THE LOVE PARADE (1929, Ernst Lubitsch) El desfile del amor
Pocos son los títulos que hasta la fecha he podido contemplar del periodo silente de Ernst Lubitsch, pero la sola presencia en las postrimerías del mismo de la extraordinaria THE STUDENT PRINCE IN OLD HEIDELBERG (El príncipe estudiante, 1927), una de sus mejores obras, bastaría para confirmarlo como un cineasta conocedor de los mejores resortes fílmicos en aquel momento clave para la historia del cine. Sin embargo, y pese a la popularidad que alberga –basada quizá más en la impronta musical que adquiere, que en la propia firma de Lubitsch-, acceder a THE LOVE PARADE (El desfile del amor, 1929), demuestra cierta regresión en el aporte de un director ya forjado en una personalidad definida, que quizá con la llegada del sonoro se estancó de manera relativa al debutar en esta nueva vertiente cinematográfica con la adaptación de una opereta, originaria de Leon Xanrof y Jules Cancel. Sería un ámbito en el que Lubitsch reincidiría hasta en cuatro ocasiones más, demostrando con dicha insistencia un creciente dominio y subversión de las limitaciones que planteaba un ámbito tan proclive al exceso kistch. No obstante, esa querencia se hará notar, más allá de lo debido, en esta su primera aportación al mismo, hasta el punto que en no pocos momentos, el servilismo a las convenciones de una vertiente tan caduca como la señalada, lastrarán parcialmente los logros –que aparecen, que duda cabe- en la película.
Amparada bajo el cuidado y elegante look de la Paramount, THE LOVE PARADE se inicia con una secuencia magnífica, llena de ironía y digna de figurar entre los grandes momentos legados por un director, que tenía además la oportuna costumbre, de abrir sus películas con una breve secuencia que atrajera de inmediato el interés del espectador. En esta ocasión nos encontramos en la habitación de un elegante hotel ubicado en Paris. Allí, con la inveterada complicidad de una puerta y el off narrativo, asistiremos al enfrentamiento –debido a disputas amorosas- entre el conde Alfred Rennard (Maurice Chevalier) y una de sus ocasionales amantes-. La salida y entrada de ambos, lo chispeante y equívoco de sus diálogos, la inoportuna presencia de una liga, y la aparición del iracundo marido de esta, tendrá una inesperada salida con un fortuito asesinato que no será tal, sirviendo el breve fragmento además, para definir con certeza la condición de conquistador de Rennard. Este es agregado militar de Sylvania destinado en Francia, y será desterrado de allí por un veterano diplomático, que también ha sido una de las víctimas de las conquistas del apuesto conde, en la persona de su esposa.
Ayudado por la utilización de un tempo narrativo que parece por momento asumido del slowburn, Lubitsch construye con agudeza estas secuencias en las que las conexiones con el slapstick son evidentes, erigiéndose estas como los instantes más atractivos del conjunto. Es un ámbito que se extenderá al mostrar el entorno que rodea a Sylvania –impagable esa presencia de turistas que solo miran al palacio real cuando les comentan su coste en millones de dólares-, con una corte y un gobierno caracterizado por su incompetencia. Es un contexto en el que la reina Louise (Jeannette McDonald), solo piensa en olvidarse de las insistentes advertencias que le hablan de su única obligación real; encontrar esposo. Lubitsch se mostrará divertido a la hora de aportar pullas en ese aspecto, no solo en el entorno de su corte de honor, sino en el de su propio gabinete. La presencia de Rennard supondrá para la monarca, la ocasión para encontrar un hombre que acepte ocupar un papel secundario y sumiso en las estrechas mentes allí existentes. Sin embargo, y pese a que en apariencia el amor ha nacido entre ellos, lo cierto es que tras convertirse en príncipe consorte muy pronto hará visible su hastío, mostrando una inicial rebelión contra su consorte, poniéndola en evidencia dentro del rígido protocolo asumido por ambos, y decidiendo plantearle el divorcio.
Ni que decir tiene, que el visionado de THE LOVE PARADE proporciona no pocos elementos de interés. Se aprecia el interés del realizador por proporcionar al conjunto una patina de ironía y puro sentido del humor, que en ocasiones llegan a bordear la frontera del ya señalado slapstick. Esas carreras de Rennard y Luoise por las grandes escaleras del palacio, el recurso al enfrentamiento de los criados de ambos en el momento en que sus amos se enfrentan –y, con ellos, los perros de los dos esposos-, los toques absurdos que adquiere el comportamiento de los caducos gobernantes, esos espectadores que aplaudirán de manera inesperada a Rennard cuando este acuda ya sin esperársele, al palco de la ópera. Episodios tan divertidos como el que se desarrolla antes de la ceremonia de esponsal entre ambos, con la aparición de diversos rasgos que harán intuir a Rennard en la mala suerte de la conversión en esposo –y nos permitirá un impagable “cameo” del gran Ben Turpin, haciendo de mayordomo bizco-, son detalles que provocan la ironía y la sonrisa, en un relato que, en última instancia, se define como una muestra repentina de la denominada “guerra de los sexos”, aunque mostrando en ella un prisma especial, ya que lo que se dirime es la rebelión del macho sobre el dominio de la hembra.
Curiosa perspectiva que proporciona un elemento de singularidad a una película que pese a su considerable diseño de producción –aunque quizá dicha circunstancia haya que ubicarla en el debe del resultado-, no deja de resentirse del excesivo respeto al original escénico del que procede. Si bien es cierto que Lubitsch iría desmarcándose de los mismos en posteriores incursiones en el subgénero, en esta no se distancia lo suficiente de los convencionalismos kitsch de no pocos de sus episodios, de sus convenciones escénicas, o de la excesiva recurrencia a un intérprete cargante como Maurice Chevalier y su molestísimo repertorio de sonrisas –otra cuestión es la naturalidad que desprende su oponente femenina, Jeannette McDonald-. Pese a esas constantes fugas humorísticas, hay que admitir que Lubitsch no es capaz aquí de evadirse de una serie de convenciones que lastran el conjunto, hasta tal punto que por momentos se tiene el deseo de que entren en sus imágenes aquellos célebres y belicosos Marx Brothers de DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933. Leo McCarey). Creo que con ello queda dicho todo.
Calificación: 2’5
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