THE STRAWBERRY BLONDE (1941 Raoul Walsh) [La pelirroja]
Raoul Walsh rueda THE STRAWBERRY BLONDE (1941) en medio de un periodo especialmente febril e inspirado en su filmografía, bien engrasado en Warner Bros, el estudio en el que desarrolló lo más rotundo de su amplia y perdurable obra. Y hay que señalar que, de entrada, nos encontramos ante una de las películas más insólitas jamás realizada por nuestro director, al tiempo que reveladora de una versatilidad que, por lo general, le fue negada. Basada en una obra teatral de James Hogan -de la cual esta fue la segunda de sus tres versiones- y trasladada como guion de mano del prestigioso tándem formado por Julius J. y Philip G. Epstein, nos encontramos con una película deliciosa, que asume la textura de un Americana urbano, acompañando las muestras paralelas que en aquellos mismos años iniciaba el gran Henry King en el seno de 20th Century Fox.
De entrada, el primer elemento que nos brindan sus imágenes es su delibrada configuración visual. Algo que nos retrotrae al propio periodo silente, intentando buscar un determinado grado de retroceso en el tiempo, y buscando cierta añoranza a títulos tan populares en su momento en el cine USA como LITTLE ANNIE ROONEY (La pequeña Anita, 1925. William Beaudine), a lo que ayudará de manera extraordinaria la oscura y contrastada iluminación en blanco y negro del gran James Wong Howe. THE STRAWBERRY BLONDE inicia sus imágenes en el Brooklyn del siglo XX de manera muy dinámica. Una sucesión de planos contrapuestos -esa lucha del perro y el gato- nos presentará al protagonista del relato, el aún joven y, en el fondo fracasado T. L ‘Biff’ Grimes (magnífico James Cagney) jugando a la herradura con su fiel amigo y confidente Niccolas Pappalas (conmovedor George Tobías). En pocos instantes, y con la presencia como fondo del elegíaco tema musical ‘Wait ’Till the Sun Shines, Nellie’ introducirá el drama interior que atenaza a Biff, un dentista sin clientela, casado con la abnegada Amy Lind (esplendida Olivia de Havilland). El sonido de esa tonada y las miradas sombrías entre el dentista y su fiel amigo, abrirán la espita a la amargura del primero, de quien pronto sabremos estuvo en la cárcel, y que el inesperado reencuentro con el acomodado caradura Hugo Barnstead (un Jack Carlson que parece preludiar los modos interpretativos del gran Walter Matthaw) dispuesto a que este -sin saber que se trata de Biff- le extraiga una muela que le atenaza de dolor, introducirá en el dentista una mirada retrospectiva y al mismo tiempo le hará aflorar un instinto de venganza. Será en esos pasajes, donde Walsh acertará a introducir una variable atonalidad en los momentos confesionales de la pareja de amigos, y en donde se ondeará de un tono de comedia a otro casi elegíaco, llegando por momentos a asumirse ecos del romanticismo -no dudo que de manera involuntaria- puestos en práctica por cineastas tan alejados en apariencia del mundo walshiano, como Frank Borzage e incluso Max Ophuls.
Serán pasajes donde una mezcla de amargura, resignación y melancolía se adueñarán de la pantalla, e introducirán un extenso flashback que centrará la mayor parte de la película y en el que, a grandes rasgos, se narrará una vertiginosa ‘ronde’ de sentimientos, expresada por Walsh partiendo de su ligereza tras la cámara, el admirable diseño de producción y su ya señalada impronta visual, y una admirable dirección de actores. En realidad, lo que determina el alcance de THE STRAWBERRY BLONDE es la eterna historia de la búsqueda del amor verdadero, escondido tras la apariencia del atractivo que generará en el joven Biff la arrolladora Virginia Brush (a la que Rita Hayworth aporta una irresistible mixtura de sensualidad y vulnerabilidad), lo que le hará ignorar el cariño y la entrega que desde el primer momento le brindará Amy, amiga de la primera. Pero, al mismo tiempo, y en un segundo plano, la obra de Walsh nos expresa con considerable originalidad el proceso de una ciudad que va adentrándose hacia el progreso. Un mundo que se incorpora a la llegada de la luz eléctrica y el abandono del gas, o sustituir los viejos carros a caballos por el automóvil y, con ello, el crepitar de una sociedad que se encuentra en ese proceso, y en la que se incorporarán negocios fraudulentos -los auspiciados por Barnstead- o el ansia por acceder a clases burguesas -trampa en la que caerá Virginia, a costa de dejar de lado el amor que, de manera secreta, siempre mantuvo con Biff desde aquel encuentro-.
Dominada por la impronta de un ritmo interno de enorme precisión, las imágenes del film de Walsh discurren con una extraña musicalidad, destacando que sus instantes más relevantes transcurren en ese parque que pasará del gas a la luz eléctrica, y que parece erigirse como auténtico parnaso confesional de sentimientos. Será un ámbito donde la cámara de Walsh aparecerá absolutamente contemplativa, y dedicada a trasmitir los sentimientos, las emociones y las confesiones, de esos tres seres a los que ha centrado la película -en especial a su pareja protagonista-.
Así pues, dentro del gozoso devenir de THE STRAWBERRY BLONDE uno descubre y llega a contagiarse de la felicidad colectiva que transmite el encuentro entre Biff y Virginia, acentuando esa musicalidad que ha caracterizado esa cercanía entre ambos, y que culminará cuando el primero la deje concertando una futura cita que no se producirá y exteriorice una cabriola revestida de emoción que, por momentos, parece preludiar ese estado de felicidad expresado por el Gene Kelly de la muy posterior SINGIN’ IN THE RAIN (Cantando bajo la lluvia, 19523. Stanley Donen & Gene Kelly).
Esa capacidad de alternar instantes de felicidad, de romanticismo, de anhelo y también de frustración, son transmitidas a la pantalla por un Walsh pletórico, que es capaz de describir la estancia de Biff en prisión con una deslumbrante sucesión de pequeñas secuencias de corte humorístico, que culminarán con un plano revelador del paso del tiempo; este saldrá a la puerta de la cárcel y se topará sorprendido ante un vehículo, perfecta metáfora del paso del tiempo y los avances del progreso mientras se encontraba interno. O la soterrada tensión que se establecerá en la cena que Hugo y Virginia, ya casados, ofrecen a Biff y Amy, donde se expresarán las tensiones existentes entre ambos -entre la que no será menor la establecida entre el adinerado matrimonio-, y que culminará con un inesperado apagón de la ostentosa lámpara que ilumina la lujosa estancia, permitiendo un inesperado destello de romanticismo tardío, expresado de manera elíptica; el cariñoso abrazo que Virginia brindará a Biff en la penumbra. Esa veta romántica se establecerá en numerosos pasajes del relato, uno de los cuales aparece como su auténtica entraña: la incomparecencia de Virginia a la segunda cita con el dentista. En su lugar por allí discurrirá Amy, despojándose de la impostura que había caracterizado el primer encuentro entre ambos, e iniciándose una corriente de mutua afectividad, que quizá inicialmente para el dentista suponga el refugio de la inmensa humillación que siente su alma, incapaz de reconocer en la muchacha a la mujer que le acompañará amorosamente el resto de su existencia. Lo reconocerá en los últimos pasajes, después de su hilarante venganza, asumiendo que el fondo encontró en ella a la compañera de su vida.
Calificación: 3’5
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