GREYSTOKE; THE LEGEND OF TARZAN, LORD OF THE APES (1984, Hugh Hudson) Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos
¿Quién se acuerda hoy día de Hugh Hudson? El artífice de lo que en su momento, y aún en mi mocedad denominé “un spot de Adidas de dos horas” llamado CHARIOTS OF FIRE (Carros de fuego, 1981), cuyo inesperado éxito dio alas a la productora que encabezaba David Puttnam, intentando el reflorecimiento de un determinado cine británico, basado ante todo en una supuesta renovación de aquellos rasgos que en su superficie lo hicieron más célebre; sus reconstrucciones de época y la recuperación de un determinado academicismo, mejorado por las novedades de producción existentes en el inicio de los ochenta. De aquella génesis surgieron títulos que a nivel temático entroncaban con una vertiente conservadora, muy a tono con la política británica del momento, y a nivel formal devolvieron un vacuo esplendor al cine de las islas.
Dicho esto, y con la distancia que nos proporciona el paso de los años, recuerdo el relativo fracaso que supuso para Hudson el rodajee de GREYSTOKE; THE LEGEND OF TARZAN, LORD OF THE APES (Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos, 1984), con la que inició una rápida espiral descendente que se ha ido prolongando con el paso de los años en una ínfima filmografía, revelando que nos encontramos ante una auténtica flor de un día. Sin embargo, y más allá de contemplar con anteojeras esta versión libre de la novela de Edgar Rice Burroughs, uno que siempre ha tenido en cuenta el criterio del gran crítico y buen amigo que es Tomás Fernández Valentí, quien en diversas ocasiones ha destacado el buen estado en que se conserva la película, tuvo antes en cuenta esta opinión que otros factores. Entre ellos, mi confesado y escaso apego a toda la mitología del personaje de Tarzan generado por la gran pantalla –lo siento, nunca me ha interesado lo más mínimo-. Así pues, tomando como referente ambas vertientes, accedí al visionado del film de Hudson tras lo cual, de entrada, he de señalar que me encuentro bastante de acuerdo de las manifestaciones de Fernández Valentí. Sin ser una película memorable, y aún encontrando en ella cierta desmesura en su duración y una cierta descompensación en su desarrollo, casi treinta años después de su realización emerge como una propuesta dotada de no poco atractivo, sabiendo aportar una visión renovada del conocido mito.
No cabe duda que Hudson se valió de un excelente diseño de producción para llevar a cabo este proyecto que, de manera harto curiosa, ofrece una de las últimas overturas musicales que quizá ofreciera el cine mainstream. Tras dicho pasaje, nos introducimos en el mundo aún clasista de la Inglaterra de las postrimerías del siglo XIX. En concreto, en las tierras y el señorío de Greystoke, comandado por el veterano y amable terrateniente que encarna con enorme humanidad el veterano Ralph Richardson –que falleció poco después del rodaje y a quien va dedicada la película-. En muy pocos instantes se nos describirá la intención de su hijo Lord Clayton (Paul Jeoffrey), de viajar junto a su mujer en un largo recorrido por África –ya los primeros fotogramas del film nos han introducido en el mismo-. En dicha odisea ella quedará embarazada, dando a luz en una situación de extrema conflictividad, ya que ambos prácticamente se encuentran solos tras un naufragio. Ello les ha llevado a tener que construir una cabaña, pero llegado esos momentos, no les impedirá ser invadidos por una serie de simios, que acabarán con la vida de los padres del recién nacido.
Será el inicio de la andadura vital de un ser humano en un ámbito inhóspito, descrito con esmero pero cierto exceso de metraje por parte de Hudson, cuidando por un lado la credibilidad en la creación de los simios –obra del experto Rick Baker-, mientras que por el contrario se detecta el artificio de que al pequeño protagonista en ningún momento se le aprecien sus genitales –un simple detalle que revela esa ansia esteticista que en ocasiones resiente su resultado-. Pasan los años, de forma paulatina vamos percibiendo la integración del cada vez más fornido muchacho en ese entorno natural, en el que se irá imponiendo de forma aventajada. Lo veremos repentinamente bajo los rasgos del actor Christopher Lambert –en el rol que le otorgó una relativa fama en aquellos tiempos, ofreciendo una performance que ha logrado sobrevivir al paso del tiempo-, y en un momento determinado encontrará la cabaña donde nació, intuyendo que en ella se encontraron sus padres –se pondrá el medallón que le identificará con ellos y ejercerá como elemento determinante para su identificación-. Poco después, el encuentro con la expedición que finalmente ha tenido que encabezar de forma accidentada el capitán Phillippe D’Arnot (Ian Holm), hará intuir en él por vez primera su condición de humano, aprendiendo de este ciertas nociones de idioma y conocimientos hasta ahora vedados en el entorno humano en el que había vivido hasta entonces. Juntos embarcarán hasta lugares poblados y, finalmente retornarán hasta el señorío de Greystoke, siendo recibido por su muy anciano propietario –quizá en el instante más intenso del film-. Allí el ya denominado John Taylor intentará aclimatarse a un mundo lujoso que contrastará de forma poderosa con el primitivismo, el riesgo, y también la sinceridad, que había sido hasta entonces su norma de vida. Si en el marco selvático que había sido hasta entonces su hábitat, la lucha por la supervivencia y el amor con los primates que le rodeaban era sincero, en su nuevo entorno sentirá por vez primera el afecto de manos de su abuelo, quien le marcará las directrices como futuro heredero de la propiedad, o el amor físico y sincero de manos de la joven que se ha puesto a su disposición para ayudarle en sus enseñanzas –Jane Porter (una joven y sensual Andie McDoweell)-. Sin embargo, también percibirá algo que hasta entonces jamás se encontraba en su entorno; la hipocresía. Será algo representado en el atildado Lord Charles Esker (el siempre espléndido James Fox, en aquellos años encasillado en recrear aristócratas de turbias intenciones), con quien llegará a propiciar un enfrentamiento que este rechazará temeroso.
Primitivismo y tradición, amor e instinto, progreso e hipocresía. Todos ellos serán elementos que serán entremezclados en esta superproducciones a la que, como antes señalaba, le sobra algo de metraje –revisten cierta complacencia las secuencias desarrolladas en la selva-, aunque justo es reconocer que en otros momentos el uso de la elipsis devenga oportuno, como lo sea la contención en el esteticismo de su conjunto, logrando algunas imágenes de gran belleza, sin por ello recaer en el umbral de la complacencia visual. En no pocos instantes, Hugh Hudson alcanza una cierta autenticidad a la hora de plasmar sentimientos y decepciones, fundamentalmente tamizados a través de la figura de su protagonista, conformando una visión en la que destila una mirada bastante desoladora sobre la inutilidad en la evolución de la condición humana. Quizá sea un sendero en el que su director no quiso incurrir con la debida profundidad, estando más preocupado por ofrecer un espectáculo que por momentos siguiera la estela del cine de David Lean –que en aquel mismo año nos proporcionó su obra maestra A PASSAGE TO INDIA (Pasaje a la india, 1983)-, o emular en los pasajes donde los primates tienen especial protagonismo en la selva, los momentos iniciales del 2001 (1968) de Kubrick. Sea como fuera, lo cierto es que con todos sus altibajos, GREYSTOKE se mantiene con atractivo con el paso del tiempo, quizá sobre todo por un tercio final en donde todo el conflicto emocional de su protagonista se plantea con tanta fuerza visual como hondura en su desarrollo. Será algo que tendrá especial significación en la secuencia de la muerte del abuelo en un inesperado retorno de este a la infancia, tras una fiesta navideña en la que exterioriza su felicidad con el retorno de ese nieto que nunca había esperado, y en el que desde el primer momento simbolizará su hijo ausente, o la elección final de John de abandonar su mundo de comodidades y volver al que en realidad le dio vida y en el que descubrió su existencia. Fragmento final emotivo pero al mismo tiempo lógico, en una película que en su momento no atendió a las expectativas generadas, pero a las que el transcurrir de tres décadas ha sentado relativamente bien.
Calificación: 2’5
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