Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

THE KILLERS (1946, Robert Siodmak) Forajidos

THE KILLERS (1946, Robert Siodmak) Forajidos

Creo que no descubro nada, al señalar que en muchas ocasiones la conjunción de talentos que actuaron en insospechada simbiosis permitió el logro de inolvidables resultados cinematográficos. Estoy convencido que en THE KILLERS (Forajidos, 1946), la decisiva presencia como productor de Mark Hellinger, supuso el catalizador de un proyecto que aglutinó la adaptación del relato corto de Ernest Hemingway, oficialmente a cargo del experto Anthony Veiller, aunque contando con la aportación apócrifa de John Huston y Richard Brooks. Sea como fuere intuyo que la confluencia de estos elementos, son los que permitieron el extraordinario resultado final de una película, a la que probablemente podemos considerar sin dificultad no solo como la aportación más valiosa de Siodmak dentro del noir, sino con probabilidad la cima de toda su carrera. Existe en sus fotogramas una extraña y afortunada conjunción de relato documental sobre una sociedad de posguerra traumatizada, un respeto a determinadas convenciones del género ya consolidadas, o una estructura de film-encuesta que permite al mismo tiempo recorrer diversos recovecos complementarios de ese mundo norteamericano herido. Y, finalmente, unido a una especial estilización de la querencia expresionista en la puesta en escena de su director, un especial cariño a esa galería de criaturas que, independientemente de su cercanía con el mundo del delito, en el fondo aparecen como simples fichas en un destino casi prefijado para ellos, y a las cuales la procedencia de una investigación irá revelando las costuras de un pasado más o menos cotidiano, que se encontraba ya abonado para el olvido.

THE KILLERS se inicia de manera admirable -a pesar de cierta estridencia en la banda sonora de Miklos Rosza en estos minutos de apertura-. Como sucedería en títulos inmediatos del género como el inmenso OUT OF THE PAST (Retorno al pasado, 1947. Jacques Tourneur), se nos trasladará a la pequeña localidad de Brentwood, donde acudirán dos temibles pistoleros (encarnados por William Conrad y Charles McGraw), a un café nocturno dispuestos a encontrarse con el joven Ole Anderson (Burt Lancaster) apodado ‘El Sueco’, al objeto de liquidarlo. Pese a las advertencias de un amigo de este, quien conocerá la intención de los pistoleros, Ole en realidad aceptará su muerte, aislado en la oscuridad de una triste habitación, como si reconociera la necesidad de esa catarsis definitiva, que se resolverá en unos instantes de una asombrosa garra cinematográfica, entre el resplandor de unas balas que parecen romper la negrura física de ese crimen.

Todo ello no será más que el preludio del eje argumental de la película; la investigación que propiciará Jim Reardon (Edmond O’Brien) inicialmente al objeto de localizar a la destinataria de los 2.500 dólares que cubría el seguro del asesinado -en realidad una anciana que había acogido a este en un periodo delicado de su pasado-. Sin embargo, ello servirá como señuelo para descubrir los testimonios de diversos amigos que este atesoró en su convulsa existencia -lo que permitirá una sucesión de pequeños relatos articulados en diferentes flashbacks que respetarán de manera escrupulosamente el punto de vista de cada uno de sus personajes dentro del engranaje del relato-, lo que de manera inesperada le proporcionará crecientes pistas encaminadas a intentar descubrir el paradero de un botín de cerca de un millón de dólares en el que participó Ole, y cuyo paradero intuye se encuentra aún oculto, ya que de manera paulatina irán teniendo acto de presencia diversos de los componentes de la banda que ejecutó el golpe. Ello irá conformando una maraña casi irrespirable en la que muy pronto aparecerá la maligna figura de Jim Colfax (Albert Dekker), unido a la de la sinuosa femme fatal que conformará la bella Kitty Collins (Ava Gardner). Por ello, y según Reardon -ayudado muy poco después por el viejo amigo de Ole, el teniente Sam Lubinsky (magnífico Sam Levane)- vaya avanzando en sus pesquisas -para lo cual solicitará en reiteradas ocasiones permiso de su compañía aseguradora- ambos irán comprobando que una sombra invisible de siniestra ascendencia les irá rodeando, ya que al igual que ellos, otras personas buscan afanosamente el botín que intenta alcanzar el detective de la compañía.

A partir de dichas premisas, THE KILLERS deviene todo un canto trufado de desesperanza. Utilizando quizá una estructura heredada del CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941) de Welles, lo cierto es que el entramado del film de Siodmak se extiende a la mirada global de un mundo que alberga un reverso a su aparente vida diaria cotidiana, y en el que se encuentran inmersas criaturas frágiles, obligadas en un momento determinado a inclinarse a las facilidades del delito. Otras especialmente ligadas a la práctica cotidiana del mismo, y otras quizá, para las cuales la debilidad de su propia existencia no les permitía otra alternativa. Y es que dentro de la grandeza de esta extraordinaria película, uno se puede detenerse en la simbiosis que el cineasta albergó con el operador de fotografía Woody Bradell, quien acierta al transmitir con los contrastes de su admirable blanco y negro, esa alquimia entre una iluminación directa, contrastada, y de ecos expresionistas. O en la precisión del montaje ofrecido por Arthur Hilton, tan importante en un relato donde la integración de sus diferentes segmentos aparece sedimentada a la perfección. No obstante, si hay algo que me impacta de manera especial en esta magnífica obra, es en el cariño con el que Siodmak trata a sus personajes, quizá de manera especial aquellos insertos en un segundo término, a los que mima utilizando para ello una admirable dirección de actores. De todos es sabido que se trata de la película que facilitó el debut de un joven Burt Lancaster, de quien el director utiliza a la perfección la vulnerabilidad de su imponente presencia física. Algo que tendrá una especial significación en la secuencia que se describirá en el camerino donde se enracima casi sin sentido, tras el brutal combate que culminará su andadura como boxeador, y que supondrá el detonante para acudir al asidero de las facilidades del delito. Siodmak logrará planificar de manera muy afilada las secuencias de los primeros contactos de este con Kitty (por más que a mi juicio la Gardner en algunos momentos despliegue cierta falta de contundencia ante la pantalla). O lo hará en aquellos momentos en que aparece la rivalidad amorosa de este con Colfax, todo un criminal con pies de barro, y por quien en los últimos instantes de la película no dejaremos de sentir conmiseración, y que incluso albergará un postrer instante de dignidad ante la mujer a quien ha amado y ha engañado.

Sin embargo, uno no deja de admirar esos personajes ubicados casi entre la penumbra del relato. Como ese Lubinski que se convertirá en involuntario destinatario del legado del fallecido Ole, que fue amigo en su infancia. O, de manera especial, en el conmovedor Blinki (encarnado Jeff Corey, uno de los mejores característicos de Hollywwod), capaz de relatar detalles del asalto en su lecho de muerte, en una triste habitación de hospital. Su solitario entierro, descrito con la iconografía del cine de terror, nos permitirá acercarnos al perdido Charleston (maravilloso Vince Barnett), alguien con la mente ida, del no podremos por menos que compadecernos.

Pero con ser valiosísima esa galería humana -incluso ante un matón sin escrúpulos como Dum-Dum (Jack Lambert), en un momento dado comprobaremos su debilidad-, lo cierto es que dentro de un relato tan denso, tan creíble, tan bien engarzado, provisto de un valiosísimo sentido de la inmediatez -la marca Hellinger se encuentra presente en todos sus fotogramas- se encuentran inmersos momentos y secuencias inolvidables. Algunas ya las hemos reseñado, pero resulta difícil no destacar la atmósfera casi gótica de la conclusión de su enrevesado argumento. Pero junto e incluso por encima de ellos, es imposible dejar de destacar un fragmento provisto de una tensión casi explosiva, como el que se describe en el interior de ese café donde Reardon se reúne junto a Ketty por vez primera, y en donde este sufrirá una emboscada por parte de los dos matones que contemplamos al iniciarse la película, siendo salvado in extremix por parte de un camuflado Lubinsky. Sin embargo, si tuviera que evocar THE KILLERS en una sola de sus secuencias, no dudaría un instante en destacar el deslumbrante, asombroso, plano secuencia descrito en grúa, en el que la narración por parte de Rearden de la noticia del atraco que centrará la acción, tendrá el contrapunto visual con la compleja, casi imposible resolución fílmica del mismo, en un alarde cinematográfico del que, de manera sorprendente jamás se menciona, y que quizá supusiera la más atrevida set pièce de la obra del cineasta. Antes señalábamos que probablemente utilizara en la película, una estructura de film-encuesta heredada de CITIZEN KANE. Del mismo modo, no puedo dudar que el propio Welles tomaría como referencia esta deslumbrante secuencia, a la hora de inspirarse para el inolvidable plano secuencia con el que iniciaría la extraordinaria TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1957. Orson Welles).

Calificación: 4

2 comentarios

Sevisan -

Efectivamente, "The killers" es un film brillante, y la secuencia del robo es absolutamente magistral. Sin embargo, su estructura en flash-backs me parece un poco artificiosa y la trama demasiado complicada.
Prefiero el otro célebre noir de Siodmak, "Cris-cros" (El abrazo de la muerte), Yvonne de Carlo compone una "femme fatale" más compleja que la de Ava Gardner, y el final es realmente angustioso.

Luís -

Sencillamente magistral para mí, la mejor en la filmografia de Siodmak junto con el abrazo de la muerte