YIELD OF THE NIGHT (1956, John Lee Thompson)
No es la primera vez que me referido al interés que reviste el primer tercio de la filmografía de John Lee Thompson, integrándose en la riqueza de un cine inglés dominado por un rasgo exterior artesanal, un seguimiento al cine de géneros pero, al mismo tiempo, incorporando en el mismo ese acervo por el perfil psicológico que, a fin de cuentas, ha sido siempre uno de los rasgos más valiosos y perceptibles de su personalidad conjunta.
Dentro del considerable desconocimiento que se mantiene de esa parte de la obra de Thompson, solo puedo evocar el atractivo bélico ICE COLD IN ALEX (Fugitivos del desierto, 1958), lo que me da una pista de ese grado de interés al contemplar YIELD OF THE NIGHT (1956), que a mi modo de ver da la medida de las posibilidades que el realizador mostraba en aquellos primeros pasos de su carrera. Y es que nos encontramos ante un título complejo, desconcertante, que ofrece al espectador numerosos quiebros a la hora de establecer su engarce dramático, creando una serie de expectativas, finalmente desembocadas en el objetivo prioritario de la cinta –que preciso es señalar, aparece con una precisión poco menos que admirable-. La película, basada en una novela de Joan Henry, y tomando al parecer como eferente el caso de Ruth Ellis, la última ejecución contra una mujer, sentenciada en Gran Bretaña el año anterior –cuyo caso fue tratado posteriormente por la interesante película de Mike Newell DANCE WITH A STRANGER (Bailar con un extraño, 1985)-, se inicia con una admirable secuencia pregenérico, en la que con una compleja, eficaz y percutante sucesión de planos, contemplamos el recorrido de una joven a la que aún no podremos ver el rostro. Dispuestos con una extraña angulación –lo que en un momento determinado nos hace temer lo peor-, todos ellos confluirán en el asesinato por parte de Mary Price Milton (una sorprendentemente intensa Diana Dors) de la adinerada Lucy Carpenter. Un crimen en plena calle, realizado con alevosía y sin ocultar nada, que le llevará a la prisión de Holloway, donde se la condenará a muerte, esperando una previsible apelación, que la encausada en principio no tendrá en cuenta, ya que el odio que sigue manteniendo por la asesinada ciega sus pensamientos. Será el momento en el que la película –ayudado por la voz en off de la protagonista, que en todo momento servirá como complemento, nunca como sustituto, de la puesta en escena del film-, nos incorporará uno de los tres flashbacks que evocarán el proceso que le llevó a dicho asesinato. Serán una vez que contemplemos el conjunto del metraje, sendos interludios, de progresiva intensidad dramática, en los que iremos descubriendo el repentino enamoramiento de la joven con Jim Lancaster (Michael Craig), un atractivo joven de inestable personalidad, que pese a su cariño hacia Mary nunca dejará de tener cerca de su corazón a Lucy. En esas miradas retrospectivas contemplaremos ese proceso de atracción y relativo rechazo en la relación de Jim y Mary, la inescrutable atracción del primero por esa Lucy que en el fondo lo tiene a como un juguete, mientras que él hace lo propio inconscientemente con Mary. Una inestabilidad compartida que culminará con el suicidio del primero –mostrado en un dramático off visual-, dejando una nota a la ausente Lucy, y provocando con ello en nuestra protagonista un odio irracional que culminará en su crimen contra esta.
Sin embargo, lo que podía convertirse en un relato o thriller que narrara dicho proceso, muy pronto se orillará en la película, al inclinarse la misma en una crónica, de marcado carácter psicológico, de ese proceso que llevará a la protagonista hasta el cumplimiento de su condena. La mayor parte del metraje de YIELD OF THE NIGHT se erige en una sutil proclama en contra de la pena de muerte, basada por completo en la observación del realizador, a través de la mente de la protagonista, de la vivencia, con creciente angustia, de su encuentro con la muerte. Y es a través de dicha premisa, por medio de una dirección de actores fabulosa –en realidad el conjunto del relato se beneficia de esa inagotable cantera de intérpretes ingleses, en los que en esta ocasión hay que incluir a la, por lo que se aprecia, poco aprovechada Diana Dors-, la fuerza que imprime el blanco y negro de Gil Taylor, imbricado en la apuesta por el alcance claustrofóbico y opresivo de la prisión, y la precisión de un montaje operado por Richard Best. Todo ello será utilizado con mano maestra por un J. Lee Thompson más inspirado que nunca –digo esto aún teniendo lagunas en este atractivo periodo de su filmografía-, consciente de que tenía entre manos un relato de profunda carga emocional, y en el que no desaprovechó la ocasión para plasmarlo con un rigor narrativo y dramático fuera de toda duda. Prueba de ello será la capacidad descriptiva de la galería de personajes que irán apareciendo en ese recorrido de las últimas semanas de vida de le encausada. La vivencia con su abogado, con el capellán de la prisión, con la aparente frialdad de la gobernanta de la misma –una máscara para poder asumir dicho rol-, con la insoportable reiteración de los ritos diarios en una celda en la que se encuentra siempre vigilada y acompañada –llegará a conocer todos los rincones, desperfectos y sonidos diarios que se encuentran en el interior y exteriores de la celda; conocerá incluso los andares de la gobernanta cuando se acerca a la misma desde el exterior-. En su estancia en la prisión recibirá con hostilidad las visitas de su madre y de su hermano pequeño, al que no quiere someter a la humillante situación de tener que visitarla acudiendo al recinto, paseará por el patio sosteniendo por costumbre un gato y también contemplando unos claros diurnos caracterizados por lo sombrío. También recibirá a su ex marido, que parece querer acudir a cumplimentarla como si quisiera sublimar con ello su fracasada relación, aunque no recoja de la recluaa más que indiferencia.
Cuesta creer que un título de la hondura psicológica y los matices de YIELD OF THE NIGHT haya permanecido –y lo sigua haciendo- durante décadas, en el ostracismo. Sin duda es otro de los muchos exponentes del cine inglés necesitados de una pronta revisión. Y lo es por formar parte de un subgénero no demasiado frecuentado en la producción de su tiempo. Pero aún lo supone en mayor medida por la irresistible fuerza de su metraje, hasta tal punto que su densidad llega a ahogar al espectador al plasmar con creciente tensión la angustia existencial de una muchacha que ve sin poder remediarlo como se acerca hasta ella la hora de su ejecución. De nada le valdrán los consejos del capellán, para una muchacha que confiesa no tener creencia alguna, aunque no deje de ser asistida por los ritos aportados por el clérigo. Para ella supondrá otra convención mal, como la de ser revisada por el doctor, o atendida por las enfermeras. Habrá una excepción entre estas últimas. Se trata de Hilda MacFarlane (excepcional Yvonne Mitchell), una de sus asistentas, con la que establecerá una especial empatía, quizá por que contemple como un día no cumple con su cometido al haber fallecido inesperadamente su madre. En un momento determinado se establecerá entre ambas una sinceridad insólita en dicho ámbito, conociendo Mary como esta se quedó soltera por permanecer cuidando a su madre, o descubriendo en ella una fe de la que la condenada carece. La auxiliar intentará consolar a nuestra protagonista, señalándole en un momento dado que todas las personas mueren durante un día indeterminado, y se despedirá de ella en una secuencia dotada de una dolorosa fuerza emocional –quizá el instante más estremecedor de la película-, horas antes de que la condenada sea ejecutada.
Será la plasmación de dicha condena –que será descrita en off mediante un arriesgado fundido en negro-, la que intensificará el gusto por el detalle puesto en práctica por Thompson a lo largo del film –el inserto del cenicero en donde aún se encuentra el cigarro encendido, ya casi consumido, del último cigarro de la condenada-, en un recorrido en el que no faltará la presencia de un entrañable personaje, el de la vieja Miss Bligh (Atiene Séller), empleada en el pasado de la prisión, y destinada sin que nadie la haya empujado a ello, a ayudar psicológicamente a la condenada con sus visitas. Especialmente en la última que tendrá con ella, ya sabiendo la cercanía de su muerte, en la que le aconsejará despertarse ya “en el regazo del Señor”.
Todo ello conformará un conjunto preciso, cortante como el cuchillo, dominado por una espiral de tensión que llega a hacerse irrespirable para el espectador, al que en su último tramo deja casi sin asideros emocionales, contagiando de es temor atroz hacia la nada. Hay un comentario intercambiado por las celadoras en un momento determinado, que resume a la perfección las intenciones del film, cuando una de ellas señala –ante el lamento de otra de las mismas- por la condena de la muchacha, el hecho de que Mary no pensó en ello cuando mató a Lucy. Será el que certifique “pero una muerte más no devolverá a la vida a la asesinada”. Un logro casi absoluto.
Calificación: 3’5
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