PARIGI È SEMPRE PARIGI (1951, Luciano Emmer) París, siempre París
Cuando en 1951 el polifacético realizador milanés Luciano Emmer asume la dirección de la coproducción francoitaliana PARIGI È SEMPRE PARIGI (París, siempre París) lo cierto es que ya atesoraba a sus espaldas un considerable prestigio como documentalista, al tiempo que ya había probado sus armas dentro de unos largometrajes caracterizados por retratos corales -iniciados con DOMENICA DE AGOSTO (1950)- en los que destacaba su capacidad de observación, en medio de historias sencillas y en ocasiones escoradas a un romanticismo emanado del denominado ‘neorrealismo rosa’. Será una fórmula que prolongará en algunas otras producciones, y que en el título que nos ocupa adquirirá un mayor matiz de comedia, al centrar su base argumental en la sencilla peripecia de un grupo de italianos que viajan hasta París para asistir a un disputado partido de fútbol entre las selecciones de Francia e Italia. Todo ello conformará la sencilla premisa articulada por hasta seis guionistas -entre los que se encuentran el propio realizador y el prestigioso Ennio Flaiano-, que tendrá su inicio con la llegada de esa dispar galería de personajes, centrada esencialmente en la familia que encabeza el bonachón Andrea De Angelis (impagable Aldo Fabrizi) y su oronda esposa Elvira (esplendida Ave Ninchi) acompañados de su joven hija Mimi (Lucía Bosé) y el prometido de esta -Marcello (Marcello Mastroianni)- ambos protagonizando incesantes discusiones. Junto a ellos llegarán otros personajes, como el joven y enamoradizo Franco (un espléndido Franco Interlenghi), quien establecerá casi un amor a primera vista con la dependienta de un kiosko, lo que proporcionará una entrañable e incipiente historia de amor, en la que quizá se encuentren los pasajes más sinceros del relato. También seguiremos a un par de pobres diables deseosos de vivir algún ligue con alguna francesa, un acomodado y elegante caballero empeñado también en ello, o los contantes intentos del estafador Raffaelle d’Amore (Giuseppe Porelli) decidido a llevar por la calle de la amargura al pobre Andrea, al objeto de llevarle a unas supuestas aventuras nocturnas que irán fracasando una tras otra.
PARIGI È SEMPRE PARIGI se inicia de manera festiva y, también, con escaso fuste. En más minutos de los deseables tenemos la impresión de asistir a una comedia bufa, un inicio donde los problemas cotidianos o esa búsqueda de la aventura sexual en la capital francesa aparece en primer plano, casi avanzando una de las corrientes más temibles de la comedia italiana. Por fortuna, también ya desde esos primeros minutos tres de las cualidades que se irán asentando en sus imágenes. Por un lado, la capacidad de observación aportada por el propio Emmer, a lo que ayudará no poco la física y oscura impronta brindada por la iluminación en blanco y negro del gran Henri Alekan, la creciente implicación de todos sus intérpretes y, en un lugar más secundario, la partitura compuesta al alimón por Joseph Kosma y Roman Vlad. Con todos estos mimbres, esa patina inicial de cierta superficialidad o incluso de inclinación hacia la comedia gruesa, poco a poco irá modificándose, al alcanzar Emmer una peculiar ronde de sentimientos, bien entrelazada y en el que una inicial mirada festiva -es impagable esa imagen de los tres picaros que mal ganan la se teñirá de una mixtura de alcance entre sombrío y ligado a una depuración de sentimientos. Así pues, este breve traslado de la pequeña fauna para asistir a un cotizado partido de fútbol -cuya celebración devendrá irrelevante en su desarrollo argumental- poco a poco irá dando paso a un inesperado -y fugaz- periodo de reflexión, en unos seres de diferentes edades y generaciones, que intentarán escapar -infructuosamente- a las rutinas y convenciones que dominan sus vidas.
En ese sentido, hay que reconocer que, dentro de su limitado alcance, PARIGI È SEMPRE PARIGI logra de manera creciente resaltar esa mirada sombría y, al mismo tiempo, comprensiva, en torno a la realidad de la fauna humana que puebla su argumento. Para ello articulará una mirada en la que no faltará la ironía -ese ya casi maduro latín lover que pretenderá los favores de Mimi, viéndose arrastrado en una frustrada táctica de conquista que le costará constantes gastos-, aunque de manera paulatina se vea inclinada a un ámbito dominado por el desencanto, que conectaría a una escala más primitiva, con posteriores y cercanos logros como I VITELLONI (Los inútiles, 1953. Federico Fellini). Y es que sobre todo en su segunda mitad, que coincidirá con los devaneos nocturnos de sus personajes, el film de Emmer desciende por la pendiente de una cierta severidad al describir pasajes como ese inesperado -y finalmente frustrado- cambio de look de Elvira, al someterse de manera inocente al reclamo de un esteticista. Más hondura revestirá -dentro de una sorda ironía- la explicación de su marido para ausentarse durante la noche al ponerle toda clase de excusas para que ella no le acompañe, y con las advertencias resignadas de esta -en unos instantes donde el alcance satírico y la desesperanza se dará de la mano de manera armónica-. O, como no podrá ser de otra manera, la sucesión de calamitosos episodios que el bonachón Andrea y sus dos amigos vivirán de la mano del avispado -y, en el fondo, patético- d’Amore, descritos en unas secuencias nocturnas de exteriores e interiores desprovistas del más mínimo glamour. En ese sentido, y contrariando lo que podría suponer una mirada sobre la vida parisina -solo se encuentra en este sentido una breve secuencia en la Torre Eiffel-, el penoso recorrido de Andrea y sugerido por Raffaelle aparece de manera decidida como un singular y alternativo vía crucis, nada halagador sobre esa otra París, que no esconde garitos de dudosa moralidad, o rincones en donde la amenaza se encuentra bien presente en sus imágenes. Y será como conclusión de esa frustrada velada nocturna, cuando aparezcan los que quizá resulten los momentos más perdurables de la película. La visita de Andrea (magnífico Fabrizi en esos momentos) a la triste habitación donde vive casi en la miseria Raffaele, mostrando un cierto grado de comprensión ante las situaciones a las que le ha embarcado durante la noche, y encontrándose con este -embutido en su gigantesca botella de champañ que pasea publicitariamente- en medio de la humedad de una calle desvencijada, en los instantes más duros y al mismo tiempo humanos de la película.
Pese a esa generalizada mirada poco halagadora, PARIGI È SEMPRE PARIGI propiciará una llamada a la esperanza marcada entre Franco y la joven dependienta Christine (Hélène Rémy) representando en ellos otra manera de ver el mundo, en la que la distancia física que se establece entre ellos, no sea inconveniente para el desarrollo de la pasión que se ha forjado casi de un día a otro.
Calificación: 2´5
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