THE LEMON DROP KID (1951, Sidney Lanfield & Frank Tashlin)
Peter Bogdanovich: ¿Por qué dirigió a Bob Hope, sin acreditación, en THE LEMON DROP KID (1951)?
Frank Tashlin: Cuando Sidney Lanfield acabó la película, Hope vino a verme y me dijo que era tan mala que no se podía estrenar. Me preguntó si podía reescribir algunas escenas, intentar arreglarla un poco. Dije que lo haría si me dejaban dirigir las repeticiones de tomas. Hope aceptó y yo reescribí el guion, suprimiendo dos tramas. En total reescribí y volví a rodar dos terceras partes de la película, más o menos. No figuré como director por complicaciones relacionadas con el contrato de Lanfield.
Así se expresaba Frank Tashlin a la pregunta de Peter Bogdanovich, en el mítico libro de entrevistas Who the Devil Made It (1997), editado en nuestro país en dos volúmenes, bajo el título “El director es la estrella” (2008. Editorial T&B). En el fondo, nos encontramos con uno de los muchos títulos bastardos, que poblaron el cine norteamericano, en la medida de producirse un choque de intenciones, obligando a la presencia de cineastas contrapuestos -un ejemplo de esta tendencia sería el, por otra parte, estupendo THE GARMENT JUNGLE (Bestias en la ciudad, 1957) iniciado por Robert Aldrich y culminado por Vincent Sherman-. En este caso, nos encontramos ante una producción Paramount al servicio de Bob Hope, ofreciendo con su presencia un triángulo casi imposible; una propuesta de alcance navideño, inserta en el mundo picaresco del escritor norteamericano Damon Runyon (1880 – 1946) -por cierto, con una historia ya llevada a la pantalla en 1934, dirigida entonces por el ignoto Marshall Neilan-. De hecho, un rótulo inicial nos describe ese universo de delincuentes y marginados de los bajos fondos newyorkinos, cuya descripción amable y compasiva, fueron la inspiración y el homenaje constante en la obra de Runyon.
La acción se inicia en plenas carreras de caballos en Florida, donde descubriremos el modus operandi del atildado -viste traje y sombrero blanco- y enredante Sidney Bilburn (Hope), denominado The Lemon Drop Kid, por su costumbre de tomar caramelos de limón. Se dedica a dar falsas informaciones a incautos apostantes, teniendo la mala suerte de hacer perder 10.000 dólares, a la atolondrada amante del temible gangster Moose Moran (estupendo Fred Clark). Sus hombres, pronto lo atraparán, y le darán un escaso margen de tiempo -hasta nochebuena-, para recuperar su dinero. Este, prácticamente sin recursos, viajará hasta un Nueva York envuelto en una tremenda tormenta de nieve, intentando encontrar la manera de obtener esa cantidad. Se incorporará como uno más de esos falsos Papa Noel que piden donativos a la población, pero al carecer de licencia, será detenido por la policía y metido en la cárcel. Y allí se le ocurrirá la idea, de montar en un desocupado casino de Moose, una especie de residencia de ancianas, comandada por Nellie Thurday (magnífica Jane Darwell), una vieja y desahuciada vendedora de periódicos, que no tiene donde vivir, máxime cuando su marido va a salir de prisión. La idea contará con la ayuda de los más veteranos componentes de los bajos fondos de Manhattan, logrando por un lado reunir a un buen número de ancianas en dichas instalaciones, al tiempo que logrando rápidos y crecientes beneficios, por la recaudación autorizada de estos viejos y entrañables delincuentes, disfrazados de Papa Noel. Lo que Sidney no cuenta, ni siquiera su prometida -Brainey (Marilyn Maxwell)-, es que su intención es alcanzar lo que debe, y dejar abandonadas a las ancianas a su suerte.
Es algo, sin embargo, que sí atisbará el no menos despreciable Oxford Charlie (Lloyd Nolan), el turbio empresario jefe de Brainey, quien revertirá los importantes ingresos obtenidos en el entorno del protagonista, trasladando a las ancianas a una mansión de su propiedad, y al mismo tiempo dejando al descubierto las verdaderas intenciones del protagonista, quien desde ese momento virará en su comportamiento, naciendo en él una conciencia renovada.
Hay muchas maneras de analizar THE LEMON DROP KID, siendo quizá la más tentadora, intentar descubrir lo que se mantuvo en el montaje final, de cuanto filmara Lanfield -discreto artesano, a quien se deben, sin embargo, películas tan atractivas como THE HOUND OF THE BASKERVILLE (1939), primera inclusión de la Fox en el universo del célebre personaje de Sherlock Holmes, YOU’LL NEVER GET RICH (Desde aquel beso, 1941), agradable comedia musical protagonizada por Fred Astaire y Rita Hayworth, o la insólita mezcla de western y noir que propondría STATION WEST (1949)-. Mejor será, sin embargo, intentar valorar lo que su metraje ofrece, inserto además en un periodo de transición, antes de la llegada del último gran periodo para la comedia americana, y siendo además una película por completo destinada al lucimiento de una estrella cómica -algo muy habitual, por otra parte, en el largo devenir del género-. De entrada, hay que reconocer que su resultado acusa, y mucho un notable desequilibrio. No se termina de armonizar esa querencia por el cuento navideño, esa mirada ternurista en torno a personajes marginados, en la que en muchos momentos, se echa de menos, la entrega y convicción que formularía Frank Capra, en esa admirable doble versión de una historia de Runyon, que proponían LADY FOR A DAY (Dama por un día, 1933), y el remake que supuso la obra involuntariamente testamentaria del cineasta, con POCKETFUL OF MIRACLES (Un gangster para un milagro, 1961). Por otro lado, considero que Bob Hope no era, ni de lejos, el actor más adecuado para encarnar un personaje en el que, junto a ese gusto por las réplicas de diálogo más o menos cínicas, se planteara la posibilidad de encarnar un rol provisto de un necesario nervio, a la hora de plasmar esa evolución interna que se ofrece de un caradura, hasta alcanzar una conciencia interior.
Todo ello, se contrapone, a la intención de Frank Tashlin -que inicialmente ejerció como uno de los numerosos guionistas de la película-, a la hora de introducir secuencias y elementos que muy pronto prolongaría en su obra, que le configuraría como uno de los grandes renovadores de la comedia americana y, sobre todo, el introductor en el género, de numerosos elementos directamente heredados del cartoon, del que fue consumado especialista. La confluencia de un entorno cínico, en su contraste con otro sentimental -con fondo navideño-, y la intermitente presencia de lo que tiempo después se denominaría “poética de los objetos”, en los que Tashlin basaría su constante desmonte de los supuestos avances de la civilización, o el uso de los animales. Es algo que, en el segundo apartado, se puede ejemplificar en ese perrito al que Hope desvestirá, para poder alcanzar una prenda de abrigo en la tormenta de nieve newyorkina. O en esa vaca que aparecerá en los momentos más inesperados. Más incidencia tendrá esa constante ironía tashliniana, en torno a la tecnología, con esa impagable secuencia, en la que las ancianas, recostadas en las mesas del casino sin uso, por obra y gracia de unos botones, dejarán ver la movilidad de las mismas, llegando a esconder a todas ellas. Incluso se agradece esa cierta musicalidad que describen ciertos elementos de montaje, en donde aparecen bien integrados los dos números musicales de la función. Y no cabe duda de esa efectividad cómica, ligada al slapstick silente, que proporciona ese divertido instante en el que Sidney contempla como los esbirros de Mosse, se encuentran a punto de hacer una operación quirúrgica a un ladrón que les oculta un diamante. El momento en que Sidney revela a una donante, que lleva escondido tras su traje de Papa Noel, una máquina para dispensar cambio o, sin duda, la lucha de Hope contra Oxford, dominada por una serie de golpes y deformaciones físicas, en la que no cuesta mucho ver los orígenes, de situaciones que Tashlin retomaría en su universo cómico, al servicio del legendario Jerry Lewis.
Así pues, THE LEMON DROP KID es una comedia puente y llena de desequilibrios, pero estoy dispuesto a afirmar, que esa involuntaria circunstancia de rodaje, en última instancia beneficia, lo que hubiera quedado como una propuesta blandengue y sin garra. Y es que, de manera inesperada, y con todas las limitaciones que podamos argüir, nos encontramos con un conjunto que fluye de manera desequilibrada, fomentando casi por defecto, una libertad formal que, años después, conformaría algunas de las obras más libres del género, en la que Frank Tashlin y su pupilo Jerry Lewis, tendrían una importancia de primer grado.
Calificación: 2’5
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jorge trejo -