MADAME BUTTERFLY (1932, Marion Gering)
Varios son los factores que condicional la presencia de MADAME BUTTERFLY (1932), la primera versión sonora de la historia de John Luther Long. De entrada, su ubicación en los primeros años del cine sonoro. Por otra parte, su condición de exponente de un estudio caracterizado por el cuidado de sus producciones, como fue la Paramount. Una major en la que durante aquellos años, contaba como una de sus referencias estéticas, la impronta visual y expresiva aportada por Joseph von Sternberg, y a la que habría que sumar la presencia de valores artísticos provenientes de países europeos, que de manera soterrada prolongaran dicha corriente. Sería el caso de figuras aún no suficientemente estudiadas, como Richard Boleslawski, o como el propio artífice de la película que comentamos, el ruso Marion Gering. Procedente del mundo escénico ruso, emigrado a Estados Unidos en 1924, y que en 1931 debutaría como realizador, dentro de una trayectoria apenas conocida en nuestros días.
Y hay que reconocer, que atendiendo a los valores de esta película, convendría intentar revisitar en lo posible sus previsibles cualidades, de una implicación por el drama de aquellos primeros años treinta, plenamente imbricado con las características antes remarcadas. Ello permitirá un conjunto intenso en sus mejores momentos, y que por encima de todo, sabe dejar de lado ciertas tentaciones, que podríamos delimitar en dos muy concretas. La primera, soslayar la teatralidad que emana de un original que se basaba, de forma expresa, en el referente escénico representado en las tablas por el legendario David Belasco. La segunda, integrar y soslayar con elegancia, la tentación del exotismo, que solo en muy contados momentos, y hasta cierto punto de manera justificada, aflora en su muy ajustada producción, que por otro lado, sabe insertarse en ese contexto, denso e intimista, que a fin de cuentas es el que proporciona la perdurablidad de su resultado, a más de ocho décadas de su realización.
En realidad, lo que propone el film de Gering, con tanta inocencia como sinceridad, es plasmar a ras de tierra, la trágica historia de amor que se establece entre el teniente B. F. Pinkerton (Cary Grant), y la jovencísima geisha Cho-Cho San (Sylvia Sidney). El primero desembarcará en tierra japonesa junto a su fiel amigo, el teniente Barton (Charles Ruggles). Ambos desean divertirse de manera libre tras una larga travesía en el mar, dirigiéndose hasta el salón de te dirigido por Goro, donde de manera inesperada descubrirá la ingenuidad y la serena belleza de la joven, que ha sido incorporada entre el elemento femenino allí presente, destinada a ser objeto de matrimonio según las leyes y la tradición japonesa. Será el inicio de una peripecia arriesgada para la joven geisha, decidiéndose a casar con el teniente, y viviendo junto a él unos meses paradisiacos. Este ha asumido dicha unión, a sabiendas de que las costumbres niponas, liberan a cualquier esposo de tal condición, si deja abandonada a su mujer. No será ese, sin embargo, el sentimiento que albergará a Pinkerton, quien vivirá la intensidad de un amor puro, quizá insólito hasta entonces en su existencia, pese a haber mantenido con anterioridad relaciones sentimentales. Será una especio de sueño de felicidad, el vivido por los dos inusuales amantes, que se verá interrumpido de manera abrupta con el retorno del americano a su buque, con la promesa brindada a Cho-Cho San de volver en la siguiente primavera. La muchacha decidirá esperarlo, sin haberle comunicado que estaba embarazada. Ha pasado el tiempo y el niño es una realidad, sin que Pikerton retorne. Sus parientes la dejaran sola, al renunciar ella a abandonar su recuerdo y su espera, y casarse con el acomodado Yomadori (el también realizador Irving Pichel). Allende los mares, el americano se ha casado con su antigua pretendienta, sin saber siquiera que aquella humilde esposa japonesa sigue esperándole. Tan solo ante el mensaje que esta le mandará mediante el cónsul americano existente en su ciudad, logrará transmitir a su aún esposo, la esperanza que aún mantiene. Este viajará junto a su ya esposa americana para visitarla una vez más, sin que ella finalmente le revele que tiene un hijo, y sin margen para la esperanza.
Contemplando las imágenes de MADAME BUTTERFLY, más allá del cierto hieratismo que destilan sus pasajes iniciales –que por lado sirven para introducirnos en el contexto en que se define el destino de la protagonista, encarnada por una prodigiosa Sylvia Sidney, con quien Gering trabajó en varias ocasiones-, será el preámbulo para todo un cúmulo de sensaciones. Para una muestra de melodrama puro, que nos entroncaría con algunos de los mejores ámbitos del drama silente. Por momentos, parece que intuimos el eco de un Frank Borzage. Sobre todo, a la hora de transmitir con tanta sencillez y pudor emocional, esa sensación de felicidad absoluta, vivida por la pareja protagonista en el intervalo en que ambos se encuentran disfrutando su estado de casados. A través de pequeños gestos, de la química establecida entre la Sidney y un jovencísimo Cary Grant, que pese a su bisoñez como intérprete, sabe expresar esos sentimientos o, posteriormente, la angustia a la hora de asumir el retorno a su vida anterior.
Aparece una cuidada puesta en escena por parte del director, utilizando desde una excelente dosificación en la duración de los planos. Buscando la expresividad o incluso el caudal de sugerencia que puede emanar de diversas elecciones visuales –las sombras con las que Pikerton descubre a su futura esposa en el salón de te, la utilización de filtros en base a telas orientales, que ayudan a insinuar las emociones de sus personajes-. Junto a ello, y tal y como sucedería en no pocos de los melodramas de comienzo del sonoro –aquellos que escaparon al servilismo de la implantación de los talkies-, basados en la fuerza expresiva de su planificación, aplicada a una dirección de actores de considerable intensidad. Es algo que irá discurriendo in crescendo, casi con una cadencia operística, en esta en no pocos momentos hermosa película, revestida de una insólita modernidad, en su capacidad para transmitir emociones eternas, que albergará una conclusión de conmovedora efectividad, descrita con un pudor y un aliento trágico al mismo tiempo, que aún hoy día deviene sorprendente.
Calificación: 3
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