DIE NIBELUNGEN: SIEGFRIED (1924, Fritz Lang) Los nibelungos: la muerte de Sigfrido
Con el paso de los años ha sucedido algo curioso en la valoración de la gigantesca obra cinematográfica de Fritz Lang. Mientras décadas atrás se tenía una especial inclinación a destacar su obra alemana en menoscabo de la americana, con posterioridad se ha producido la inversión de dichos términos, situando en un lugar relevante –aunque quizá no el que realmente merece-, la segunda etapa de su carrera... pero en su defecto la bagaje alemán ha quedado de alguna manera orillado. Se trata de una percepción que, es indudable, ha ido por fortuna modificándose, hasta el punto de poder percibirse en nuestros días, de ese reconocimiento generalizado a la obra langiana. En cualquier caso, creo que con la sola excepción de la mítica METROPOLIS (Metrópolis, 1926), en líneas generales hay que redescubrir y, sobre todo, paladear, una trayectoria que se inicia en los años veinte, y culmina con la huída apresurada del realizador de Alemania, cuando el régimen nazi le propone dirigir la cinematografía del país en el advenimiento del funesto periodo de Hitler. Quizá sea demasiado esfuerzo, para quienes “molestarse” en disfrutar de producciones silentes sea un gran sacrificio. De cualquier forma animo a ello con la seguridad de llevarse mas de una sorpresa. Es más, partiendo de la base de situar a Lang entre los maestros incuestionables de la historia del cine –personalmente lo considero uno de mis realizadores de cabecera-, no se puede efectuar esa división tan simplista de su obra. Creo más bien que su importantísima aportación americana se produce partiendo de una producción previa en Alemania pródiga en grandes títulos. Exponentes con cuyo aprendizaje, bagaje y experimentación, pudo tener un trampolín estético para desarrollar en USA ese sombrío análisis de una sociedad que no le era propia, y que quizá por ello –desde la opinión de un hombre europeo culto-, pudo ejercitar film tras film, en cualquiera de sus encargos, aportando siempre su maestría narrativa y estilo visual propios.
Es por ello que en primer lugar hay que coger con entusiasmo una de sus obras mayores del periodo alemán: DIE NIBELUNGEN (1924), dividida en dos partes, la primera de las cuales -bajo el subtítulo DIE NIBELUNGEN: SIEGFRIED (Los nibelungos: la muerte de Sigfrido)-, comento en estas líneas apresuradas. Ciertamente para poder describir los referentes y el bagaje estético que sugiere la película –algo que no está a mi alcance-, hay que poseer no solo un conocimiento de la cultura germánica sino las tendencias estéticas que marcan claramente los diferentes elementos de la misma. Sin embargo, al margen de estas asumidas limitaciones, sinceramente hay que tener muy poca sensibilidad cinematográfica para no caer rendido ante la belleza, el romanticismo y el aliento trágico que acoge esta admirable realización langiana, que en su momento tuvo a su disposición los mayores costes de producción posible y cerca de un siglo después sigue manteniendo la vigencia de un clásico... pero un clásico con vida propia.
Esta primera parte consta de siete actos –siete grandes escenas o cantos-, que fundamentalmente se podrían resumir en el contraste de dos grandes mundos. El primero de ellos será el rural, mágico, inocente y pictórico en el que se desenvuelve el personaje de Sigfrido (Paul Richter) –prototipo de la belleza y el espíritu de lo que posteriormente sería la llamada raza aria, no olvidemos que el guión correría a cargo de la esposa de Lang y posteriormente adicta al nazismo Thea Von Harbou-, hijo de rey, aprendiz de herrero, que busca a la que considera su amada Krimilda (Margarete Schoe), para lo cual emprenderá una serie de fantásticas aventuras. Tras lograr una espada de perfecto filo –hermoso detalle de la pluma que cae sobre ella y se corta en dos-, logra vencer a un amenazador dragón en cuya sangre convertida en riachuelo se baña desnudo para lograr la inmortalidad. Sin embargo, una pequeña hoja se deposita en su espada erigiéndose en el talón de Aquiles de su triste final. Poco después lucha con una especie de mago que le proporciona un yelmo con el que adquirirá poderes extraordinarios, acogiendo además un cuantioso tesoro. Con una serie de gestas intuidas y su leyenda de imbatibilidad, nuestro protagonista llegará al castillo del Rey Gunthër (Theodor Loos), hermano de Krimilda, su amada, al que tendrá que ayudar para lograr su consentimiento de boda en obtener asimismo el consentimiento de la mujer elegida –más no correspondida en su amor- por dicho rey, dentro de una serie de luchas sin las que la ayuda de Sigfrido hubiera hecho imposibles de lograr. Ese es el otro mundo en el que se desenvuelve la película. Un castillo lleno de composiciones geométricas, simétricas, llenas de profundidades- incluso aparecen los techos mucho antes que en CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941. Orson Welles), sugerencias y malos augurios, en los que los propios personajes y la figuración se integran de forma majestuosa. Es evidente que la condición de arquitecto de Lang se hace aquí presente de forma muy clara –lo haría en el resto de su obra hasta en su excelente díptico DER TIGER VON SCHNAPUR (El tigre de Esnapur, 1959) / DAS INDISCHE GRABMAL (La tumba india, 1959) en el ocaso de su carrera-, logrando composiciones visuales tan asombrosas como las que han descrito previamente el ambiente fabulesco que rodeaba a Sigfrido, pero de un carácter totalmente opuesto. Sin embargo, esa maestría y pasmosa facilidad en la composición visual no impide que los personajes centrales tengan entidad propia y jamás se erijan en estereotipos. Incluso Lang no prodiga en exceso la utilización de rótulos –estamos en 1924-, acentuando la fuerza visual de una producción cercana a las dos horas y media de duración. Antes al contrario, es preciso destacar que esa opulencia visual y plástica, contribuye a hacer al mismo tiempo creíble y legendario lo que se narra, prendiendo en todo momento la fascinación del espectador –quizá solo cabe objetarle un cierto estatismo en algunos momentos, o la presencia de algunos por otro lado justificables forillos-.
La vigencia de DIE NIBELUNGEN: SIEGFRIED, además del alarde formal expuesto por Lang de forma admirablemente fluida, se centra sobre todo en el trágico romanticismo que está presente desde el primer momento. Pese al carácter optimista, abierto y sincero del héroe –con el que el espectador se identifica-, el realizador –y así lo transmite al público- sabe que su final será trágico, y para ello surgen detalles de enorme belleza y modernidad cinematográfica: el momento en la pequeña hoja se prende en su espalda en el “baño de inmortalidad”; el sueño premonitorio que tiene Krimilda –filmado por el cineasta Walter Ruttman y que nos muestra dos pájaros negros que aniquilan a uno blanco-; el momento en que Krimilda borda en el traje de caza de Sigfrido esa cruz en la zona en la que puede ser vulnerable al ataque... hasta llegar al que en mi opinión es el momento más conmovedor del film. Se trata de aquel en el que –poco antes de ser asesinado por una lanza- Sigfrido ofrece su mano para sellar sinceramente la paz ante el rey Günther, mientras este se muestra atormentado al saber su inminente fin y no poder echar atrás en unos propósitos en los que ha caído por obedecer a su pérfida esposa. Se podría hablar mucho de la magnificencia visual del film –que solo haría sonrojar de vergüenza al 90% de las superproducciones de nuestros días-, de las enormes influencias que, como en el resto de la obra de Fritz Lang, encierra su metraje, o de su riqueza dramática, plástica e incluso sinfónica –el acompañamiento musical que ofrece su edición digital es excelente-. Será algo que ratifique la segunda parte de esta epopeya, aunque de antemano he de decir que DIE NIBELUNGEN: SIEGFRIED aparece como una de las obras mayores del cineasta, así como de las cimas de su admirable aportación en el periodo silente.
Calificación: 4
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