DIE LETZTE CHANCE (1945. Leopold Lindtberg)
Que el análisis de la Historia del Cine no ha albergado aún un análisis completo de una dilatada andadura que sobrepasa sus 125 años, lo evidencia algo tan palmario como que una película de la excelencia de DIE LETZTE CHANCE (1945, Leopold Lindtberg) resulte en nuestros días casi totalmente desconocida, en vez de recibir el merecimiento que debería, para estar situada a la altura de los mejores títulos rodados aquellos primeros años de Neorrealismo por cineastas como Rossellini, Visconti o De Sica. Unas cualidades presentes incluso en títulos menos recordados -más no menos valiosos- como LA BATAILLE DU RAIL (1945, Réne Clément) o FUGA IN FRANCIA (1948, Mario Soldati). Y no cabe consignar en este sentido el hecho de haber sido en su tiempo una película oculta o ignorada. Antes al contrario, en el momento de estreno y coincidiendo con la conclusión de la II Guerra Mundial -entre finales de 1945 y los primeros meses del año siguiente- albergó no solo un -por otra parte lógico- éxito popular en los países occidentales victoriosos, sino que resultó ser la película triunfadora en el Festival de Cannes 1946. Sorprendentemente, este justo reconocimiento se fue diluyendo con el paso de los años, quizá motivado por el hecho de estar realizada por el vienés Leopold Lindtberg, de muy corta andadura cinematográfica posterior -apenas cuatro largometrajes, ninguno de ellos conocido- tras la que desarrolló una extensa andadura televisiva.
Sea como fuere, con DIE LETZTE CHANCE nos encontramos con el asumido título más relevante de la cinematografía suiza, siendo realizada meses antes de la caída del III Reich, con lo cual además se anticipó en su apuesta por el final de la tiranía nazi. En cualquier caso, por encima de estos elementos más o menos coyunturales -aunque merecedores de ser ubicados en el haber de la valentía de la propia configuración de la película-, en sus imágenes se destila, con auténtica sinceridad, tanto discursiva como, sobre todo, propiamente cinematográfica, uno de los más valiosos discursos humanistas que el cine mundial legaría a la posteridad en aquel tiempo, aún anhelando la búsqueda de una paz mundial que muy pronto llegaría.
Nos encontramos en el norte de Italia de 1943. Un tren dirigido por alemanes transporta de noche camino a Innsbruck un contingente de prisioneros de guerra. El vehículo es atacado y bombardeado por fuerzas aliadas, sin saber que en sus vagones se encuentran sus propios soldados. De la cruenta refriega escaparán dos jóvenes; el teniente inglés John Halliday (John Hoy) y el sargento norteamericano Jim Braddock (Ray Reagan). Ambos lograrán esconderse en un pajar, siendo pronto ayudados por el veterano tendero propietario del mismo, quien los llevará hasta un transportista, que los esconderá en su carruaje lleno de alimentos, escapando de la persecución fascista, e intentando llegar hasta la frontera suiza trasladándose por un lago. En dicho intento, Halliday conocerá a la joven y hermosa Tonina quien, en última instancia, les informará de la firma de un armisticio cuando iban a huir por el lago en una vieja barcaza entre las sombras de la noche. Por desgracia, la paz resultará efímera, y los dos militares -ya vestidos de civiles- tendrán que escapar escondidos en un tren, desde donde vislumbrarán una deportación de judíos. Ambos lograrán alcanzar un pueblo de montaña, tras ser autorizados a entrar por parte de los partisanos. donde serán acogidos por el párroco de la localidad -encarnado por un magnífico Romano Calò-, quien los llevará a la posada del pueblo, donde se encuentran reunidos diversos refugiados, dominados por diversas nacionalidades y hablas. Bajo la lluvia, y a la espera de la ayuda brindada por el guía de montaña del pueblo, los jóvenes militares se encontrarán en la parroquia con el mayor inglés Telford (Ewart G. Morrison).
Las en apariencia positivas perspectivas para poder encauzar el traslado de los refugiados a la frontera con la suficiente calma, se romperán al anunciarse por radio la liberación de Mussolini por parte de los nazis. Ello propiciará que un despreciable vecino, antiguo fascista, rememore su condición y se erija en delator, lo que propiciará por un lado que los partisanos sean ejecutados y bombardeados por los nazis y, sobre todo, las hordas fascistas lleguen a la vieja población, ametrallen a sus hombres e incluso detengan al párroco. Muy poco antes huirán los refugiados, encabezados por los tres militares, desplazándose hasta el pueblo de Giuseppes, el guía, que aparecerá completamente arrasada por los fascistas y con un aspecto fantasmal. Hundidos y desmoralizados, los tres protagonistas se plantearán huir en solitario -con altas probabilidades de alcanzar la frontera-, mientras el resto de refugiados se encuentran disminuidos y aterrorizados. Sin embargo, de entre los rencores entre ambos surgirá un halo de solidaridad, a la que se sumarán los pequeños de la localidad que se han quedado huérfanos por el asesinato de sus padres -entre los que se encuentra el propio guía-, al haberse encontrado allí un fusil. Ello propiciará un traslado penoso a través de la inclemencia de una copiosa nevada y un fuerte viento, en el que alguno de los refugiados de mayor edad, se encontrarán a punto de rendirse. Sin embargo, de manera providencial aparecerá una vieja cabaña, en la que el conjunto de la expedición logrará un inesperado oasis, e incluso se podrá verificar una catarsis de solidaridad colectiva al cantar una canción de confraternidad en los diferentes idiomas. De pronto, la inesperada presencia de una patrulla fascista se erigirá como un obstáculo casi insalvable para que el conjunto de expedicionarios pueda alcanzar la frontera. Será el momento en el que el joven, observador y audaz Bernhardt (Robert Swartz) hijo de Frau Wittels (Therese Giehse), asumirá la necesaria valentía para ofrecerse como señuelo a los patrulleros y, con ello, desviar la atención y lograr que sus compañeros puedan alcanzar su objetivo. Todo se desarrollará con valentía y arrojo, pero en la refriega -finalmente exitosa- quedará herido Halliday, imbuido incluso bajo el dolor de las balas de un extraño sentimiento de protección hacia sus semejantes, logrando activar en Telford el máximo interés para que las autoridades suizas no devuelvan a los fascistas ninguno de los refugiados, que caerían en una muerte segura.
Pese a sus pequeñas y justificables ingenuidades, DIE LETZTE CHANCE atesora desde sus primeros fotogramas un intenso marchamo de verdad cinematográfica. Será un intenso aroma al que ayudará el verismo casi documental que desprenderá la iluminación en b/n ofrecida por el operador de fotografía Emil Berna, y que tendrá su primera parada en el violento, fantasmagórico e incluso surrealista espectáculo del bombardeo aliado de un convoy con presos igualmente aliados, expresando a la perfección el sinsentido de la lucha bélica. A partir de esa primera secuencia, que servirá para describirá el encuentro de los dos jóvenes protagonistas -al igual que el mayor inglés, ambos auténticos soldados que escaparon del cautiverio alemán, y que ejercieron como contundentes intérpretes aficionados-, el posterior discurrir del film de Lindtberg deviene tan duro, doloroso, dantesco y conmovedor, en función del discurrir dramático de su sincera singladura argumental. En sus imágenes se muestra la capacidad del ser humano de ondear las aguas que van del egoísmo a la generosidad, de la mezquindad al sentimiento de catarsis colectiva, de lo pavoroso a la esperanza, del amor a la muerte. Son rasgos que emergen en obras como esta, rodadas desde las entrañas, y cuyas premisas parecen surgir de lo más hondo del ser humano. Todo en su peripecia humana tiene algo de fatum y al mismo tiempo de esperanza hacia el futuro. Y todo, igualmente, se encuentra impregnado de una extraña fisicidad. Es algo que se expresarán en la hermosa belleza de las secuencias descritas en la orilla del lago, en el inesperado encuentro entre Halliday y Tonina -que por su propia aura telúrica, parecen trasladarnos a los mejores momentos del cine de Murnau-. O en los oscuros augurios que describen las nubes sobre la luna en la noche, mientras la pareja protagonista intenta huir, hasta que la muchacha les anuncia el efímero armisticio.
Esa fisicidad se trasladará en las secuencias exteriores de ese pueblo montañoso, de calles áridas y aspecto miserable, cuya humedad y casi ruinoso aspecto casi puede palpar el espectador. Será algo que alcanzará un aspecto dantesco, casi aterrador, ante la llegada a ese otro pueblo arrasado por completo por los fascistas, y en la que se encontrará en estado catatónico la propia madre del guía que buscaban, casi como si nos adentráramos en la antesala del infierno, y en un segundo término se pueda vislumbrar la masa de hombres ejecutados. Ese inesperado vía crucis colectivo prolongará su agonía con un imposible deambular ante la diversidad del frio, la nieve y el viento, que solo encontrará un remanso de paz en una vetusta y polvorienta cabaña. El recinto servirá para exteriorizar entre los exhaustos expedicionarios una improvisada y sincera ceremonia de confraternidad, hombres y mujeres de diferentes países, edades y extracciones sociales, que se sumarán a un cántico colectivo en el que se superará la diversidad de lenguas en busca de una confraternidad común. No obstante, aún tendrán que esconderse ante la inoportuna cercanía de esa patrulla fascista que, en última instancia, se erigirá como un obstáculo infranqueable.
Pero junta a esa sensación física y opresiva del miedo, el horror y la dureza del esfuerzo -entre el que no conviene olvidar la fuerza de la secuencia nocturna del confinamiento de judíos en el tren, en donde observamos el desesperado intento de Frau Wittels por evitar separarse de su esposo al tirarse a las vías del tren-, DIE LETZTE CHANCE habla de las debilidades y las grandezas del ser humano. De como un joven casi sin futuro conocerá un efímero amor -Halliday en su encuentro con Tonina y, en los últimos fotogramas, prácticamente se dejará morir por expresar un grito de solidaridad colectiva-. Como el introvertido Bernhardt madurará en muy pocas horas y, tras conocer la deportación de su padre, no dudará en sacrificarse para lograr que sus compañeros salven la vida. O como ese sacerdote íntegro -un poco como el Aldo Fabrizi de ROMA CITTÀ APERTA (Roma, ciudad abierta) rodada por Roberto Rossellini ese mismo año, afrontará su muerte con una enorme dignidad, tras asistir a una aterradora secuencia en la que el ruido de las ametralladoras -magnífico el uso en off del sonido- se sobrepondrá al oficio religioso en que este se dirige a las mujeres de la población. Precisamente será delatado por el fascista resentido, en una secuencia de extraño dolor que el párroco asumirá como algo inevitable, y que permitirá una entrega de este tras despedirse en silencio caminando hasta la puerta del templo para dirigirse a sus captores y ejecutores. Mientras la acción se encuentra junto a los refugiados expedicionarios, una ráfaga de metralla anunciará al espectador el lejano fusilamiento del clérigo, sin que los personajes intuyan dicha circunstancia.
Pero es que ese retrato de personajes permitirá que aquellos más proclives al estereotipo -el del sobrevenido fascista delator- no deja de albergar esa secuencia junto a su recelosa esposa, en la que intenta justificar la mezquindad de su comportamiento, o la cobardía con la que se enfrentará al sacerdote al haber actuado como un renacido Judas. Todo en la película adquiere una extraña hondura, como la sufrida Frau Wittels, a la que contemplamos previamente en la dolorosa despedida de su esposo al ser detenido, y en la que su hijo en cierto modo actuará como implícita rebelión al excesivo celo que sobre él ejerce su progenitora. O la presencia de ese arquetípico intelectual que se irá dejando el testimonio de su obra a jirones, en una secuencia ante la tempestad en la que la maleta que porta despliega a los cuatro vientos el legado de su vida intelectual. DIE LETZTE CHANCE culmina de manera conmovedora, en un gesto colectivo de solidaridad, al contemplar a Halliday dejando su vida entre los girones de lucha hacia “su” gente y, sobre todo, con la tristeza de un funeral de tanta sencillez como dolorosa emotividad, en la que el viejo féretro del muchacho es sepultado entre las flores y la tierra de sus compañeros de aventura y el estallido de las salvas militares, mientras un plano general trasmuta el discurrir de la pequeña comitiva de asistentes, en una intermitente hilera de seres se incorpora como inesperado preludio de esperanza. El film de Lindtberg se mantiene incólume en su dolor, en la tristeza de su mensaje o la vigencia de su entramado dramático -el complejo plano secuencia que describe la alegría colectiva del cántico de los expedicionarios en la vieja cabaña-. El imperdonable olvido que sigue asumiendo dentro del mejor cine humanista de periodo tan importante para el mundo occidental, tan solo tiene una contrapartida; el placer que supone asistir y conmoverse, al poder descubrir una obra tan magnífica.
Calificación: 4
0 comentarios