CLUB HAVANA (1945, Edgar G. Ulmer)
En su delirante entrevista con Peter Bogdanovich, al hablar de CLUB HAVANA (1945), señalaba Edgar G. Ulmer que con ella había realizado un film neorrealista. Más pertinente resultaba la puntualización de que con esta –siempre modesta- producción de la PRC de poco más de una hora de duración, el director de DETOUR (1945), había rodado su propio GRAND HOTEL (Gran hotel, 1932. Edmund Goulding). No puede decirse, que por más que en su momento el film de Goulding alcanzara el Oscar a la mejor película de su año, estemos hablando de un referente memorable, aunque si conocido a nivel popular. Máxime cuando al hablar del cine de Ulmer siempre hay que referirse a las fronteras del “Cinema Bis”, en las que el gran cineasta tuvo que desarrollar la mayor parte de su obra, con presupuesto casi increíbles de puro ascéticos, lindantes en no pocas ocasiones con la serie Z, y sabiendo casi en todo momento remontar dichas cortapisas. Todo ello, para intentar ofrecer productos llenos de interés y, ante todo, revestidos de esa singularidad que el cineasta aplicó a todas sus películas, por más peregrinos y alejados a sus supuestos intereses que estos pudieran parecer.
En este sentido, hay que reconocer que de entrada la premisa de CLUB HAVANA se alejaba bastante de ese aspecto sombrío que podría caracterizar su cine. Pero el personalísimo cineasta que contra todo pronóstico dio en la diana en su aportación en la comedia, o llegó a poner en práctica títulos que posiblemente muchos otros cineastas ni hubieran asumido, era previsible que supiera como traspasar las convenciones de este melodrama coral, centrado en el ámbito de un lujoso restaurante con atracciones musicales de corte tropical, convirtiéndolo en uno más de esos cuentos morales que recreaba en cuantas obras asumía como director. En esta ocasión, y bajo el ámbito de una escenografía más o menos lujosa –fruto probablemente del decorado de alguna otra película-, sirve para que Ulmer combine la inclusión de algunas canciones y números musicales, en torno a los cuales conoceremos la andadura de una serie de personajes, que al través del director aparecerán como un auténtico microcosmos. De nuevo –como en la posterior RUTHLESS (1948)-, pondrá en practica su capacidad para la rápida descripción de caracteres, los relacionará de diversas maneras para que todos ellos tengan un nexo de unión, formando una hipotética cadena de contacto, y permitiendo que cada uno de ellos aparezca con una tipología complementaria a la de quien se encuentra a pocos metros de él en el recinto del café.
Así pues, casi en forma de pequeños episodios, veremos la humillación a la que se someterá un maduro y arruinado “gigolo” –encarnado por Paul Cavannagh-, simulando ofrecer a una chirriante viuda millonaria su participación en unos negocios ficticios, y recibiendo de esta la propuesta de matrimonio para servir de compañero para matar su aburrimiento. En la función se encontrará presente un gangster que ha sido dejado en libertad sin cargos de un supuesto asesinato, ya que ha presentado una coartada, que podría ser desmontada por un joven pianista, compañero de una de las cantantes del club. Veremos también a una mujer de mediana edad que será repudiada por su amante, y que se derrumbará llevando a la práctica un intento de suicidio… Presenciaremos como las gastaba Tom Neal, encarnando a un doctor que realiza en el club su cita con una joven que ha conocido recientemente, poco antes de protagonizar su título de gloria –el ya citado DETOUR-… Y todo ello, como antes señalaba, con un notable sentido del ritmo, sabiendo hacer un excelente uso de la dirección artística disponible, extrayendo también no poco aprovechamiento del juego de sombras, la incorporación de los interludios musicales –pese a que dentro de este mismo subgénero, la posterior CARNEGGIE HALL (1947) resulte muy superior-, el sentido del humor que aflorará en ocasiones -la manera con la que se describen a los tres hijos de la millonaria viuda, los comentarios irónico del maitre y los camareros-.
Todo ello comporta un producto que incluso llega a sorprender por lo insólito, erigiéndose casi como un inesperado precedente “en pobre”, de conocidas producciones europeas como LA RONDE (1950) o, sobre todo, LOLA MONTES (1955), ambos de Max Ophuls. Hay lugar para arrebatos criminales –la terrible muerte / sacrificio de la amante oculta del gangster, por medio de un disparo cuando el pistolero de este va a acribillar al pianista-, intentos de asesinatos, reconciliaciones o redenciones. Una vez más, Ulmer se las ingenia para insuflar con su genuino talento cinematográfico, una producción de cortos vuelos que en manos de cualquier otro director ni siquiera hubiera llegado a ser completado. Ello no nos impide reconocer que nos encontramos ante uno de los exponentes menos valiosos de ese apasionante periodo de la andadura del director –su mítico paso por la no menos mítica PRC-. Por una vez en su carrera, la escasa duración impide al realizador saber extraer o describir con mayor intensidad el conjunto de subtramas dispuestos la película. Es decir, que en esta ocasión, su director pecó quizá de exceso de ambición en su premisa, impidiendo ello que CLUB HAVANA llegue a alcanzar la intensidad que caracterizó el conjunto de su aportación cinematográfica dentro del seno de la Producers Releasing Corporation. Dicho esto, nadie como él, con los materiales de que dispuso, permite que siete décadas después de ser filmada, con esa carencia de medios que con todo disimuló, esta sencilla producción siga manteniendo ese cierto hechizo. Un hechizo que se destila en los movimientos de cámara, en las composiciones visuales, en sus sombras. En la manera con la que ese maestro casi a pesar suyo que fue Edgar G. Ulmer, sabía incorporar a sus películas, de un fondo moral. Es decir, de esa mirada sobre la condición humana, que acompañó su cine hasta el fin de su carrera.
Calificación: 2’5
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Alfredo Alonso -