una sociedad decadente, depravada y castrante, entre la que tendrán que emerger casi de manera improbable el palpitar de la joven pareja protagonista –resultan inolvidables los instantes en los que ambos expresan con su lenguaje corporal esos sentimientos que su entorno les impiden exteriorizar-. Y, llegados a este punto, es evidente que como toda gran propuesta clásica inglesa, su plantel de intérpretes deviene excepcional, siendo difícil destacar entre ellos la hondura de la mirada de la Rosay, la frustración y resentimiento que describe Flora Robson, la inocencia y elegancia natural de la Greenwood, o la capacidad para expresar la ambivalencia –en ocasiones en el mismo plano- que muestra un carismático Stewart Granger –no me cabe duda que los directivos de la Metro tuvieron muy en mente esta interpretación, para hacerle encarnar años después el rol protagonista de la inolvidable MOONFLEET (Los contrabandistas de Moonfleet, 1955). Sin embargo, todos los componentes de su reparto, sean estos más o menos decisivos en su presencia, se contagian con su labor entregada, de las cualidades que emanan de esta superproducción que administra con magisterio ese grado de gran espectáculo, revertiendo el mismo en un doloroso alcance intimista de perdurable vigencia.
Y dentro de un conjunto casi modélico, en el que la inspiración se extendió de una forma tan remarcable, me gustaría destacar algunas secuencias que alcanzan un nivel de refinamiento por momentos indescriptibles. Me refiero con ello a la amenaza que se describe en la boda, lloviendo repentinamente y trasladándose esa amenaza a las figuras religiosas presentes en vidrieras y estatuas exteriores. Es algo que podremos destacar del mismo modo en uno de los últimos episodios del film; la emboscada a Konigsmark, desarrollada en un piso inferior de la residencia de Dorothea, con una utilización de las sombras y la escenografía digna del Terence Fisher de HORROR OF DRACULA (Drácula, 1958), culminada con la cruel venganza de la condesa Plante, quien no dudará en pisotear el rostro del asesinado mientras este culmina su agonía, pronunciando como última palabra Dorothea. Pero con ser memorables, hay en SARABAND FOR DEAD LOVERS un episodio deslumbrante, casi inaprensible en su sensual expresión de la belleza y el deseo, desarrollada en el carnaval que se vive en las calles de Hanover. Por allí discurrirá Dorothea ataviada por una mascara, sintiendo esa explosión de deseo que la aturdirá –y con ella, al espectador-, hasta que, como no podía ser de otra manera, se encuentre inesperadamente con el conde sueco, quien la llevará hasta su casa. Se trata, bajo mi punto de vista, de un fragmento que ni siquiera el tandem Powell & Pressburger alcanzó en su, por otra parte, admirable aportación fílmica, erigiéndose como uno de los fragmentos más deslumbrantes que el arte cinematográfico ofreció en la década de los años cuarenta y, sin duda, la cima de un título espléndido, que con urgencia merece estar situado en un lugar destacado dentro del cine europeo de su tiempo.
Calificación: 4
2 comentarios
Luis -
Feaito -