PRINCE AVALANCHE (2013, David Gordon Green)
Si tuviera que definir en pocas palabras la inclasificable –y fascinante- PRINCE AVALANCHE (2013, David Gordon Green), no dudaría en hacerlo como la extraña aventura de unos modernos Laurel & Hardy, combinados en un argumento salido de la pluma de Samuel Beckett, y envuelto en los ropajes de una propuesta que bordea el surrealismo colorista. Es la primera ocasión que tengo, de contemplar uno de los títulos que forjan lo no demasiado extensa –aunque sí controvertida- filmografía de uno de los puntales del cine independiente norteamericano. Lo cierto y verdad, es que esta nueva versión del film islandés EITHER WAY (2011, Hafsteinn Gunnar Sigurösson), no solo me ha parecido una propuesta entrañable y subyugante a partes iguales, sino que se la puede destacar como una de las mejores películas estrenadas –en círculos muy minoritarios- en Estados Unidos en 2013. Ganadora del Oso de Plata el mejor director del Festival de Cine de Berlín de dicho año –donde se le escapó el por todos anunciado premio ex-aequo de interpretación a sus protagonistas, PRINCE AVALANCHE puede ser degustada bajo diferentes perspectivas. Bien sea a través de su digresión sobre la fuerza y la magia de la naturaleza, o por el contraste marcado en la descripción y enfrentamiento de sus dos protagonistas –y casi únicos personajes-. Puede ser valorada como comedia iconoclasta no carente de ternura, o también como mirada entrañable a unos seres que pueden resultarnos estrafalarios y ajenos, pero en los que poco a poco iremos no solo viendo que se reflejan individuos que conocemos, sino en última instancia un poco de nosotros mismos.
Más allá de cualquier digresión, lo cierto es nos encontramos ante una película que propone al espectador una experiencia casi límite. En realidad lo que cuenta no es especialmente interesante. Sin embargo, nos atrapa y hechiza. Esos dos pobres diablos, Alvin (Paul Rudd) y su cuñado Lance (Emile Hirsch), nos son descritos después de una hipnótica demostración visual del tremendo incendio que asolará una enorme extensión boscosa. Con apenas unas imágenes, Green trasladará al espectador una aterradora y al mismo tiempo subyugante metáfora que une el devastador incendio con la plasmación de esa naturaleza que se resiste a perecer a consecuencia del mismo, y que es mimada por la cámara del realizador por medio de esos casi pictóricos encuadres en pantalla ancha de unas masas boscosas que, en realidad, se erigirán como auténticos protagonistas del relato –ayudado para ello por el luminoso cromatismo brindado por la fotografía del operador habitual del director, Tim Orr-. No pocos han comparado el film que nos ocupa con el no menos magnífico GERRY (2002. Gus van Sant), y no es baladí dicha semejanza, por más que en esta ocasión el alcance telúrico de la película aparezca como uno de sus elementos más relevantes. Y en medio de un ámbito físico tan marcado y revestido de belleza como este, seguiremos la andadura de estos personajes que parecen salidos de un cartoon o en un slapstick silente protagonizado por los ya citados Laurel & Hardy o el mismo Búster Keaton.
Alvin es un hombre que ya se acerca a la madurez, caracterizado por su rectitud, su carácter introvertido, y su rectitud en el trabajo que desempeña junto a su cuñado, reparando las señales pintadas en el asfalto de la interminable carretera que surca el paraje. Mantiene a través de contacto epistolar, una relación con la hermana de Lance, a la que escribe constantemente e incluso envía dinero. Alvin disfruta de la soledad, extrayendo de ella su capacidad para la reflexión. En su oposición, su cuñado es lo que podríamos señalar un tarambana. Alvin en realidad lo ha empleado por ser hermano de quien es. Lance solo piensa en ligar y en tener juergas con mujeres llegado el fin de semana. No cabe duda que Green utiliza el chirriante contraste de estos dos seres diametralmente opuestos, como elemento tragicómico a desarrollar, en el imponente marco de Austin donde se rodó esta obra pequeña, personal y de escaso presupuesto, que de manera sorprendente prende en el espectador a través de los comentarios que casi podrían ser inexistentes. Y lo podrían, ya que PRINCE AVALANCHE es una propuesta esencialmente visual, y que precisamente en esa querencia por la magia de sus elecciones formales –incluso cuando en ella se encuentra una determinada y ajustada presencia de la cámara lenta-, consiguen transmitir al espectador unas sensaciones cercanas, partiendo de premisas que de entrada pueden parecer tan extrañas a nuestro modo de vida. Pese a su aparente lejanía, podríamos encontrar equivalentes a Alvin y Lance en nuestro entorno con facilidad. Son dos seres que oponen su mundo interior con la ausencia de todo objetivo vital, y que en el transcurso de esta singladura en apariencia carente de argumento, nos propondrán una transmisión de experiencia. Una comunión de personalidades, que finalmente logrará complementar a esos dos trabajadores que hemos visto en los primeros fotogramas del film apenas tienen margen de comunicación.
Para llegar a esa evolución, David Gordon Green nos mostrará a sus dos criaturas enfadándose, provocándose uno a otro, mostrándonoslos a solas –en especial al siempre reflexivo Alvin-, e insertando una serie de fugas que en la pantalla adquieren un carácter casi féerico, merced al tratamiento que el director brinda a través de sus siempre cuidadas imágenes. Son momentos como esa visita de Alvin a las cenizas de una casa, en donde una fantasmagórica anciana intenta buscar su licencia de vuelo, y donde un eminente Paul Rudd demuestra con más pertinencia que nunca –la secuencia en la que simular entrar en una casa que se encuentra destruida por completo- ser el heredero natural de los grandes embajadores del arte de la pantomima -¿Para cuando esa película sobre la vida de Stan Laurel que debería levantar cualquier cineasta o productor en torno a este gran actor?-, la aparición de unas palomas del interior del vehículo que tripulan los dos trabajadores, el baño que Lance realiza en un lago, hundiéndose en el mismo con botas de agua, ese plano que nos muestra una oruga discurrir casi como en una metáfora sobre el paso del tiempo…
Son muchos los elementos que hacen de PRINCE AVALANCHE una experiencia para ser degustada por paladares exigentes. Amantes de un cine que no se detenga solo en el seguimiento de una premisa argumental y, por el contrario, prefiera arriesgar para describir emociones y sensaciones. Que sepa percibir las frustraciones de dos pobres diablos que, en el fondo, solo desean tener algo de comprensión en sus vidas. Será algo que quizá, y cuando culminen los fotogramas de esta película provista de una extraña belleza, puedan vivir en carne propia nuestros protagonistas. Uno ejerciendo como inesperado padre de una mujer madura, y otro abandonando esa personalidad introvertida que le ha hecho perder ¡por carta! a su novia. Ahondando en detalles cercanos al surrealismo –ese rótulo que describe los sentimientos amorosos de Alvin, el personaje del viejo camionero, la fantasmal figura de la anciana que aparecerá de manera inesperada…-, el film de Green aparece como una pequeña gema. Una película pequeña en la que se percibe que todos cuantos en ella intervinieron lo hicieron con especial cariño. Es algo que marca desde la química existente entre un Emile Hirsch y, sobre todo, un Paul Rudd en estado de gracia, la fuerza pictórica de su puesta en escena, la comunión que se ofrece con la música de David Wingo y Explosions in the Sky, la destreza de una cámara en pantalla ancha que engrandece todo lo que encuadra, por muy humilde que esto sea. En definitiva, nos encontramos ante lo que casi podría ser una gran película, dominada por un conjunto de pequeñas cosas. Una acumulación de gestos y miradas, de pequeños ritos, que conforman un título atrevido, entrañable, y sobre todo, revestido de una extraña aura de humanidad.
Calificación: 3’5
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