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CINEMA DE PERRA GORDA

STRANGE INTERLUDE (1932, Robert Z. Leonard)

STRANGE INTERLUDE (1932, Robert Z. Leonard)

Pocos años antes de recibir uno de los más incomprensibles y pintorescos Oscars al mejor director otorgados en el periodo clásico de Holywood –por THE GREAT ZIEGFRELD (El gran Ziegfreld, 1936)-, Robert Z. Leonard filmaba en 1932 uno de sus numerosos walkies, al amparo de la Metro Goldwyn Mayer, estudio en el desarrolló su carrera durante muchos años, convirtiéndose en uno de sus directores más serviles. Asumió nada menos que la traslación cinematográfica de una obra de gran duración y notable éxito previo en Broadway, titulada STRANGE INTERLUDE (Extraño intervalo, 1932). De entrada, justo es reconocer que aquí y allá, en las pulcras y polvorientas imágenes de la película, se puede encontrar algo del desasosiego y mundo existencial emanada de la literatura de O’Neill. Sin embargo, esa percepción aparece muy de tarde en tarde, ahogado en una propuesta apelmazada por su férrea dependencia teatral.

La película ofrece la triste andadura vital de Nina (Norma Shearer), una joven que ha enviudado de Gordon en plena juventud, sintiéndose sola y al amparo de su posesivo padre, que en el fondo nunca vio con buenos ojos dicho matrimonio. A dicha desaparición se le sumará la del citado progenitor, no percibiendo la muchacha el incesante cortejo marcado por el extraño e intrigante Charlie (Ralph Morgan). El encuentro de Nina con dos doctores, posibilitará el inicio de una relación con el joven e idealista Sam Evans (Alexander Kirkland), con el que finalmente se casará. Lo que predisponía a una relación sincera llena de vitalismo, pronto se tornará una elección sombría, al conocer de parte de la madre de su esposo (la excelente May Robson), la existencia de un familiar encerrado en la casa de su suegra por locura –y sin que su hijo tenga noticias de ello-, rogándole que no tenga descendencia, con riesgo de que los pequeños hereden esa supuesta plaga familiar. Sin embargo, la anciana quedará en la duda de si será conveniente esa drástica decisión, dejando a su nuera en la libertad de elegir. La noticia será todo un mazazo para Nina, aunque finalmente, de acuerdo con el amigo y compañero de su esposo –Ned Darrell (Clark Gable)-, decidan entre ambos evitar la infelicidad de este, dejando la deseada descendencia, sin que Sam conozca el auténtico origen en la gestación del pequeño Gordon –así llamado en recuerdo de su primer esposo-, ausentándose Ned de la vida de la pareja, aunque en él y en ella anide el germen de un amor que no se atreven a expresar y anunciar, por el temor de hacer daño a Sam, un hombre amable pero sin personalidad, que a partir de entonces sin embargo logrará enderezar su vida profesional y la riqueza de la familia. No por ello la relación con su esposa se consolidará. Ni siquiera la llegada y el crecimiento del pequeño, consolidará una familia basada en las apariencias, y en la que su esposa nunca dejará de añorar a Ned, aunque solo lo vea en ocasiones, y aunque el propio niño desprecie al que en realidad es su padre, al observar que entre su madre y él hay una clara complicidad.

Más allá de la excesiva dependencia a la rigidez de los comienzos del sonoro, hay un elemento que proporciona a la película una extraña y molesta sensación, aunque en el momento de su estreno quizá se ofreciera como una novedad –un poco lo que sucedería bastantes años después con LADY IN THE LAKE (La dama del lago, 1947. Robert Montgomery), con su obsesiva presencia de la narración desde el punto de vista del protagonista. En esta ocasión, la supuesta innovación residió en trasladar a la pantalla, los breves pero constantes apartes que relataban el estado de ánimo y las observaciones interiores de sus personajes. Es algo que pronto devendrá molestísimo, acentuando y, por tanto, diluyendo por completo esa aura transgresora y pesimista que procedía de la obra que le sirviera de base. Así pues, lo que inicialmente se planteaba como una mirada devastadora en torno a la opresión social de la época, centrada en su protagonista, aparece en las manos de la Metro y su servil y poco inspirado Leonard, en un melodrama que nació anticuado en el momento de su estreno –nada más hay que comparar esta película con ONLY YESTERDAY (Parece que fue ayer, 1933. John M. Stahl), con la que comparte no pocos elementos de contacto-, y a la cual el paso de los años no ha hecho que acentuar esa antipática condición. Se trata de una argucia que en un momento dado puede resultar atractiva, pero que en su uso reiterado proporciona una serie de molestísimas interrupciones en las interpretaciones de los actores, hasta el punto de aparecer su discurrir narrativo como una torpe prolongación sonora de las técnicas interpretativas silentes –en no pocas ocasiones esos comentarios – reflexiones, parecen suplir la presencia de un subtítulo. Es algo que permite que la Shearer ofrezca un por momentos risible recital de mohines, pero que sobre todo permite la presencia de uno de los personajes más detestables del cine americano de su tiempo. Me refiero a ese maduro Charlie, un personaje dominado por la sombra de su madre, y que en todo momento se interfiere en la vida de Nina, intentando lograr de ella su favor, utilizando para ello no pocos recursos encaminados a manipularla. La mezquindad del mismo, ese oscuro perfil psicológico cercano al Complejo de Edipo, y la lamentable performance de Ralph Morgan, posibilitan la hostilidad que provoca aquellos momentos que aparece en el estático encuadre delimitado por Leonard. Créanme que son muchos. Demasiados.

En medio de una cómoda y previsible sucesión de secuencias, que se engarzan con rutinarios fundidos encadenados, en ocasiones la película parece despertarse, y alcanzar esa altura emocional que, por desgracia, aparece en muy contados momentos. Uno de ellos, quizá en el pasaje más vibrante del conjunto, se da cita en ese contrapicado que muestra a Nina junto a la que señala son los hombres de su vida –Sam, Ned y Charlie-. El encuadre funde a varios años después, en el cumpleaños de un Gordon ya convertido en mozalbete. Sobre el plano de la tarta con varias velas, la cámara encuadrará a una ya madura y canosa protagonista que, esta vez sí, relatará en su voz interior, el apercibimiento de convertirse en una mujer cercana a la vejez y, con ello, decir adiós a la aventura que pueda ofrecer su vida. Es quizá el ejemplo más logrado de efectividad en la recurrencia a un recurso escénico que, por desgracia, cansa y distancia por su abuso. Unamos a ello el posterior encuentro de Ned y su hijo, en donde un enfado inicial del muchacho, dará en un momento dado a un instante de especial sintonía entre padre e hijo, describiendo un destello de sentimiento de unión natural entre dos personas a las que les separa el manto de los convencionalismos y el resentimiento –el recelo de Gordon contra el que considera un rival de su supuesto padre-. Sinceramente, en muchas más ocasiones de las deseables, se tiene la sensación de que Leonard y la Metro, nos escamotean casi en todo momento, ese frustrante drama que se encuentra en la esencia de esa atormentada e infeliz Nina, y que apenas aflora en esta película caduca y olvidable, de la que el propio O’Neil renegó en el momento de su estreno.

Calificación: 1

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