PHANTOM LADY (1944, Robert Siodmak) La dama desconocida
PHANTOM LADY (La dama desconocida, 1944) es la séptima de las películas rodadas por Robert Siodmak en Estados Unidos, por más que sea quizá la primera de cierta importancia, aunque solo fuera por el hecho de suponer la primera incursión del cineasta en los contornos del noir. Siodmak ya se encontraba bajo contrato en la Universal, de donde había firmado muy poco tiempo antes la nada desdeñable SON OF DRACULA (1943), que quizá habría que situar como su auténtico ámbito de experimentación en ese recorrido por atmósferas oscuras y desasosegadoras, por más que en este caso se imbuyera por completo en las costuras del cine de terror.
En cualquier caso, PHANTOM LADY brinda ese segmento inaugural de un ciclo de especial relevancia en la historia del género, por más que en sí mismo aparezca quizá como su exponente menos atractivo y, a fin de cuentas, nos encontremos con una de esas rarezas que en ocasiones brindaba una corriente en aquellos momentos en plena ebullición y expansionismo, que podría ir del desaforado expresionismo de STRANGER ON THE THIRD FLOOR (1940, Boris Ingster) al contorno de tragedia que esgrime DETOUR (1945), la obra cumbre de Edgar G. Ulmer. Entre ambos referentes, esta adaptación de un relato de intriga de Cornell Woolrich alberga una serie de elementos que le proporcionan no poca singularidad, por más que su apreciable conjunto se resienta de una casi inevitable aura de artificio -y escasa credibilidad argumental-, que solo en ocasiones queda soslayada por oportunas ráfagas de inventiva cinematográfica.
La película se inicia con la plasmación de un extravagante sombrero femenino, que en realidad articulará la intriga propuesta, y que muy pronto descubriremos forma parte de la indumentaria de una elegante mujer de mediana edad caracterizada por la tristeza de su semblante -Ann Terry (Fay Helm)-. Esta se encontrará en una taberna con Scott Henderson (Alan Curtis), quien comparte con ella desazón de su rostro y traba una cortante conversación con ella. Pese a sus reticencias, logrará llevarla a contemplar una función de variedades, tras la cual ambos se despedirán, decidiendo de manera expresa Ann que Henderson no conozca ningún detalle que la pueda identificar. Lo que podría erigirse como un furtivo encuentro sin graves consecuencias, muy pronto se transformará en el inicio de una pesadilla para este arquitecto de profesión, puesto que dentro de su acomodada vivienda se encuentran agentes de la policía, ya que en la misma se ha estrangulado a su esposa con una de sus corbatas.
A partir de ese momento Scott se introducirá en la investigación popular al narrar su argumentada coartada, que pronto se vendrá abajo al comprobar como los testigos que le han visto horas atrás con la mujer del sombrero, coinciden en negar dicha presencia. Tal es así que la vista en la que se enjuiciará su acusación de asesinato muy pronto se activará en su contra, siendo condenado a muerte y, en definitiva, abandonado por el influente entorno que hasta entonces le rodeaba. Tan solo su secretaria -Carol Richman (Ella Raines)- que siempre se ha encontrado secretamente enamorada de él, creerá en su inocencia, e incluso lo visitará en el penal donde se encuentra confinado, pero se verá casi indefensa en su decidida lucha para intentar por encima de todo localizar a esa mujer huidiza que podría avalar su coartada. Sin embargo, y cuando apenas restan pocos días para que la ejecución del acusado se lleve a cabo, Carol quedará sorprendida de encontrar la ayuda del inspector Burgess (Thomas Gomez), que hasta ese momento había dirigido las pesquisas contra el condenado, pero a quien su olfato -y la torpeza de Henderson en defenderse- le hace apostar por su inocencia. A partir de ese momento la muchacha se adentrará en atrevidas pesquisas para intentar alcanzar su objetivo, ayudada de manera extraoficial por Burgess. Será este un camino lleno de peligros, bordeado de asesinatos, y en el que se incorporará el mejor amigo de Scott -Jack Marlow (Franchot Tone)- que se encontraba de viaje en el momento de producirse el asesinato de su esposa y celebrarse la vista que lo condenará a muerte.
De entrada, si uno quiere disfrutar de las relativas cualidades que alberga esta curiosa película, lo más conveniente es olvidarse de las torpezas e incluso incongruencias que plantea el guion de Bernard C. Schoenfeld, de la escasa empatía que desprenden no pocos de sus personajes episódicos -los policías que acompañan a Burgess devienen propios de la comedia más chusca; la estridencia de Estela Monteiro (Aurora Miranda), la vedette de la compañía de revista- o del escaso acierto del casting seleccionado, en el que destacará la evidente antipatía generada por Alan Curtis, el exagerado histrionismo brindado por el generalmente magnífico Elisha Cook, Jr., o el caso flagrante de Franchot Tone, sobre el que volveremos más adelante. Pese a la escasa enjundia dramática que plantea Ella Reines, puede decirse que solo Thomas Gomez acierta a encarnar un rol con el que se pueda identificar el espectador, pese a que su presencia en pantalla no sea demasiado amplia y que el propio intérprete nos ofreciera otros roles más recordables.
Si uno se apresta a analizar ¿Es en el fondo tan importante la búsqueda de esa anónima mujer cuando los propios testigos asumen conocer al acusado? ¿Cómo se puede asumir dejar en el aire el destino del tabernero que sufre un accidente en el off narrativo? ¿No deviene extremadamente ridícula la manera con la que Carol descubre la identidad del asesino; simplemente abriendo un cajón? Pero es que, junto a ello, el elemento más enervante de la película lo constituye la presencia y definición del personaje encarnado por el habitualmente brillante Franchot Tone, cuya errónea configuración del que muy pronto conoceremos es el asesino, no puedo entender no fue advertido por su realizador. Sus tics en los ojos y las manos, la absorbente y casi chirriante intención de encontrarse presente en las investigaciones provocan un extraño rechazo en el espectador, e impiden que la película albergue mayores cotas de interés.
Y es que PHANTOM LADY, pese a todo, las alberga. De entrada, por su decidida apuesta por una clara atonalidad. En realidad, salvo en la mórbida secuencia final, dominada por una brillante e inquietante planificación -atención a la fuerza que adquieren las esculturas que presiden el apartamento-, el espectador asiste a un relato dominado por un abierto desapego en su mecánica de suspense. Esa propia dinámica de personajes poco empáticos quizá favorezca de manera indirecta esta sensación. También lo hará el desapego con el que es descrita la vista -apenas unos insertos de notas de las sesiones, servirá para plasmar la misma-, o incluso en la plasmación de la manera con la que Gloria irá acercándose al tabernero para intentar que este le cuente la verdad de su falso testimonio. Lo hará con su reiterada y callada presencia en la barra de la taberna, y más adelante en una sorprendente persecución nocturna a este por las calles newyorkinas, que aparece casi como un reverso desdramatizado del canónico pasaje previo inmortalizado por Jacques Tourneur en CAT PEOPLE (La mujer pantera, 1942).
El film de Siodmak contendrá una curiosa, algo estridente y por algunos muy valorada secuencia de inesperada sesión de jazz protagonizada por el citado Duerya, pero a mi juicio albergará dos episodios más logrados en aquellos instantes donde la acción deja de lado esa apuesta deliberada por el artificio, y deja entrever cierta comprensión entre sus personajes. Lo brindará la secuencia del deseado encuentro entre Gloria y Ann, donde esta dejará de lado su voluntario aislamiento psicológico y le confesará el drama interior que le atormenta. Sin embargo, optaré por quedarme por un pasaje que suele pasar desapercibido, y que llega a transmitir al espectador cierta sensación de desahogo compartido. Me refiero al retorno de Gloria a su apartamento, donde la esperará Burgess, quien le transmitirá su creencia de que Scott es inocente. Será un momento en el que el rostro de la joven se ilumine de manera instantánea.
Calificación: 2’5
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