UNE SI JOLIE PETITE PLAGE (1949, Yves Allégret)
Cuando uno contempla UNE SI JOLIE PETITE PLAGE (1949), absorbe de manera inmediata el doloroso aroma de la posguerra francesa, una vez producida la liberación de la invasión nazi, y la rápida implantación del régimen de Vichy. La huella de ese periodo dominado por la desesperanza -pese al alivio de dicha liberación-, se encuentra patente en buena parte del cine francés generado en la segunda mitad de los cuarenta. Da igual que esta se marque en la obra de Henri-George Clouzot -quizá el realizador más comprometido con esa mirada desencantada sobre la sociedad francesa de aquel tiempo-, o en los primeros pasos de la de Bresson, Becker, e incluso en alguien en teoría tan alejado de dicho contexto, que recibió la acusación de colaboracionismo, como fue el gran Sacha Guitry -quien realizó en 1948 una obra extraordinaria, LE DIABLE BOITEUX, encubriendo bajo su vistoso ropaje de comedia de época, una reflexión de enorme calado sobre la relatividad en la filiación política de las personas-. En medio de aquellos parámetros, podemos incorporar el aporte ofrecido por el hoy olvidado Yves Allégret, quien probablemente se encontraba en aquel tiempo en un periodo de especial inspiración, ya que buena parte de los hallazgos, e incluso no pocas semejanzas con el título que comentamos, se encuentra presente en la inmediatamente precedente DEDÉ DE AMBERES (1948) -con la que comparte la presencia de Jacques Sigurd en tareas de guion-.
Precedida de una innecesaria rotulación, que se reiterará al concluir la película, y que parece fruto de una imposición, intentando rebajar el aura de desesperanza del relato, UNE SI JOLIE PETITE PLAGE se describe casi con la formulación visual del fantastique. En una noche dominada por la copiosa lluvia, un coche circula entre la oscuridad, hasta detenerse en un desvencijado hotel, de donde descenderá Pierre (Gérard Philipe). Se trata de un joven de aspecto sombrío, embutido en una gabardina, y del que desconocemos las razones que le llevan a intentar descansar -apela a estar mal de los nervios-, en un auténtico tugurio, apenas poblado por escasas personas, que deambulan por sus viejas dependencias con aires fantasmales. Dominado por su deseo de no relacionarse, Pierre intentará normalizar su presencia en aquel destino perdido en el mundo, caracterizado por unas lluvias interminables, y la cercanía de una playa. Poco a poco, nos iremos dando cuenta que, en su pasado, ya estuvo presente en este entorno -ese viejo casi paralítico que no deja de mirarle, la búsqueda de una vieja cueva junto a la playa-, al tiempo que se irán revelando elementos que hablan de un hecho cercano que le atormenta. Esa sensación de angustia que le rodeará, el miedo y al mismo tiempo el deseo de consultar el periódico o, ese remordimiento que le provocará la escucha de un disco que, casi de manera constante, pondrá en un viejo aparato, la cansina dueña del recinto. Pero al mismo tiempo, al hotel llegará un hombre atildado, de mediana edad -Fred (Jean Servais)-. Tampoco conocemos nada de él, pero su propio aspecto y lo que nos deja vislumbrar de su personalidad, no nos proporciona buena espina, todo lo contrario que Pierre. Poco a poco, iremos dándonos cuenta, que aquellos detalles que se han ido incorporando a la narración, en realidad son elementos que nos permitirán percibir la conexión existente entre los personajes, las situaciones y el peso de la distancia, que ese mismo marco, proporciona para el atormentado Pierre, e incluso la propia coincidencia en la presencia de Fred, en donde el pasado, los recuerdos, los remordimientos y una imposible redención, se entrelazan de la mano, en una relato de corte existencial, delimitado en una estructura dominada en dos mitades.
La primera de ellas, a mi juicio la más valiosa del relato, destaca en su falta de necesidad de recurrir a un recorrido argumental. Dominada por un aura descriptiva, en todo momento deja bien a las claras esa sensación de pesadumbre, que transmite muy bien la cámara sombría de Allégret, ayudado por la húmeda y oscura fotografía en blanco y negro del gran Henri Alekan, que procura en todo momento incorporar la repercusión de sombras, y elementos, que ayuden a potenciar esa sensación de constante desasosiego que transmite la película. Ese desamparo argumental, permite que su metraje se inserte en una especie de tierra de nadie, que proporciona a sus imágenes, una poderosa carga hipnótica, de discurrir en un lugar sin nombre, y en una especie de limbo existencial, en el que apenas hay lugar para la esperanza. “Estamos los dos perdidos”, le dirá poco antes de finalizar la película, Fred a Pierre. Y en buena medida, lo están los escasísimos personajes, auténticos zombies, que se dan cita en ese angosto hotel, con un peldaño que no se puede pisar, y en el que prácticamente no hay inquilinos. Lo está ese viejo paralítico y casi desahuciado. Esa joven sirvienta -Marthe (Madeleine Robinson)-, que poco a poco irá viendo en Pierre un casi imposible asidero emocional. Ese maduro matrimonio, en el que la mujer solo busca en jóvenes, desahogar esa insatisfacción sexual que le atenaza. O, finalmente, ese atractivo huérfano que ayuda a la dueña del hotel -Christian Ferry-, en el que Pierre no dejará de ver reflejado el pasado que vivió en este poco recomendable entorno.
Es cierto, la segunda mitad de esta -digámoslo ya- magnífica UNE SI JOLIE PETITE PLAGE, a mi modo de ver, no alcanza el admirable nivel de la primera, en la medida que lo que esta proponía de sugerencia casi de pesadilla, esta alberga la obligación de someterse al esclarecimiento de su intriga. Una intriga, por otro lado, que cualquier espectador más o menos avezado, irá descubriendo por sí mismo, y que Allégret resolverá con un impecable recurso al off narrativo -esa breve conversación entre Pierre y Fred, en la que todo queda claro-. Lo que nunca se desprenderá del casi apasionante discurrir en esta película, es su carga de desesperanza. Desde el primer momento, sabemos que Pierre -al que Gérard Philipe brinda la aureola trágica de su inconfundible personalidad artística-, es alguien que, en el fondo, sabe que no tiene lugar en este mundo. Y en buena medida, intuimos que el discurrir del film, no es más que la plasmación visual de esa inútil búsqueda de justificación, a una existencia largamente marcada por la frustración.
Es por ello que la sorda tristeza de sus imágenes, se extiende por un conjunto en donde la melancolía apenas proporciona una brizna en el recuerdo dominada por la felicidad -el pasado de Pierre como huérfano en este mismo hotel-. Y en el que el futuro apenas brinda el más mínimo destello de luz -el desesperanzado porvenir de Marthe; los turbios consejos de Fred al joven e indomable huérfano, para que utilice su atractivo físico, y alcanzar con él cierta prosperidad en su menguado horizonte vital-. Todo ello en una película, dominada por una casi insoportable sensación de pesadumbre existencial. En la que la lluvia parece, por momentos, impedir que sedimente cualquier brizna de sentimiento, y en donde todos sus personajes, se dirimen en un perturbador tierra de nadie, como metáfora perfecta de una sociedad como la francesa de aquel momento, dominada por el pesimismo. Imbuida en una densidad dramática que se encuentra presente desde sus primeros compases, me gustaría destacar tres instantes especialmente memorables, en la película de Yves Allégret. De un lado, ese travelling lateral, que describe el deambular de Pierre por las calles de la población, mientras en sentido opuesto discurre una fila de niños, dirigidos por una monja -detalle que incide en su propio pasado-. Por supuesto, la manera, recurriendo de nuevo al off narrativo, con la que Pierre culminará su andadura existencial y, muy cerca de ese instante, como no podía ser de otra manera, el sorprendente, interminable, impetuoso y liberador travelling de retroceso, con el que concluye la película, en el que no dudo que François Truffaut se tuvo que inspirar, a la hora de culminar su admirable LES CUATRE CENTS COUPS (Los cuatrocientos golpes, 1959).
Calificación: 3’5
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