LA SCHIAVA DEL PECCATO (1954, Raffaello Matarazzo) Esclava del pecado
Como todo buen melodrama que se precie –y LA SCHIAVA DEL PECCATO (Esclava del pecado, 1954) lo es-, su degustación puede efectuarse a través de lecturas diversas y complementarias. Sin poseer aún la necesaria perspectiva en torno a la figura de su realizador, ese Raffaello Matarazzo antaño desdeñado precisamente por su adscripción a un género que desataba pasiones populares pero era obviado por la crítica, hasta que hace no demasiado tiempo fuera reconsiderado en su obra, lo cierto es que el título que nos ocupa ofrece ante todo esas dos condiciones esenciales que precisan las grandes muestras del género. Estas serían la intensidad en su puesta en escena, la fuerza de sus personajes y, por supuesto, la inserción en su intenso drama argumental de unas líneas de crítica en torno al contexto social en que se enclava la acción, transgrediendo esa aparente sumisión a la moral bienpensante que podía aparecer en un primer grado. Como podrían ofrecer los grandes referentes de cineastas expertos en el mélo como John M. Stahl –a cuya adscripción me recordó mucho esta película-, Matarazzo ofrece en esta propuesta, originaria de una historia de Oreste Biancoli, y transformada en guión de la mano de Aldo De Benedetti, la evocación de un pasado. Una auténtica historia de imposible redención social –según esta podía ser entendida en pleno periodo fascista-, de Mara Gualteri (Silvana Pampanini). El inicio de la acción se desarrolla en un jugoso hotel, donde una joven pareja ha advertido la ausencia de un collar con una imagen de la esposa cuando era niña. El marido se sorprende de que en esta pieza de escaso valor –tan solo para la muchacha adquiere un valor sentimental-, haya sido la pieza escogida, máxime cuando entre ella se encontraban joyas valiosas que se han respetado. El director del hotel (Olinto Cristina), iniciará unas indagaciones que presume serán infructuosas, hasta que uno de los empleados encuentre la misma bajo la cama de otra veterana empleada –la mencionada Mara, ya de avanzada edad-. Esta en el primer momento negará –sin convicción, se aprecia que es una persona honesta y sumisa- haber cometido el pequeño hurto, hasta que la presión de jefe la haga reconocer la acción, narrándole las razones que motivaron una acción tan inofensiva como preocupante para la reputación del establecimiento –que rogará no relate a nadie-. La acción iniciará un flash-back extendido a la casi totalidad del metraje, que servirá para contar como de la noche a la mañana y por una circunstancia tan terrible como inesperada, la joven y frívola corista que hasta entonces era Mara –una mujer de belleza casi agresiva-, decidió romper con la facilidad que le proporcionaba su vida fácil y, por el contrario, la casi inalterable dificultad que vivirá su deseo de seguir el sendero de una existencia honesta, que esa propia sociedad que le rodea casi le impide asumir.
Todo se iniciará en un viaje en ferrocarril, donde la protagonista se sentará en un vagón junto a una pareja de polacos que tienen destino hasta Florencia. Junto a ellos se encuentra la hija de ambos, una pequeña que simpatizará de inmediato con Mara, quien se la llevará hasta la cafetería para invitarla. El destino querrá que el ferrocarril se adentre en un túnel –la visualización de esas secuencias serán las más débiles del relato, ya que las maquetas serán ostentosas-, chocando frontalmente contra otro de vuelta, y provocando un enorme accidente que de inmediato matará a los padres de la niña –se encontraban en los primeros vagones, en donde no aparecerán supervivientes-. Traumatizada, Mara recogerá a la niña, trasladándola en un coche de socorro hasta donde se encontraba hospedada junto a sus compañeras. Mientras los titulares relatan la magnitud de la tragedia, la pequeña pronto provocará la simpatía de las compañeras… sin pensar que ejercerá como eje central de una transformación absoluta en esa joven que a partir de ese momento y, sobre todo, al comprobar el drama del ingreso de la pequeña en un hospicio –ante su ausencia de padres y la imposibilidad de ser adoptada-, provocarán en la protagonista un revulsivo interior, que suscitará su inesperada renuncia al modo de vida que hasta entonces había sobrellevado. Todo ello se manifestará con la imagen de la pequeña caminando llorando por el pasillo del hospicio –un plano que se reiterará minutos después como un referente en su conciencia, e incluso se escenificará con ella misma como partícipe, ya anciana, en el momento final del relato, y a modo de metáfora de ese sendero que quiso seguir y, en el fondo, de nada le sirvió-. A partir de esta premisa, Matarazzo compone un drama caracterizado por su sobriedad –sin que ello lleve aparejada la ausencia de esa necesaria intensidad de su trazado-, en el que la planificación destacará por la ausencia de grandes movimientos de cámara. Por el contrario, el italiano aplicará en su puesta en escena una clara apuesta por la noción de la duración e intensidad dramática del plano, ayudado por la importancia del montaje y la fuerza que le imprime el fondo sonoro de Renzo Rossellini. Con estas premisas fílmicas, el director compone la odisea que asumirá –casi como si se tratara de una búsqueda de ascesis personal-, el casi imposible sendero de Mara para dejar de lado ese ámbito que hasta entonces forjaba su existencia, intentando con ello seguir un camino de rectitud para poder lograr tras el paso de tres años, la adopción de esa niña que ha modificado su visión de la existencia.
Para un espectador poco avezado –o demasiado influenciado por las apariencias que podían emanar de su base argumental- LA SCHIAVA DEL PECCATO puede aparentar las costuras de un melodrama reaccionario y conformista. Pero una visión más atenta, además de calibrar la destreza con la que el realizador se desenvuelve a la hora de proporcionar una descripción de personajes, que van desde el amoral Carlo (Franco Fabrizi), la hipocresía que desprende el exteriormente bondadoso Giulio Franchi (Marcello Mastroianni), o ese comisario Agnelli (Camillo Pilotto), de afable personalidad pero que desde el primer momento duda de la posibilidad de regeneración de Mara. Sin embargo, contra viento y marea, pese a la hostilidad que le manifiesta una sociedad –y he ahí donde se describe con presteza la hipocresía de un contexto en el que los supuestos bienpensantes ejercen como una base opresiva-, nuestra protagonista verá rechazadas diversas solicitudes de empleo, vivirá en carne propia la dificultad de poder acceder a la adopción de una niña, que sin embargo esa misma sociedad no duda en dejarla en un hospicio que arruinará su infancia –eso si, la Iglesia será mostrada desde un prisma respetuoso; atención a la presencia de crucifijos en numerosas secuencias del film-, e incluso el peso de su pasado la atormentará de manera constante; el inesperado encuentro con Giulio, que le recordará la frustrada historia amorosa con él, que la dejó embarazada, y en cuyo cargo de conciencia –y los celos posesivos que apenas puede ocultar-, desea adoptar esa niña que cree su hija, aunque en realidad no lo sea –llegará a acudir hasta el hospicio donde se dirige Mara, en una acción iracunda-. Pero del mismo modo se comportará Carlo, quien pase el discurrir del tiempo, no cejará en su interés por poseer a Mara, quien se erigirá sin ella pretenderlo en una constante lucha por la intención de abandonar su pasado, y la inercia con que este revoca sus intenciones, hasta llegar a una catarsis en la que llegará a ponerse en peligro su propia vida, poco después de haber logrado los certificados de adopción. Será la señal que servirá para que renuncie contra una lucha imposible –y en ello tendrá bastante que ver el anhelo de la acomodada pero en realidad infeliz esposa de Giulio, quien recurrirá a esta en un último intento por salvaguardar un matrimonio que se presume ejemplar para la moral bienpensante, pero en absoluto provisto de vida- contra los prejuicios que le ha impuesto una sociedad por discurrir por unos senderos contrarios a lo establecido, y que se verá incapaz de superar.
La acción volverá al momento del relato de la ya anciana Mara, quien por mediación del director llegará a encontrarse con la que fuera su hija adoptiva, que ya no la recuerda, y viendo la emoción de esta –que no comprende a que es debido-, decide regalarle ese colgante, con el que de alguna manera renunciará a su pasado –atención a lo inconmensurable que se encuentra en esos instantes Olinto Cristina, conocedor tras el relato que le ha brindado la protagonista de la realidad de la situación-, en un episodio que revela la capacidad máxima con la que Matarazzo manifestó su adscripción a un género popular, del cual se erigió en uno de los representantes más populares pero escasamente reconocidos en su tiempo. Ese tiempo que, finalmente, ha comenzado a darle la razón.
Calificación: 3’5
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