THE THIRD MAN (1948, Carol Reed) El tercer hombre
Pocas películas como THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1948. Carol Reed) puede decirse que hayan alcanzado más mítica en la historia del cine. Asumida en innumerables encuestas como la mejor obra del cine británico –afirmación tan discutible como simplificadora en un conjunto tan lleno de riqueza-, son tan comunes los elementos que se esgrimen a la hora de ensalzar sus presuntas cualidades –la atmósfera de posguerra en Viena, los prejuicios que David O’Selznick opuso al proyecto, la presencia e influencia de Orson Welles, la cítara de Antón Karas, el episodio en las alcantarillas-, que parece que sobre la película se haya dicho todo. En cierto modo esta aseveración no carece de fundamento. Sin embargo quisiera que sirvieran estas líneas como desmarque personal de un círculo de adulaciones acríticas, que sobre este título se vienen produciendo desde hace décadas. Mi reciente revisión –tras transcurrir muchísimos años desde que lo contemplara por vez primera-, ha servido por un lado para mitigar las reservas que en su momento me provocara aquel primer acercamiento, pero por otro lado ratificar algunas de las objeciones que me llevan a considerar el film de Reed como un título interesante y atractivo –eso es innegable-, pero al mismo tiempo sobreestimado sin medida hasta alcanzar una valoración a mi modo de ver injustificada.
Vaya por delante que este nuevo acercamiento me lleva a pensar que existen dos películas en THE THIRD MAN, que aparecen por momentos escasamente armonizadas ante la pantalla. Se plantea por un lado la plasmación de la oportunidad fracasada que sobrelleva un mediocre escritor de novelas del Oeste –Holly Martins (Joseph Cotten)-, llegado hasta una devastada Viena de posguerra, atendiendo la llamada de su mejor amigo; Harry Lime (Orson Welles). La llegada hasta la capital austriaca, le acercará a la vivencia de la mayor aventura de su vida, al enterarse tanto de la muerte de Lime, como posteriormente de los turbios y fraudulentos negocios de venta de penicilina adulterada que había provocado no pocas muertes entre niños de la ciudad. Al mismo tiempo, la breve estancia allí le permitirá trabar contacto con Anna Schmidt (Allida Valli), una joven cantante de cabaret, refugiada clandestinamente de Checoslovaquia, que era la apasionada amante de Lime hasta su desaparición. Ese contraste de mediocridad en su confrontación con el mundo que hasta ahora ha sobrevivido, es sin duda el que mayor interés provee a esta adaptación de Graham Greene, y es la que generalmente se expresa con mayor pertinencia en la pantalla, dentro de un lenguaje cinematográfico de índole clásica caracterizado por su intensidad –de lo que es un ejemplo palpable la magnífica secuencia de clausura, justamente célebre-.
El desarrollo de la imposible relación entre Anna y el norteamericano, en su oposición de caracteres, y la irrefrenable fascinación que esta sigue manteniendo por Harry –aún cuando se supone que este se encuentra muerto-, el creciente acercamiento entre Holly y el mayor Calloway (Trevor Howard), especialmente en la incardinación de los tres personajes. En líneas generales, la misma está tratada con sensibilidad y delicadeza, sabiendo extraer los recovecos de cada uno de ellos –la insobornabilidad en la personalidad de la joven, la manera con la que Calloway logra convencer al norteamericano para que colabore deteniendo al reaparecido Lime; llevándole a contemplar el hospital repleto de pequeñas víctimas, y en la que la caída de un osito de peluche anuncia la muerte de uno de los internados-.
Sin embargo hay, por así decirlo, otra película que se encuentra agazapada tras esta crónica, que curiosamente es la que ha permitido proporcionar la mítica el relato, aunque personalmente considere que anula algunos de los logros de la misma. Me refiero en esencia a la que procura esa apuesta por la retórica que, sea o no de ascendencia wellesiana, por lo general enturbia esa gran película que podía haber sido y que –reconozco que no es una opinión muy extendida- no llega a alcanzar. Es algo que ya percibimos en la primera secuencia, con esa voz en off que nunca sabremos donde procede, explicando mediante el uso de unos planos excesivamente sincopados la realidad de la posguerra vienesa y la ocupación de la ciudad por medio de cuatro potencias internacionales. Esa tendencia a lo barroco tendrá su constante y en ocasiones molesta presencia con el abuso de planos inclinados –no entiendo como no se menciona esta circunstancia a la hora de referirse al film-, o la apuesta por una retórica que si bien en ocasiones proporciona al conjunto de un atractivo baño de irrealidad –la iluminación nocturna de las calles, el magnífico episodio de la alcantarilla-, no es menos cierto que choca en más ocasiones de la deseables con esa otra historia que a veces queda oscurecida y que, en definitiva, es la que en última instancia sostiene el conjunto.
Y ello se produce sobre lo que, a fin de cuentas, ha venido otorgando al film una especial patina de culto; la presencia de Orson Welles encarnando al misterioso e inquietante Harry Lime. Presentado de forma atractiva –el gato delata que se encuentra escondido en el quicio de una puerta-, ya desde dicha secuencia se deja entrever esa mezcla de elemento sobrenatural e innecesario barroquismo que guiará las apariciones de Lime, acentuados por la molestísima aportación de Welles actor –no seré el único que destacaré la insoportable megalomanía que guió buena parte de sus apariciones en la pantalla-, erigiéndose en un personaje guiado al servicio del mal, e intentando justificar su adscripción al mismo –la secuencia de la noria-. Esa interferencia entre el aspecto sombrío y enfermizamente romántico antes señalado, y el gusto por la retórica, tiene su punto de convivencia malsana en el cinismo de que hace gala todo el metraje –aspecto que subraya en muchas ocasiones la célebre cita de Anton Karas en su fondo sonoro-, mostrando una sociedad corrupta, decadente, caracterizada por una serie de seres que en el fondo siempre guardan algo oculto e inexpresable, o defienden una serie de intereses que en el fondo no representan. Ese gusto por lo sobrecargado, esa constante mezcla de pasajes narrados con sobriedad e intensidad, con otros en los que la desmesura e incluso lo estridente se dan de la mano no siempre de forma armoniosa, es lo que bajo mi punto de vista me impide reconocer en THE THIRD MAN como esa gran película que en ocasiones está a punto de atisbar, pero que en su conjunto no llega a alcanzar. Si se trataba de adaptaciones de Graham Greene, Carol Reed llegó bastante más lejos en la excelente ODD MAN OUT (Larga es la noche, 1947) –probablemente su obra maestra-. Varios son igualmente los títulos en la filmografía del generalmente competente Reed que superan el interés de esta, por lo que no hace falta recurrir a la misma para evocar su andadura como cineasta. Sin embargo, hay elementos en los que se aprecia el equilibrio entre intenciones y resultados. Esa apuesta por dar vida una película atrevida. Aspectos como la presencia de esos insólitos títulos de crédito para la época, años antes de que los mismos se erigieran como importante complemento de las más importantes producciones. De alguna manera, es un indicio que da que pensar en las sanas ambiciones del film de Reed, que dieron como fruto un film atractivo, para el que el paso del tiempo ha otorgado una inesperada, perdurable –y a mi juicio inmerecida- condición de culto.
Calificación: 3
2 comentarios
Juan Carlos Vizcaíno -
Eusebio P. -