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CINEMA DE PERRA GORDA

LIMELIGHT (1952, Charles Chaplin) Candilejas

Tras el enorme revés comercial que recibirá en 1947 con la extraordinaria MONSIEUR VERDOUX (Monsieur Verdoux) -quizá el largometraje más arriesgado de su carrera-, Charles Chaplin se toma cinco años de descanso para acometer su siguiente obra. Nos situamos en un ámbito irrespirable para la cultura y la cinematografía norteamericana, donde una figura liberal como la de Chaplin no hace más que cosechar la expresión de una cierta animadversión, quizá por negarse a asumir la nacionalidad norteamericana.

Sea como fuere, y en un contexto donde el maccarthismo se extiende como un tumor incurable, y tras las apariencias de un plácido y cómodo rodaje, el cineasta inglés sorprende a todos con LIMELIGHT (Candilejas, 1952), una obra de aparentemente cómoda ejecución, que le permite retornar de manera directa con el melodrama -tras su experiencia previa con la admirable y lejana A WOMAN OF PARIS: A DRAMA OF FATE (Una mujer de París, 1924)-. Sin embargo, en esta ocasión ha superado ampliamente la barrera de los sesenta años. Tras sus espaldas se encuentra ya la vivencia del fracaso e, irreductiblemente, vislumbra ante sí el fantasma de la decrepitud… y de la muerte. Todo ello, unido a la importancia del legado del artista, la sensibilidad y el paso atávico del pasado, dio como frito la que quizá haya quedado como la obra más personal del cineasta. También uno de sus títulos más memorables. Intuyo que, sin él pretenderlo, puesto que nos encontramos en los primeros pasos de la década, Charles Chaplin brinda otra de sus propuestas más arriesgadas, más íntimas y, al mismo tiempo, una de las cimas del melodrama legadas por el cine en dicha década. LIMELIGHT puede emparentarse con los mejores logros de Ophuls o Dreyer. Es más, no dejo de considerar como esta extraordinaria película, pudo ofrecer referencia a un entonces incipiente Ingmar Bergman, hasta el punto que su inolvidable y posterior SMULTRONSTÄLLET (Fresas salvajes, 1957), asume no pocos ecos del título que nos ocupa.

Nos encontramos ante una obra -iniciada en un rincón del verano de 1914 londinense, en donde podemos encontrar ecos que van desde Dickens hasta Griffith-, dominada desde sus primeros compases por la melancolía y una inequívoca aura fatalista. Un contexto en el que la sombría iluminación en b/n brindada por Karl Struss y un magnífico pero ajustado diseño artístico de Eugène Lourié, unido a la propia y atinada banda sonora compuesta por el propio Chaplin, brindan el marco inapelable, para esa dolorosa confesión en primera persona, en primer plano incluso, sobre la mirada atávica del pasado -son numerosas las referencias a los inicios artísticos del artista o a su propio pasado familiar-. Sus evocaciones rezuman el aroma de los desgastados escenarios de music hall para, a partir de esa mirada retrospectiva, articular una auténtica balada de la decadencia, del miedo a la senectud, envuelta en una perfecta modulación entre la sobriedad y la audacia expresiva. Entre el aura melodramática y la mirada comprensiva. Entre la importancia de la creación como expresión existencial y la inevitable llegada de la mortalidad.

Prácticamente desde sus primeros compases, LIMELIGHT transmite al espectador la complejidad de su estructura dramática. La llegada de Calvero a su vetusto apartamento y la situación extrema que le permitirá conocer y salvar de una muerte segura a la joven Terry (excepcional Claire Bloom), se encuentra plasmada con tanta sobriedad como riesgo cinematográfico. Nada sobra y nada falta en esos primeros minutos, que, además, se encuentran trufados de pequeños destellos de comedia, perfectamente modulados en la admirable performance que Chaplin efectúa de su protagonista -la recreación mímica de los pensamientos-. A partir de ese momento, nos encontramos con la manifestación de una hermosa historia de soledades compartidas, que permitirá por un lado al protagonista no solo salvar la existencia sino, especialmente, devolver su dignidad artística, a una traumatizada bailarina. Es decir, convertirla en el objeto de su última creación artística -resulta excepcional esa intensa secuencia en la que la muchacha descubre, accidentalmente, y tras el hundimiento de Calvero, que puede andar, culminada en un paseo nocturno de ambos por las calles de Londres-. Una vez alcanzado este objetivo, está intentará mostrarle su gratitud confundiéndolo con un amor, que el veterano artista sabrá en todo momento no es real -la presencia del joven personaje de Neville (Sydney Chaplin)-.

A partir de este punto de partida, encaminado a un inevitable y trágico desenlace, el cineasta articula una conmovedora reflexión sobre temas universales, con tanta delicadeza como hondura dramática -huyendo, por cierto, de ciertas críticas de sensiblería, que en ocasiones he llegado a leer-. Y hacerlo, además, asumiendo con enorme riesgo, las costuras del Film d’Art, prolongando la estela de títulos como THE RED SHOES (Las zapatillas rojas, 1948. Michael Powell & Emeric Pressburger), e imbricando, como señalaba al inicio de estas líneas, esta película, con propuestas firmadas posteriormente por Max Ophuls o los más ilustres representantes del drama cinematográfico sueco. Todo ello dará como fruto una película intensa, asumida hasta las entrañas, que nos brindará algunos de los mejores pasajes del conjunto de la obra de Chaplin y, en conjunto, del cine de su tiempo, por lo general, centrados en la repercusión sobre el rostro del protagonista. Secuencias como la pesadilla vivida por Calvero, que finalizará al contemplar el patio de butacas vacío e inerme ante su actuación, y culminado con un angustioso primer plano sobre su rostro -de nuevo este episodio aparece como clara referencia al SMULTRONSTÄLLET de Bergman-. O el dolor con que se expresa su fracasada reentré, donde los chuscos espectadores van abandonando el mugriento teatro, culminando con otro primer plano, en el que Calvero se limpia el maquillaje totalmente hundido. O la resolución del ensayo de Terry dentro del ballet donde ha sido elegida, que, finalmente, dejará a oscuras las bambalinas del teatro, dejando solo en el recinto a Calvero, iluminando apenas su rostro angustiado, consciente de que su relación con la muchacha no alberga ningún futuro.

Esa crecente intensidad dramática nos mostrará la sensación del cineasta para ir al grano en el relato -la elipsis que nos traslada a un Calvero convertido en músico callejero, tras huir del entorno de Terry al considerarse un estorbo para carrera triunfal de la muchacha y, también, su estabilidad emocional con Neville-. El cineasta habrá plasmado ese triunfo de la muchacha, por medio de esa deslumbrante plasmación del ballet que protagoniza, que es descrito mostrándolo desde el punto de vista del espectador, y también desde las bambalinas del mismo. A partir de ese momento, LIMELIGHT se adentra en una extraordinaria catarsis. En un clima emocional, envuelto en el deseo de realizar una función de homenaje a Calvero que, por un lado, nos brindará uno de las evocaciones del slapstick más memorables de la historia del cine -el número de vaudeville encarnado por Chaplin y Buster Keaton, un episodio histórico para los amantes de ambas figuras-. Sin embargo, nos encontramos ante unos minutos conmovedores y dominados por cierto vértigo dramático, en donde la pasión por el espectáculo, la búsqueda de un definitivo reconocimiento, ese público que pronto pasa de suponer una claque, a demostrar un sincero entusiasmo colectivo -percibido desde el primer momento por un avezado Calvero-. Será el marco perfecto y definitivo para un hombre que sabe no tiene ya lugar en este mundo, sobre todo debido a la imposibilidad de su relación sentimental con Terry, objeto de su creación como artista. Todo ello quedará plasmado en una conclusión tan lúcida como electrizante, donde la creación, la muerte, el reconocimiento y la supervivencia del arte, aparecen plasmados con un grado de inspiración insuperable, casi de un fotograma a otro, centrados una vez más en el rostro traspasado de dolor de un Calvero -quizá en uno de los instantes de interpretación más intensos y entregados jamás contemplados ante la pantalla- que solo espera ya una última mirada a Terry, su criatura, antes de exhalar su último suspiro.

En una película de la categoría de LIMELIGHT, apenas se pueden reprochar detalles menores; la eterna pesadez de Nigel Bruce, la superficial relación de Calvero con la estridente dueña del vetusto edificio… Sin embargo, hubiera sido el testamento perfecto e ideal en la obra de una de las más grandes figuras que ha legado el cine. En cualquier caso, y pese al inferior interés de dos títulos posteriores, nos permitieron mantener el talento de su figura. Ya es bastante.

Calificación: 4’5

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