HE SIN OF MADELON CLAUTET (1931, Edgar Selwyn) El pecado de Madelon Clautet
Más allá de suponer un melo de cierto prestigio, al haber proporcionado a la legendaria –sobre todo en los escenarios newyorkinos- Helen Hayes, un Oscar a la mejor actriz, THE SIN OF MADELON CLAUTET (El pecado de Madelon Clautet, 1931. Edgar Selwyn) es un exponente bastante representativo de los modos presentes en el género, dentro del ámbito de los talkies, sobre todo en un estudio tan conservador como la Metro Goldwyn Mayer, en donde la llegada del sonoro supuso un enorme retroceso creativo, cuando de manera paradójica había contribuido a gestar algunos de los exponentes más valiosos del cine silente. Dentro de dichas premisas, nos encontramos con un drama –claramente influenciado en el Madame X, tantas veces llevado al cine-, en el que de un lado cabe cuestionar ese cierto estatismo que empobrece las posibilidades de su conjunto. Sin embargo, en su oposición permitirá, contrastando con su sobriedad narrativa, la intensidad de la interpretación –sobre todo de su protagonista-, el acierto en la fuerza de su ambientación y atmósfera –con especial querencia por aquellos escenarios caracterizados por lo miserable o lo sórdido-, cobrando un especial dinamismo en aquellos pasajes, donde la intuición cinematográfica de su realizador rompe con la raíz teatral de su material de base.
La película describe la azarosa andadura existencial de Madelon Clautet (Helen Hayes), desde que en plena juventud se enamorara de un americano –Larry (Neil Hamilton)-, que reside en Paris para practicar la pintura, viviendo con estrecheces, y comprobando el fracaso de su práctica, hasta que un cablegrama le haga retornar a América, aunque para ello deje en Francia abandonada a la que ha sido su amor. Lo hará, sin saber que Madelon ha quedado embarazada de él, teniendo un niño al que en principio desea repudiar, pero al que en el preciso momento de tenerlo entre sus brazos por vez primera, convertirá en la razón central de su existencia. Entregada al trabajo, esconderá la existencia del pequeño, procurando que no le falte de nada, y aceptará el amparo del maduro y acaudalado Carlo Boretti (Lewis Stone), especializado en el comercio de joyas. Madelon nunca dejará de acudir a su cita semanal con el pequeño, hasta que en un momento dado se sincere con Carlo, cuando este le ofrezca en matrimonio con absoluta generosidad, confesando que conocía la existencia del pequeño, y admitiéndolo en su futura residencia en América. Por desgracia, la policía abortará la celebración entre ambos en un lujoso restaurante, descubriéndose que este era un ladrón de joyas, y deteniéndole, provocando que se suicide de un disparo –descrito en off narrativo-. La muchacha, sorprendida por la repentina revelación y detención, será condenada a diez años de cárcel, sin que ello evite estar al tanto del cuidado de su hijo –para lo cual se hará cargo su fiel amiga Rosalie (Marie Prevost)- Al salir de prisión podrá contemplar de cerca a su hijo, ya convertido en un avispado chaval que se encuentra en un hospicio, pero ante él se presentará como una amiga de su madre, señalando por sorpresa que la misma ha muerto. En aquel encuentro, el preceptor del niño –Dulac (Jean Hersholt)- comentará a Madelon las inquietudes del muchacho, señalando la imposibilidad de poderlas llevar a la práctica, dada de carencia de recursos. Será un contexto que a partir de ese momento su madre no dudará en combatir, aunque para ello tenga que adentrarse en el mundo de la prostitución o la incursión en los bajos fondos.
THE SIN OF MADELON CLAUTET se iniciará con el deseo de la esposa del ya consolidado dr. Clautet (Robert Young) de abandonarlo, ya que considera que este no le presta atención. Le abordará un ya anciano Dulac, quien le relatará –a modo de un extenso flashback- el sacrificio que le ofreció esa madre de su marido, que el propio hijo jamás descubrió se trataba de su propia progenitora. Será una lección que aparecerá como autentico morality play –una autentica referencia en numerosos melos de su tiempo-, en una película que acierta al mostrar ese especial énfasis, a la hora de obviar mediante la elipsis, todo aquello que aparezca como externo a la esencia de su base dramática; el sacrificio de la madre, destinada a ofrecer a su hijo, todo aquello que ella ha podido obtener como persona. Es cierto que en todos estos exponentes se puede aducir un cierto elemento de conformismo y resignación, pero no es menos evidente que este hoy olvidado precode, esgrime en sus mejores momentos, esa sensibilidad consustancial a unos modos determinados del melodrama, que en aquellos años tendría exponentes de especial relevancia, en figuras como Frank Borzage, John M. Stahl o Gregory La Cava. Esa apuesta por la desdramatización –en el que tendría no poco que ver la ausencia de subrayados sonoros-. La intensidad en la dirección de actores, o el aprovechamiento de ambientación que al tiempo que claramente emanadas de estudio, no dejaban de aportar una extraña autenticidad, es algo que acompañará una película que, no cabe ser sometido a debate, aparece por completo destinada al servicio de una espléndida Helen Hayes, quien brinda un admirable retrato, evolucionando desde la juventud e inocencia de su personaje, hasta esa ancianeidad en la que el amor ciego por su hijo, impedirá deteriorar la pureza de su alma. Ello no nos impedirá contemplarla intentando por momentos casi con violencia, captar fondos entre los clientes del burdel en el que desarrolla su existencia, siempre teniendo presente –y su mirada lo atestigua-, la supuesta nobleza de sus intenciones.
A partir de estas premisas, Selwyn –como tantos otros prácticamente del melodrama en aquel tiempo, procedente del teatro-, articula un relato en el que es cierto que se echa en falta una mayor inventiva cinematográfica. Un mayor arrojo en su propuesta. Ello, no obstante, no invalida un determinado grado de interés, en una película que precisamente adquiere su personalidad por la atonalidad que esgrime todo su metraje, a partir de la cual se destilarán pasajes en donde las convenciones del relato, respiran una extraña verdad. Pienso de manera especial en la secuencia –a mi juicio la más valiosa de la película-, en la que Madelon deseará fotografiarse con su pequeño, para desgracia del fotógrafo –encarnado por el gran Charles Winninger-. Será un pasaje en realidad despojado de su argumento, que respira sinceridad, y en el que en esos instantes, sentimos la autenticidad de sus personajes. No será sin embargo el único instante en el que se traslada esa vitalidad visual. Lo hará ese extraño montaje, plasmado mediante encuadres y cortinillas ondulantes, que describirán el paralelismo en torno al crecimiento y formación del muchacho aspirante a doctor, y la vivencia de esa madre a la que cree muerta, deambulando y conviviendo en un ambiente sórdido, para no cejar en su empeño de obtener recursos para la educación de su hijo. Todo ello tendrá la conclusión de una secuencia magnífica; el encuentro entre la anciana Madelon y el ya convertido dr. Clautet, estableciéndose entre ambos una extraña química, que el galeno quizá interprete como una compasión hacia la anciana, pero que Madelon asumirá, exteriorizando la Hayes unos modos interpretativos, quizá retomados de la sensibilidad del mejor Chaplin.
Calificación: 2’5
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