THE SMALLEST SHOW ON EARTH (1957. Basil Dearden)
Es hora de evocar las producciones que, en el seno del cine inglés, basaron sus ficciones en un homenaje más o menos implícito a los resortes de la propia profesión cinematográfica. Los primeros cincuenta brindaron el memorable homenaje a los propios orígenes –encarnados en la figura del precursor William Friese-Greene-, en THE MAGIC BOX (1951, John Boulting). Tiempo después, Charles Crichton ofrecía uno de sus títulos menos brillantes, con su irregular acercamiento en tono de comedia a los mecanismos de la fama cinematográfica en THE LOVE LOTTERY (La lotería del amor, 1954). Pocos años después tras ambos referentes, y cuando la comedia clásica inglesa ya había abandonado la matriz que le había proporcionado el periodo Ealing, y se habían popularizado las sátiras de los hermanos Boulting, he aquí que THE SMALLEST SHOW ON EARTH (1957. Basil Dearden), aparece como un inesperado homenaje a unas maneras de cine popular, envuelto dentro de un relato familiar, que ofrecerá un inesperado giro, a través del cual se aplica una de las reglas de oro de la interpretación del género en Inglaterra; el desarrollo con absoluta cotidianeidad, de una situación por completo inesperada. Será la premisa que desarrollará la historia original del experto y consagrado guionista norteamericano William Rose –experimentado en algunas de las más célebres comedias de la Ealing, sobre todo de la mano de Alexander Mackendrick-. John Eldridge transformará el guión la historia del joven matrimonio formado por Jean (Virginia McKenna) y Matt (Bill Travers). Jean iniciará con su voz en off, la rememoranza de una vivencia que cambió sus vidas, precisamente cuando la economía de la pareja se encontraba en el peor momento, dado que Matt emplea su tiempo en la escritura de una novela que se retrasa. De repente, la acción cobrará un tinte inesperado, con la recepción de la notificación de una notaría, en la que se anuncia que Matt ha recibido una herencia de un tío-abuelo al que apenas conocía, y que le ha legado nada menos que una sala de cine. Será una novedad bien recibida por la pareja, viendo en ella la posibilidad de obtener un beneficio económico que solvente la premura de su situación.
Para ello, viajarán hasta Londres desde su vivienda rural, acercándose hasta Robin (Leslie Phillips), ayudante de la notaría que visitan, que les llevará hasta la sala denominada The Bijou. Allí, el matrimonio protagonista se llevará una enorme decepción, al comprobar que esa sala que han confundido con una que han contemplado previamente. La realidad será dura, al ver que han heredado una vetusta y polvorienta sala que prácticamente se cae a pedazos, sin actividad desde hace tiempo, y que encima conlleva aparejada la presencia de tres viejos empleados, a cual más extravagante. Serán el alcohólico proyector Mr. Quill (estupenda caracterización de Peter Sellers), la ajada taquillera Mrs. Fazackalee (Margaret Rutherford) y, finalmente, el atolondrado portero Tom (un irreconocible Bernard Miles), empeñado únicamente en utilizar uniforme en el desempeño de su cargo. Matt y Jean atenderán el consejo de Robin, de la oferta brindada tiempo atrás por el dueño de la sala predominante en la localidad –Albert Hardcastle (Francis de Wolff)-, al objeto de derribar la sala e instalar en su solar un amplio aparcamiento. Sin embargo, cuando estos se dirijan al empresario, este ofrecerá una cantidad muy inferior a las cinco mil libras previamente ofrecidas ¿Como intentar recuperar dicha oferta? Muy sencillo, iniciar una restauración ficticia de las dependencias, haciendo ver que se va a retomar la actividad en el recinto. Sin embargo, una vez iniciadas las obras, Tom escuchará las autenticas intenciones, y de manera indiscreta filtrará las intenciones, que llegarán hasta Hardcastle, frenándose en las subidas monetarias que había ido ofreciendo al joven matrimonio. En ese momento se producirá un momento de inflexión, sincerándose el matrimonio con los viejos empelados, y decidiéndose entre todos recuperar el uso de la sala.
Hasta entonces, mejor dicho hasta que nos adentramos a la aventura con los protagonistas a la casi ruinosa sala cinematográfica, THE SMALLEST SHOW ON EARTH aparece como una crónica más o menos verista, punteada con leves toques humorísticos, sobre todo centrados en la presencia de Robin. Esa vertiente de comedia, aunando en ella cierto hálito melancólico, se irá introduciendo una vez nos adentremos en las ruinosas instalaciones, y conozcamos a esos tres casi desahuciados empleados. Un personal acostumbrado a los temblores de la sala con las constantes vibraciones del casi inmediato ferrocarril, o los mil estropicios generados por la vieja máquina de proyección, que pese a todo, tan bien domina el borrachín Quill, que ha prometido abandonar el alcoholismo.
Sin embargo, será a partir del deseo de rehabilitar el cine, cuando el film de Dearden –que aplica una puesta en escena transparente, al servicio de las sugerencias de su guión, y ayudado por la vigorosa iluminación en blanco y negro de Douglas Slocombe, que sabe aplicar su epicentro en las dependencias de The Bijou-, alcanza una considerable altura, brindando al espectador episodios, secuencias e instantes memorables. Con la llegada de la nueva vida a una sala que retorna a la actividad, se combinarán lo cómico con lo melancólico, alcanzando una extraña armonía, que será en última instancia la que proporcionará a su conjunto, su definitiva personalidad. Y es que unido a las triquiñuelas puestas en marcha para intentar atraer las ofertas del insidioso Hardcastle, no se puede calificar más que de modélico, el largo, casi ceremonioso, espléndidamente modulado, episodio que describe la sesión de reapertura del recinto. Las esperas, los nervios, la ausencia inicial de espectadores, el ritual del cine, la llegada de un niño, el primer cliente… conformará unos minutos deliciosos, que llegan a emocionar al espectador. Ese sendero de melancolía, y homenaje a un modo de expresión artística popular, tendrá su mayor expresión en una secuencia memorable, sin duda la más perdurable de la película, que con una cadencia casi elegíaca, nos muestra a mrs. Fazackalee tocando un viejo piano, mientras Quill proyecta como placer privado para ellos dos, un viejo drama silente, entre los rollos que han ido salvaguardando durante años.
Sin embargo, el desarrollo de THE SMALLEST SHOW ON EARTH se insertará de manera prioritaria, incorporando valiosos episodios y situaciones de comedia, que van desde las argucias del cada vez más desesperado empresario, por boicotear la inesperada marcha de su competencia, introduciendo una botella de whisky en el envío de los rollos de película ¡para hacer recaer en Quill en su alcoholismo! Los jóvenes e inesperados propietarios contemplarán en la sala con la que compiten con desventaja, la presencia de una vendedora de refrescos y helados, y no se les ocurrirá otra cosa que forzar la calefacción de las calderas, proyectando paralelamente películas que se desarrollen en el desierto ¡En el momento en el que el sudor y la tensión se encuentra a punto de explotar! Y junto a ello, el film de Dearden no omitirá deslizarse por el valioso sendero de la absoluta comicidad, que plasmará ese divertido y extenso fragmento, en el que la desaparición de Quill, una vez ha sucumbido a la tentación de volver a la bebida, llevará a Matt a tener que asumir las tareas de proyeccionista, lo que acometerá de manera catastrófica, provocando toda una serie de desatinos en torno a la proyección. Desde la falta de sincronización, el acelerado de imagen, o la proyección al revés, se sucederán situaciones que, en mayor o menor medida, todos hemos contemplado ante la pantalla. Comportan una mirada, entre entrañable y distanciada, de este homenaje al cine como exponente de arte destinado a las clases populares. Es cierto que THE SMALLEST SHOW ON EARTH adolece de una conclusión quizá demasiado apresurada –aunque la misma no deje de aportar un alcance subversivo, en función de la acción casi saboteadora, brindada por Tom-. Sin embargo, no deja de suponer un valioso homenaje a la importancia del cinematógrafo en la sociedad inglesa de aquel tiempo, además de proponer una prolongación de los modos que en el género, había aportado desde el periodo Ealing, que tan cercano estaba en el tiempo.
Calificación: 3
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