LE RAGAZZE DI PIAZZA DI SPAGNA (1952, Luciano Emmer) Tres enamoradas
Si intentamos ser sintéticos, podríamos definir LE RAGAZZE DI PIAZZA DI SPAGNA (Tres enamoradas, 1952. Luciano Emmer) como uno de los exponentes iniciales del denominado “neorrealismo rosa”, que pocos años después tendría numerosos exponentes en cintas realizadas por nombres como Luigi Comencini, para populares magiorattas como Gina Lollobrigida o Sofía Loren, entre otras. En cualquier caso, hay que señalar que se mantiene una considerable distancia cualitativa entre el título que comentamos y –por citar ejemplos característicos-, los poco estimulantes PAN, AMOR Y… que poblaron las carteleras italianas. No era, sin embargo, la primera ocasión en la que Emmer trazaba un relato coral, a partir de las experiencias de diversos personajes imbricados en una misma base dramática. Fue algo que trasladó al cine italiano con DOMENICA D’AGOSTO (1950), abriendo una corriente que tendría en la producción de dicho país una enorme continuidad, a través de la forma de episodios más o menos engarzados a través de un débil elemento argumental. No es este al caso, ya que la película marca en todo momento el retrato coral que se abre a partir de la evocación de un profesor de mediana edad (Giorgio Bassini), quien en tono nostálgico, y ante la recepción de la invitación a la próxima boda entre Marisa (Lucia Bosé) y Augusto (un jovencísimo Renato Salvatori), será invadido por una extraña melancolía, al entender que ello supondrá el fin de esos encuentros con tres de sus alumnas a las que siempre contemplaba en las escalinatas de la Plaza de España de Roma. La invocación a ese pasado reciente de las tres protagonistas –quizá un poco insistente y lastimera en los primeros compases-, irá acompañada por el punteado en off de sus características, entornos vitales y actividades. Ellas, además de Marisa, son Elena (Cosetta Greco) y Lucia (Liliana Bonfatti). Las dos últimas también en su búsqueda de novio, que la primera de ellas encontrará en un oscuro y canallesco oficinista –Alberto-, mientras que en Lucía se manifestará en un apuesto y juvenil jinete de escasa estatura, a quien precisamente dicha característica le retraerá para abrir sus sentimientos hacia él.
Ambas jóvenes trabajan en una fábrica textil, pero su secreta ambición es la de convertirse en modelos. A partir de ese punto de partida, uno de los grandes aciertos del film de Emmer, es el de saber transmitir al espectador la fisicidad de una Roma en la que conviven al mismo tiempo la impronta de una ciudad siempre abierta al turismo, un empuje de progreso una vez dejado atrás la impronta de la II Guerrra Mundial y el Ventenno Nero fascista y, al mismo tiempo, esa personalidad obrera, populachera, parlanchina y temperamental, que se manifestará sobre todo en el ámbito familiar de Marisa y Lucia. Todo ello se combinará con especial habilidad y, en no pocos instantes, con auténtica inspiración, en un relato colectivo que tiene la virtud de ir de menos a más, enganchando poco a poco al espectador a través de pequeñas pinceladas que irán abriéndonos al conocimiento y, obvio el señalarlo, al crecimiento de estas muchachas que se verán abocadas a una forzada madurez, en una Roma que junto a ellas se ve impelida a un necesario crecimiento y progreso, sin que ello lleve aparejada la renuncia a una personalidad única.
Dotada de un notable sentido del ritmo, lo cierto es que esa ligereza no impide que en su trazado de incorporen cargas de profundidad. Aspectos como la alienación de un trabajo que apenas es considerado más que un necesario sustento. Que incluso no llevan a sus subsidiarios a llevar una vida digna –ese escaso sueldo que recibe Alberto, que buscará en Elena la oportunidad de encontrar una vivienda digna, tal y como atinadamente señalará la voz en off del profesor-, la aglomeración en las viviendas humildes de familias de poblada composición. Las carencias vitales que, disimuladas dentro de un modo de vida en el que la familiaridad encierra no poca vulgaridad, comprenderán un estado existencial en donde lo tragicómico se da de la mano en más ocasiones de las deseadas. Y es precisamente en dicha circunstancia, donde a mi modo de ver se encuentra el aspecto más brillante de esta mirada en torno a la Roma popular de principios de los cincuenta. La capacidad del realizador se muestra en no pocos instantes, como ese impagable contraste tragicómico, que nos permite en apenas unos instantes ser testigos del dolor de los jóvenes por el intento de suicidio de Elena, traumatizada al descubrir el engaño de Alberto, hasta describirnos las hilarantes exageraciones marcadas por los vecinos del barrio popular en que se pone en boca de ellos una exagerada reacción de Augusto ante determinados disgustos con Marisa.
Esa mirada que oscila entre lo distanciado y lo entrañable, permite a Luciano Emmer mostrarse divertido ante los ridículos intentos del joven jinete por crecer en su estatura –ahí es nada, mostrarlo con un extraño artefacto que más bien parece una sofisticada horca- o sensible, al describir ese intento de una segunda oportunidad para la madre de Elena –Rosa (Leda Gloria)- de casarse de nuevo, en esta ocasión con un veterano inspector de autobús –Vittorio (Eduardo de Filippo)-, que se conocieron precisamente cuando ambos acudían al cementerio para honrar a sus respectivas parejas muertas. Será este sin duda el episodio más delicado del relato, ayudado por la extraordinaria performance de ambos intérpretes, el tempo que el realizador concede a la pudorosa reacción de Rosa cuando Vittorio le brinda el deseo de casarse, quizá como medio para que ambos abandonen su soledad. Será un episodio magnífico, quizá el epicentro dramático de esta atractiva película, que tendrá su instante más memorable cuando la hija logre unir de nuevo a estas dos personas condenadas a vivir juntas el resto de sus vidas, en un momento en el que las miradas de ambos –sobre todo el gesto de de Filippo-, apele a una hondura en la dignidad de sus sentimientos.
LE RAGAZZE DI PIAZZA DI SPAGNA culminará una vez comprobemos como se encauzan las aventuras de juventud de nuestras tres protagonistas –una de las cuales será el encuentro de Elena con un joven y emprendedor taxista, encarnado por un jovencísimo Marcello Mastroianni-. El flashback que ha descrito la casi totalidad del metraje volverá a tiempo presente y, con el, la nostalgia invadirá los comentarios finales de ese profesor que, ya jamás podrá divertirse con la contemplación y la escucha de la andadura de esas tres alumnas suyas. En definitiva, con ellas desaparece quizá un pedazo de juventud ya perdida. Todo ello, en esta mirada en voz baja. En este mosaico de aparente corto alcance, que se muestra sin embargo revestido de no poca autenticidad. Autenticidad en sus marcos, en la tipología humana descrita, dentro de una ciudad por siempre dominada por los excesos y los contrastes.
Calificación: 3
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