TIGER BAY (1959, John Lee Thompson) La bahía del tigre
Cuando el británico John Lee Thompson realiza TIGER BAY (La bahía del tigre, 1959), atesora a sus espaldas una decena de largometrajes, entre los que cabría destacar los magníficos YIELD OF THE NIGHT (1956), WOMAN IN A DRESSIGN GOWM (1957) o ICE COLD IN ALEX (Fugitivos del desierto, 1958). Lo cierto es que Thompson, ya había atesorado en su andadura, la evidencia de un vigoroso trazado, así como una capacidad notable para aplicar densidad psicológica a sus personajes. Serían rasgos todos ellos que prolongaría en títulos posteriores, aunque su progresiva integración en la industria y, sobre todo, el engranaje de Holywood, iría adormeciendo su talento, hasta desembocar con el paso de los años en una decadencia profesional, que durante décadas sepultó una obra parcial, que por fortuna vuelve a emerger para disfrute de los aficionados. Llegados a este punto, quizá fuera este el primer título de alcance internacional dentro de la obra de Thompson, adaptando para ello una historia corta de Noel Calef.
TIGER BAY describe, ante todo, el encuentro, breve pero decisivo para las vidas de ambos, de dos seres inadaptados, o quizá, mejor definidos como fracasados. Uno es Korchinsky (Horst Buchholz), un joven marinero polaco, que retornara a tierra inglesa, con la intención de casarse con su prometida, Anya (la excelente Yvonne Mitchell, aquí en un papel muy reducido). Por otro lado, contemplaremos la cotidianeidad de la pequeña Gillie (Hayley Mills, en su debut en la pantalla), una muchacha que vive con su tía en condiciones dominadas por la dureza, y que se caracteriza por su incapacidad para relacionarse con los muchachos que forman su entorno, aspecto por el cual mantiene una personalidad huidiza, en la que la mentira aparece como un escudo de defensa. Tras su búsqueda en el lugar donde esta vivía con el dinero de su novio, Korchinsky finalmente encontrará a Anya –residente en el desvencijado edificio de apartamentos en donde también vive la tía de Gillie-, transformándose muy pronto su alegría en ira, al descubrir que esta ha huido de él, ya que ha conocido a otra persona, con la que va a casarse. Los dos antiguos amantes vivirán una disputa, a resultas de la cual Anya morirá de varios disparos. Causalmente, la pequeña ha sido testigo de este asesinato accidental, que provocará por un lado la aterrada huída del marino, y casi de inmediato también la de Barclay (Anthony Dawson), el amante de la fallecida, que acudía a visitarla.
De las pesquisas se encargará el superintendente Graham (John Mills), quien dada su experiencia pronto intuirá los perfiles del crimen, acercando su mirada en esa pequeña que en apariencia esquiva las preguntas de este, y que inesperadamente vivirá una corta pero intensa experiencia con el desorientado, pero al mismo tiempo sensible joven polaco. Será una vivencia que servirá, inconscientemente, para reconocerse ambos en su frustración existencial, que en sus momentos más intensos transmitirá una extraña aura, que por momentos sobrepasará la simple amistad. Por ello, la cercanía de las pesquisas de Graham, inicialmente se encaminará hacia el poco recomendable Barclay, pero una serie de pistas lo acercarán hacia el marino. Será precisamente la inmadurez de la niña, la que será decisiva para que el intendente ponga el foco sobre la previsible culpabilidad en torno al marinero. Será sin duda el inicio de la catarsis del relato, en la que la resolución de un caso cada vez más evidente, se dará de bruces con la sincera amistad existente entre la pareja protagonista, esperando al mismo tiempo, que la misma pueda tener visos de futuro.
El film de Thompson articula una vez más, la capacidad que el realizador mantenía, potenciando con notable pertinencia, una gradación psicológica en sus personajes. Es algo que aparece muy en primer plano en TIGER BAY, de manera muy especial en su trío protagonista. Lo percibiremos en ese ingenuo y temperamental hombre de mar, para el cual el director potencia las facultades y carencias de ese extraño, limitado y sin embargo, singular intérprete que fue un Horst Buchholz, en aquellos años definido como “el James Dean alemán”. Thompson potencia su encanto, sirviéndole esos primeros planos que envuelven su candor juvenil, sus vacilaciones y, por el contrario, dejando en un segundo término esos estallidos histriónicos, en los que Buchholz ponía la evidencia de sus notables limitaciones artísticas. Por su parte, Hayley Mills fue un enorme acierto de “casting” de Thompson, que tuvo la intuición de que en su juventud, la joven hija de John Mills, iba a estallar en la pantalla, con esa sencillez y vivacidad que la hizo célebre en aquel tiempo. Y será John Mills, al que cabría en algún momento, reconocer como uno de los mejores y al mismo tiempo más representativos del cine británico, aporta esa serenidad, esa ironía, esa sabiduría, en suma, del gran intérprete que siempre fue, cuya economía de gestos no impide en todo momento adueñarse del encuadre, cada vez que aparece en el mismo.
Pero esa autenticidad, se extiende al conjunto de intérpretes secundarios. A esa amante que será asesinada de manera inesperada e indeseada, al siniestro e hipócrita Barclay, a la sufrida tía de la pequeña, siempre trabajando para sacar adelante la casa. E incluso en roles tan episódicos con esa exótica prostituta, que en un momento dado protegerá al marino. Y es que, más allá del oportuno seguimiento a una doble trama, que se funde en los intensos minutos finales, descritos en alta mar, TIGER BAY es una obra dominada por lo sensorial. Algo que brindará en todo momento la humedad de la fotografía en blanco y negro de Eric Cross, y que se extenderá en secuencias tan magníficas, como la descrita en el altillo de la iglesia, descrita en penumbra, en donde el terror del indeseado encuentro de la niña y Korchinsky, irá dando paso al inicio de la inesperada relación entre ambos. Esa emotividad, irá salpicando el conjunto del relato. Como ese inesperado encuentro en la celebración en la calle de la boda entre negros –que al tiempo que acentúa esa mirada en torno a la presencia racial en el seno de la Inglaterra de su tiempo, que estaría presente en tantas obras de aquel tiempo, permitirá albergar la mirada melancólica de ese marino, que había regresado a tierra, con su intención de casarse con Anya; en mi opinión, la mejor secuencia de la película-. Esa sensualidad, irá impregnando la sinceridad que se establecerá en esa insólita pareja de loosers, que se describirá en esas secuencias de exteriores en medio de las ruinas que se encuentran en la campiña. El film de Thompson nos permite una mirada indulgente en torno a ese marino, castigado por la fatalidad del destino, al que sin embargo el espectador deseará que tenga una nueva oportunidad en su vida –en esos planos en los que se describe la salida de puerto del buque en el que se ha incorporado como marino, todos deseamos que finalmente logren el objetivo de alejarse de la línea de costa-. Todo ello tendrá su definitivo punto de inflexión en ese asalto de las fuerzas que comanda Graham. Serán unos minutos en donde los sentimientos, la intensidad de la dirección de actores, y la profundidad de campo –un rasgo de estilo que Thompson ha utilizado con especial acierto a lo largo de todo el metraje-, adquirirá una intensidad, por momentos desasosegadora, e incluso dominada por una sorda aspereza. El destino querrá, tras una catarsis inesperada, permitir una cierta luz, una nueva oportunidad, a esos dos seres casi desvalidos, que quizá con su presencia conjunta, proporcione una llamada a la esperanza.
Calificación: 3
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