CHICAGO CONFIDENTIAL (1957, Sidney Salkow) [Crimen S. A.]
La segunda mitad de los cincuenta, junto algunos de los últimos exponentes reconocidos del género –que podrían ir de PARTY GIRL (Chicago, años treinta, 1958. Nicholas Ray) a TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1958. Orson Welles)-, esconde por un lado títulos de gran interés, que poco a poco emergen del injusto olvido –de NIGHTFALL (1957, Jacques Tourneur) a MURDER BY CONTRACT (1958, Irving Lerner)-. Pero junto a una u otra vertiente, emergen decenas de pequeñas producciones que, si bien no pueden ocupar lugares de cabecera entre la producción seminal del noir USA, cierto es que merecen una pequeña mención en la historiografía del género, sea por completar uno de los ciclos más ricos de la cinematografía norteamericana, sea por las propias cualidades que, fuera más o menos menguadas, esgrimen estas producciones, por lo general escoradas en la serie B, retomando algunas características de éxitos precedentes en algunas de las variantes del género. Así pues, y aunque sus resultados por lo general no igualaran los de las referencias imitadas, es tal el grado de posibilidades que el cine negro brindaba –pasaba un poco como en el western-, que sus resultados casi nunca aparecían desdeñables.
Ese es el caso –como en tantos otros exponentes de su tiempo- de CHICAGO CONFIDENTIAL (1957), con el que el destajista Sidney Salkow ofrecería quizá uno de sus títulos más solventes, tomando como referencia el magnífico THE PHOENIX CITY STORY (El imperio del terror, 1955) de Phil Karlson. De aquella violenta crónica, la película que comentamos asume el alcance verista que le presta una voz en off que nos introduce en el ámbito de una ciudad que describe en su pujante actividad, centrándonos muy pronto en los turbios manejos que rodea el mundo de los sindicatos. El film de Salkow se iniciará con un episodio magnífico, describiendo los temores de Mickey Partos, tras su encuentro con Artie Blane (Dick Fran), para denunciar los manejos y las pruebas, con los que podrían incriminar a ciertos gangsters de su infiltración sindical. Para ello se dirigirá al domicilio del fiscal Jim Fremont (vigoroso y vulnerable al mismo tiempo Brian Keith), siendo interceptado por dos matones, quienes acabarán con su vida a orillas del río. Será un episodio dotado de una irresistible fuerza que, justo es reconocerlo, solo tendrá continuidad en los fragmentos más percutantes de esta película de poco más setenta minutos de duración. En su combinación de relato dramático, cierta textura melodramática y la incardinación dentro de su vertiente policial, la propuesta de Sidney Salkow aparece, de manera sutil, como elemento de reflexión sobre los riesgos en la aplicación de la pena de muerte, al tiempo que alerta en torno a las debilidades existentes en la función pública del momento, a la hora de utilizar la dirección de las leyes como base de promoción política.
Urdiendo un plan que pueda desacreditar al honesto dirigente Blane para ser elegido como representante de los trabajadores, el siniestro abogado Alan Dixon (Gavin Gordon) iniciará un plan para el que utilizará al matón Ken Harrison (Douglas Kennedy), forzando a un desahuciado borracho, antiguo trabajador –Candymouth Duggan (Elisha Cook Jr.)-, para que declare en contra e incrimine a Blane como autor del crimen. Este planteará su acusación, siendo llevado el sospechoso a juicio. El testimonio de Laura Barton (Berverly Garland) y una vecina, parecerá que podrá disuadir la acusación que sobrelleva Fremont. Sin embargo, una extraña e inesperada argucia en torno a una grabación que podría estar realizada por Artie, desmontará los testimonios de la defensa, y pondrá en bandeja la condena por parte del jurado. Laura, compañera sentimental de Blane, intentará de manera desesperada llamar la atención del fiscal, haciéndole ver la imposibilidad de que dicha grabación albergara la propia entonación del condenado. Pese a la certeza del fiscal en torno a la acusación, accederá a someter la grabación y la propia del acusado, para intentar ratificar su impresión. Será la piedra de toque cara a la absoluta modificación de sus planteamientos, aunque los mismos le lleven a abandonar sus claras posibilidades para ser elegido gobernador del estado. Será, por fortuna, la ocasión para que CHICAGO CONFIDENTIAL alcance un cierto grado de intensidad dramática. Intensidad en esa apelación a la conciencia que le brindará Laura en su dolorosa apelación: “¿Tiene miedo de la verdad, señor Fremont?”. iniciando un recorrido en el que el seguro fiscal irá asumiendo inicialmente con incredulidad, y poco a poco con determinación, los indicios que marcan la conspiración a que ha sido sometido el condenado. Ello brindará fragmentos magníficos, con el encuentro con el imitador de club que mostrará sus crecientes nervios al ver a Laura, sin que ella lo recuerde. El descenso del fiscal a los clubs nocturnos y las tabernas, donde se encuentra la otra testigo que en su momento y por temor, incurriera en perjurio, insistiendo en un casi atávico terror a morir la paliza a la que es sometido el fiscal. O la propia, breve pero poderosa, secuencia de eliminación de los bandidos, a cargo de agentes de la policía y el propio Fremont, logrando Salkow una notable atmósfera, a la que contribuye no poco su dinámico montaje, la opresiva fotografía en blanco y negro de Kenneth Peach, y la tipología de secundarios que salpican la función.
No se puede decir que nos encontremos ante un exponente memorable del noir tardío pero, si más no, CHICAGO CONFIDENTIAL es un exponente más, por si a alguien le podía caber duda, de la eficacia de unas fórmulas que, pese a que en este caso, aparecían casi en la frontera de los límites de su ámbito de vigencia. Personalmente, le objetaré dos aspectos. El primero es el cierto desequilibrio que se observa entre los episodios más inclinados a la acción –los más valiosos-, y aquellos en los que la misma se estanca en vericuetos dramáticos. El otro, la escasísima consistencia que adquiere el personaje de Artie Blane, con el que el espectador no logra empatizar, e incluso quedando la secuencia del intento de soborno como un pegote, ante el hecho de que el acusado no haga mención a la misma tras su detención.
Calificación: 2’5
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