STALKER (1979, Andrei Tarkovski) Stalker
Probablemente, a la hora de analizar una propuesta de la densidad de STALKER (1979) pueden establecerse diversas lecturas. Desde la propia odisea que su rodaje supuso para su artífice, Andrei Tarkovski –el negativo original se perdió y un año después hubo que filmarla de nuevo-, hasta la clara conexión que esta su antepenúltima película refleja con el conjunto de su obra. Todo ello, sin embargo, sin ocultar que con esta nos encontramos ante una de las propuestas más valiosas del cine fantástico de la década de los setenta, dentro de una vertiente interiorizada que conecta con el rumbo tomado por la obra del realizador a partir de su célebre SOLYARIS (Solares, 1972). En cualquier caso, cierto es que sin tener un conocimiento exhaustivo de la misma, en el conjunto de su corta pero enormemente valiosa filmografía, se detecta esa aura metafísica, entremezclada con el anhelo de libertad que tanto atenazó su andadura.
Cierto es que todas estas lecturas son válidas, aunque palidezcan ante la propia contemplación de esta bellísima película, que satisface los paladares más exigentes, y al mismo tiempo ofrece esa ya señalada densidad –uno de los elementos más precisos de su cine-, espesura y reflexión en sus fotogramas. Pero curiósamente, de la misma me queda sobre todo una idea general que se transmite en sus imágenes, aunque pese en sus fragmentos finales como un auténtico corolario; la interdependencia que los seres humanos tenemos unos de otros, independientemente de su condición, personalidad y aptitud ante la vida. En la película de Tarkovski, Stalker (Aleksandr Kaydanovskiy) es un hombre de aparente escaso porvenir, que se ofrece como guía para llevar visitantes a un lugar denominado “la zona”. En esta ocasión, acompañará a dos personas –el escritor y el científico- hasta la misma, burlando la férrea vigilancia que las autoridades han proporcionado al entorno.
Una vez más, el guía atraviesa un terreno que carece de vida, pero al que la presencia de la naturaleza salvaje se adueña de un contexto en el que aún se detectan las huellas del impacto que un meteorito causó en la misma veinte años atrás. Edificaciones en ruinas, objetos deteriorados como postes que se disponen en forma de un improvisado vía crucis, o la huella que deja la casi fantasmal presencia de un conjunto de tanques abandonados desde entonces, definen un sobrecogedor marco iniciando un recorrido que culminará al llegar a un lugar del que existe el rumor que materializa los deseos de cuantos hasta allí han podido llegar. Ese será el objetivo de los dos interesados en vivir un auténtico viaje iniciático, que servirá por un lado para expresar la intensidad visual del cine de su director, al tiempo que desarrollar sus inquietudes filosóficas e intelectuales, en torno al marco de libertad que debe rodear cualquier manifestación en el terreno de la creación. Es en esa primera vertiente, donde las imágenes de STALKER adquieren una pavorosa textura y sensualidad, potenciada por la compenetración mantenida con la labor del operador de fotografía y el propio diseño de producción. Las secuencias del film se suceden con un singular tempo que Tarkovski definía en su cine, caracterizado por una poderosa impronta pictórica y un enorme rigor en sus estudiados encuadres. Unas secuencias estas en las que la presencia del agua es constante y contrastada en su doble vertiente de pureza y putrefacción –esos charcos con el líquido estancado que rodean los lugares menos definidos en esa mencionada pureza-. Y así, hasta llegara las inmediaciones del lugar en donde se encuentra –en teoría- esa radiación que controla “la zona”, y que supone una de las páginas más hermosas y al mismo tiempo, inquietantes, legadas por el cine fantástico europeo. Esos planos largos, secuencias como la travesía por el túnel, o el escenario previo a la antesala del objetivo deseado –unas dependencias sembradas de pequeñas colinas-, son ejemplos de un relato que aúna su riqueza conceptual con su plena y sensorial plasmación cinematográfica.
Pero en las películas del sensible artista que fue Tarkovski –realizador que Ingmar Bergman veneraba-, siempre había una base sólida, sobre la que trasladar las inquietudes de su mundo creativo. En este caso, se adaptó el relato “Picnic a la vera del camino”, obra de Arkadi y Boris Strugatskiy –con quienes al parecer trabajó muy estrechamente-. No cuesta adivinar el atractivo de la historia, pero al mismo tiempo creo que resulta evidente que el director supo trasladar a través de esa base, que les permitía reflexionar sobre la importancia de la creación artística, el eterno conflicto entre ciencia y fe, y la necesidad y el compromiso del intelectual de facilitar la evolución de la especie. Todo ello se plasma en esta ocasión en las reflexiones de este científico que desea llegar al misterioso rincón, al objeto de volarlo con una bomba que impida un mal uso del mismo por parte de gobernantes absolutistas. Por su parte, el escritor solo desearía llegar a culminar su anhelo para quedarse en última instancia en su antesala, intuyendo que quizá nadie se atreverá a dar el paso que les haría alcanzar el deseo más recóndito. La expedición finalmente renunciará a vivir esa experiencia de fe, retornando a la vida normal. Stalker se lamenta que tras este episodio, ya nadie va a creer en nada. Precisamente, el guía se resiente en su casa del cansancio de la travesía, pudiendo comprobar por la destacada biblioteca que dispone, que en realidad aceptó acompañarlos por la propia condición intelectual que ambos sobrellevaban y que él oculta, aunque es evidente que se trata de un hombre de probadas inquietudes. Y con la deslumbrante secuencia final, en la que la mujer e hija del protagonista discurren por un escenario de ciudad industrial; sórdido, contaminante y lleno de flujos contaminantes, la película concluirá con una muestra de que, aunque muchos lo nieguen, algo de misterioso se ha extendido a todos cuantos se han relacionado con “la zona”. Delante de la hija de Stalker, veremos moverse sin lógica, varios vasos ubicados en una mesa.
Pocas obras fílmicas de su tiempo pueden abordar temas y cuestiones largamente ligadas a la filosofía y metafísica moderna, sobre todo con una intensidad cinematográfica, una creatividad visual, simbolismo, tan propia de uno de los mayores representantes del cine soviético. Un Tarkovski pese a cuya breve trayectoria como realizador, nunca le impidió situarse en una auténtica elite del cine europeo. Este casi perfecto STALKER es un buen ejemplo de ello.
Calificación: 4
0 comentarios