CORRIDORS OF BLOOD (1958, Robert Day)
En no pocas ocasiones, un determinado prejuicio permite que títulos con un determinado grado de interés, queden de lado quizá por estar avalados con directores de posterior y probada mediocridad. El ejemplo de CORRIDORS OF BLOOD (1958) podría resultar paradigmático, en la medida que su valoración ha sido siempre muy menguada, quizá por venir avalada por la firma del británico Robert Day, artífice de una filmografía poco estimulante, que poco a poco le abocó a una destajista y olvidable producción televisiva. Es más, pesa bastante en Day, haber firmado la tediosa SHE (La diosa de fuego, 1965), al servicio de la escultural Ursula Andress, en el inicio de la decadencia de Hammer Films. No obstante, sin ser una gran película, pese a la clara circunstancia de asistir a un relato destinado al lucimiento de un ya veteranísimo Boris Karloff, nos encontramos con una película en absoluto desprovista de interés. Situada en el Londres de 1840, en realidad su base argumental se centra en los denodados esfuerzos realizador por el prestigioso dr. Bolton (Karloff), por alcanzar esa necesaria receta que permita el logro de una anestesia, destinada a aliviar el sufrimiento de cuantos en aquellos tiempos sufrían operaciones quirúrgicas. El comienzo de CORRIDORS OF BLOOD es atractivo, tras introducirnos en una mirada sombría, en torno a los bajos fondos de la ciudad y también a los métodos de la medicina de la época. Con un acusado sentido de lo angustioso, y utilizando el off para evitar contemplar secuencias escabrosas –al tiempo que permitiendo con ello que la tensión se eleve-, asistiremos a una de las operaciones de Bolton, ayudado por su hijo Jonathan (Francis Matthews, a punto de intervenir en la fisheriana THE REVENGE OF FRANKENSTEIN (1958))-. Una intervención contemplada por colegas y estudiantes a través del tradicional foro, y en el que el protagonista se lamentará de la inevitable agonía que ha de producir a los pacientes, algo que sus colegas estiman como algo casi inevitable. En el logro de dicho objetivo, al reputado galeno se introducirá en una serie de investigaciones, que le llevarán incluso a una fracasada prueba –el magnifico y breve episodio de la demostración con un paciente, que se despertará cuando este se encuentra a punto de operarle un forúnculo en el brazo- y, sobre todo, a una relación dependiente con los productos opiáceos que han de servir de base a sus intenciones científicas. Sin embargo, peor aún que ello aparecerá la extraña dependencia que manifestará a los moradores y partícipes de una siniestra taberna ubicada en el barrio de Seven Dials, proclives al crimen y comercio con cuerpos humanos. Un recinto comandado por el intimidador Black Ben (Francis De Wolff), y en el que destacará el aura criminal de Resurrection Joe (uno de los mejores roles de un Christopher Lee, a punto también de ofrecer el papel de su vida en HORROR OF DRACULA (Drácula, 1958. Terence Fisher)).
A partir del seguimiento de esta hasta cierto punto previsible premisa argumental, CORRIDORS OF BLOOD asume un cierto ropaje cercano al cine de terror, pero en realidad propone una mirada poco acostumbrada al entorno de la medicina de la Inglaterra del periodo victoriano. Un contexto, además, poco frecuentado en el cine –son escasas las aportaciones brindadas a dicho ámbito-. Si que es cierto que la misma se inserta –y la presencia de Karloff incide en ello- en una especie de continuidad a partir de la lejana en el tiempo THE BODY SNATCHER (1945, Robert Wise). La película de Robert Day adquiere en realidad su definitiva personalidad, en su capacidad para trasladar al espectador la atmósfera miserable y clasista del Londres del momento, en una descripción que por momentos parece haber salido de la mismísima pluma de Dickens. El contraste entre la hipocresía reinante en el entorno académico de la medicina, con las conspiraciones existentes entre sus profesionales, y la ruindad que preside el contexto de la taberna, en donde sus frecuentadores aparecen casi como auténticas bestias, y en las que no falta el último paciente de Bolton, un hombre al que amputo la parte inferior de la pierna, y al que una precipitada alta médica ha convertido en un auténtico mutante, aún con el semblante demudado por el trauma de la operación. Pese a lo previsible del relato, CORRIDORS OF BLOOD aparece como una película en la que importa mucho más el elemento descriptivo que la auténtica importancia de lo narrado. Al igual que acontecía en la posterior –esta sí, casi mitificada JACK THE RIPPER (1959), quizá por que sus realizadores Robert S. Baker y Monty Berman son en los últimos años, objeto de culto-, asistimos a una desesperanzada y embrutecida mirada sobre ese Londres de mitad del siglo XIX, en el que no se sabe si deviene más repulsivo; la cercanía con el crimen presente en los hombres y mujeres que frecuentan el tugurio, o la hipocresía emanada en el contexto colegiado de la medicina, en el que se encuentra Bolton, que no dudará en coaccionar todos sus intentos para lograr ese objetivo con el que, finalmente, perdurará su nombre. La presencia de un muy cansado Boris Karloff, le permite crean un medico cansado y hastiado, dominado por un encomiable sentido humanista –al margen de sus prácticas médicas, dedica parte de su tiempo a combatir las consecuencias de la terrible miseria existente-. Es por ello que CORRIDORS OF BLOOD jamás ha de verse –aunque se vendiera como un producto de dichas características- como una película de terror y sí, por el contrario, como el drama que vivirá un hombre de formación, en su lucha por combatir las lacras de la sociedad que le rodea. Cierto es que no apura a fondo en dichas posibilidades, pero ello no le limita en el alcance de su enunciado, en la vigorosa impronta que le proporciona tanto la magnifica fotografía en blanco y negro de Geoffrey Faithfull, o la propia dirección artística de Anthony Masters –que tiene incluso el acierto de insertar algunos forillos para describir los planos generales de Seven Dials, que proporcionan un aspecto entre pictórico y fantasmal a dichos instantes-, configuran una propuesta centrada en su servilismo como vehículo para Karloff, pero que dentro de su limitado alcance, no aparece en absoluto desprovista de interés.
La fuerza que le brinda la presencia del ya citado Lee, la presencia de veteranos secundarios como Finlay Currie, la sensación de aspereza que salpican sus imágenes, o el propio y truculento climax desarrollado en la taberna, serán algunos de los elementos más brillantes, de una película en la que el nombre de Bolton aparecerá rehabilitado a partir de la figura de su hijo, en una de esas poco frecuentes incursiones dentro del mundo de la medicina, sin que esta sirviera para la elaboración de un biopic sobre alguna figura realmente preexistente.
Calificación: 2’5
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