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CINEMA DE PERRA GORDA

André Cayatte

OEIL POUR OEIL (1957, André Cayatte)

Ir escarbando poco a poco entre la producción del cine francés de los cincuenta, en especial aquel que fue demonizado por los cachorros de Cahiers du Cinema, nos traslada, cada vez más, a una realidad insospechada. Es cierto que surgen títulos de rápido consumo. Pero no es menos evidente que se desempolvan de sus telarañas propuestas de notable interés. También producciones realmente sorprendentes, a las que el paso del tiempo no solo no ha menguado en su interés, sino que incluso en la actualidad sus singularidades aparecen en plena vigencia. Ese es, en mi opinión, el caso de la ignota OEIL POUR OEIL (1957, André Cayatte). Una propuesta que se apartaba -solo en apariencia- del universo temático habitual del cineasta francés. Que concursó sin éxito en el Festival de Venecia de aquella edición, obteniendo una adversa acogida crítica en Francia -no podía ser de otra manera-. Lo curioso del caso es que la película fue rodada en nuestro país, utilizando las agrestes y áridas tierras del desierto de Almería. El acierto en la elección personal de Cayatte de estos exteriores, huyendo de los naturales de los territorios en los que se centra la acción, hizo que esta película se convirtiera en avanzadilla, y esto es historia, abriendo la posibilidad a que muy poco después, Almería se convirtiera en uno de los escenarios más populares de Europa, durante cerca de dos décadas. Y es curioso que ello se produjera con un título que jamás se estrenó en nuestro país, como sucedería con otros títulos interesantes rodados aquellos años en el sur de España, como THE MAN WHO NEVER WAS (1956, Ronald Neame) o LES BIJOUTIERS DU CLAIR DE LUNE (1957, Roger Vadim), con la diferencia que, en estos dos últimos casos, nos encontramos con argumentos que sí se desarrollaban argumentalmente en tierras españolas.

OEIL POUR OEIL centra su acción en tierras libanesas, describiéndonos la rutina profesional del dr. Walter (un entregado Curd Jurgens, en el mejor momento de su irregular carrera). Se trata de un médico reputado, metódico y con fama de atinar en sus diagnósticos, al tiempo que entregado a su profesión. Una noche, tras regresar a su casa, será reclamado con alguien que porta en su coche a su esposa gravemente enferma. Totalmente exhausto, señalará desde la distancia de su dormitorio a su sirviente, recomendando al hombre que acuda al hospital, donde se le atenderá. A la mañana siguiente, Walter comprobará las trágicas circunstancias sufridas por el matrimonio que demandó su ayuda. En el trayecto se averió el vehículo, teniendo que caminar de manera penosa durante seis kilómetros, con lo cual la mujer perdió la vida con su complejo embarazo a cuestas. A partir de ese momento, y de manera casi imperceptible, el médico se irá sintiendo perseguido por Bortak (inquietante Folco Lulli), aquel marido que le imploró ayuda. Cada vez más inquieto, el doctor decidirá hospedarse en el propio hospital e incluso buscar distracción, que se producirá en un club de la ciudad. Allí se verá en una incómoda situación al no encontrar su dinero para pagar el importe… que de manera inesperada abonará Bortak, allí presente de manera solitaria en su barra. A partir de ese momento las tornas mutarán, buscando nuestro protagonista al misterioso personaje, con la intención de devolverle el dinero que abonó y, de manera secundaria, intentar trabar contacto con él. Pese a sus intentos, ello no se producirá hasta que ambos protagonicen un pequeño accidente de tráfico, llevando Walter a este y a su hija hasta su vivienda rural, donde se verá obligado a pasar la noche, dada la imposibilidad de conseguir gasolina. A la mañana siguiente, y quizá queriendo exorcizar ese gesto de su pasado cercano, el médico viajará hasta una inhóspita aldea para atender a un anciano gravemente enfermo. La decisión será el inicio de una inesperada deriva, en la que tendrá especial significación la reaparición del desaparecido Bortak, viviendo ambos una singladura de inciertas consecuencias en la inmensidad de las arenas del desierto.

Si tuviera que definir, a grandes rasgos, que es lo que nos propone OEIL POUR OEIL, lo resumiría en un relato kafkiano sobre la culpa y la justicia, que aparece con ecos de la lejana GREED (Avaricia, 1924. Erich von Stroheim) y de alguna manera parece prefigurar elementos de nuestro televisivo mediometraje LA CABINA (1972, Antonio Mercero), sobre todo en esa admirable segunda mitad, donde a grandes rasgos se nos narra una actualización de la célebre parábola del escorpión y la rana, en la creciente inmensidad del desierto libanés. El film de Cayatte, desde el primer momento alumbrado por el abrasador cromatismo del veterano Christian Matras, esgrime una puesta en escena que orilla poderosamente los diálogos -expresados en el relato con enorme concisión- y apuesta decididamente por un tratamiento visual minimalista y descriptivo, dejando que sean sus propios personajes -en especial, su médico protagonista- quienes hablen a través de sus acciones, del temor inicial a las consecuencias que podría ejercer sobre él el marido viudo. La cámara de Cayatte registrará de manera certera las tribulaciones de ese hombre seguro de sí mismo, que poco a poco se verá arrastrado por esas amenazas que nunca sabremos serán fundadas o fruto de sus propias sugestiones. Y será en el preciso momento en el que el viudo pague misteriosamente su cuenta, cuando Walter modifique las tornas y se dedique a buscar al impertérrito Bortak, en principio para abonarle la cantidad que pagó en el club. Sin embargo, el espectador tiene la intuición de que con ello busca trabar contacto con ese hombre misterioso, de aspecto cotidiano y semblante circunspecto, con el que finalmente se acercará de manera inesperada en un pequeño accidente. Ni siquiera ese encuentro, pese a que permitirá al médico poder conocer el entorno y la familia del viudo, permitirá que se derribe la barrera de incomunicación entre ambos. Todo ello es descrito por Cayatte con una enorme frialdad. Con cierto aire bressoniano si se quiere. Sin dar la más mínima ocasión al aflore de cualquier sentimiento -la episódica presencia de la hermana de la desaparecida-. Poco a poco, en el relato se irá insertando una creciente aura metafísica. Una huida de lo cotidiano, para enfangarnos en una experiencia compartida por parte de dos seres que nada tienen en común. Entre los cuales no se ha podido espulgar la aureola del resentimiento, y que vivirán una experiencia al límite, más allá de toda lógica, en las casi interminables montañas y tierras del desierto libanés. Será, de manera especial, a partir del traslado de ambos hombres por medio de un viejo teleférico, que les llevará, sin ellos imaginarlo ¿O quizá sí? A una inhóspita tierra de nadie.

Si atractiva e inquietante, por lo preciso y quirúrgico de su entramado psicológico, es su primera mitad, hay que rendirse a la evidencia; la segunda parte de OEIL POR OEIL deviene absolutamente magistral. Ese penoso recorrido por dos seres que apenas se conocen, en el interminable marco de un desierto dominado por la aridez, se convierte en un bloque narrativo que, por momentos, aborda el terreno del absurdo, el universo de Kafka, un relato escorado al fantastique e incluso la ciencia-ficción. Todo irá discurriendo a modo de extraños ditirambos narrativos que, cuando aparecen estar a punto de su resolución, encuentran otro nuevo escollo, cada vez venciendo las decrecientes resistencias de la pareja protagonista que, ni siquiera en esas situaciones tan extremas, romperán el hielo de sus relaciones sin abandonar nunca el recelo, sobre todo por parte del médico hacia Bortak, quien prolonga su recorrido para salir del desierto y alcanzar la ciudad, siempre pertrechado con su chaqueta, y esa maleta en la que en algunas ocasiones aparece el retrato de su difunta esposa. En ese enfrentamiento latente entre ambos personajes, se desprende un apasionante recorrido físico y de introspección psicológica, siempre abonado en el ámbito límite de la propia supervivencia. Algo en donde el médico se encuentra en desventaja, dado que carece de los conocimientos de la zona que, en apariencia, alberga su oponente. A partir de ese punto de partida, esta segunda mitad del film de Cayatte deviene todo un must cinematográfico. Un recorrido de andanzas, decepciones y frustraciones -es memorable el momento en que Walter, solitario y casi enajenado, cree contemplar con vida el cuerpo putrefacto de un mulo, hasta que, inesperadamente, comprobamos que en su vientre se encuentra acechando un buitre-.

Todos sabemos que el cine de André Cayatte, por encima de su mayor o menor grado de interés, siempre se encuentra dominado por su tendencia a lo discursivo. OEIL POUR OEIL no es una excepción a este respecto. Sin embargo, considero que en esta ocasión optó de manera deliberada por huir de los ámbitos cinematográficos habituales en su trayectoria. Y lo hizo insertándose en el terreno de la parábola y, al mismo tiempo, hacerlo de manera abierta dejando que el propio espectador albergue sus propias conclusiones, una vez el relato concluya, de manera tan abrasadora. Todo ello, al insertarlo en una abierta apuesta por la abstracción, que a mi modo de ver permiten considerar esta película, como una apuesta arriesgada e incluso apasionante, que merece una más que necesaria revalorización, como una de las propuestas más insólitas del cine francés durante la segunda mitad de los cincuenta.

Calificación: 3’5

LE DOSSIER NOIR (1955, André Cayatte) El dossier negro

Al igual que Jean Delannoy, Claude Autant-Lara o varios otros, también André Cayatte fue uno de los realizadores englobados dentro de ese academicismo denunciado por las jóvenes huestes de la revista Cahiers du Cinema, que arruinó no pocas carreras de profesionales más o menos veteranos, más o menos avezados, o más o menos conformistas. Hombres de cine a los que una mirada desapasionada en uno u otro sentido, ha revelado que fueron ocasionalmente artífices no solo de un cine bastante superior de lo que en su momento se les concedió, sino incluso por encima de parte de las obras de aquellos críticos y pronto directores que les tomaron el relevo con la avidez del hijo que quiere matar a su padre.

El caso de Cayatte es muy curioso en este sentido, ya que nos encontramos ante un profesional cinematográfico que se introduce como director a inicios de los años cuarenta, y extiende su andadura como tal hasta finales de los setenta, totalizando cerca de una treintena de largometrajes. Y lo hace, después de haber completado una carrera como jurista que envolverá temáticamente la mayor parte de sus películas. Películas estas deliberadamente discursivas, en las que nuestro realizador destacó por su repulsión hacia la pena de muerte, pero que se extendió en otros temas de similar importancia dentro del ámbito de la justicia, hasta el punto de tener que reconocérsele, al menos, ser el hombre de cine más preocupado y constante en materia judicial en el conjunto de la cinematografía mundial. Poco he podido contemplar aún de su obra, pero en ella he percibido que aquellas de sus propuestas que encontrara un engranaje cinematográfico más adecuado para canalizar su intrínseca vertiente discursiva -Cayatte fue por lo general guionista de sus propias realizaciones, en esta y algunas otras ocasiones de manera conjunta con Charles Spaak-, en función de ello elevaban en mayor o menor medida su interés. Entre los pocos títulos suyos contemplados, esta característica aparece plasmada de manera positiva en la brillante NOUS SOMMES TOUS DES ASSASSINS (No matarás, 1952), mientras que el predominio de dicha inclinación discursiva limitará la simplemente apreciable y previa JUSTICE EST FAITE (Justicia cumplida, 1950).

Dentro de esta vertiente, lo cierto es que LE DOSSIER NOIR (El dossier negro, 1955) me aparece como el mejor de los títulos suyos que he contemplado hasta la fecha y, en sí misma, una magnífica mirada global que, más allá de una propuesta cuestionadora en torno a los mecanismos de la Justicia, deviene en un análisis de microcosmos social, en apariencia intachable, pero dominado por mezquindades, egoísmos y puritanismos. Todo ello, envuelto además en un ámbito donde aún transpiran los ecos de la posguerra francesa, apareciendo por momentos su conjunto como un valioso epígono de algunas de las primeras realizaciones de Henri-George Clouzot, o incluso el Julien Duvivier de la espléndida PANIQUE (1946).

De alguna manera, esa doble intención aparece ya en los primeros instantes de la película, mostrando paralelamente el funeral propiciado en torno al joven juez que ha fallecido recientemente, en el propio camposanto, con la llegada del nuevo y también representante de la Ley -Jacques Arnaud (Jean-Marc Bory, de curioso parecido con el nuevo papa Leon XIV)-. Frente a la ampulosidad de la ceremonia en pleno camposanto, donde se encuentran las fuerzas vivas de la población en que se va a desarrollar la acción, el recién llegado se apercibe de la realidad de la misma, comprobando las heridas urbanas de posguerra, y un claro avance de progreso en la ciudad, además de contemplar constantes pistas de la familia que, a fin de cuentas, domina la población; los Broussard. A su llegada al supuesto palacio de justicia, veremos que se trata de un edificio casi ruinoso, dominado por las goteras, y que incluso carece de teléfono, ya que solo se dispone de uno que se encuentra con la taberna ubicada al lado.

Se trata de un relevo inicialmente tranquilo, fruto del inesperado fallecimiento de aquel jurista respetado por todos. Sin embargo, ya desde su encuentro con el fiscal de la localidad, un hombre enfermo que quiere terminar su mandato sin problemas, intentando lograr un aumento en su sueldo, poco a poco se irá fraguando una creciente sospecha. Una especie de mcguffin que discurrirá a lo largo del relato, hasta desaparecer sin especial justificación hasta el final. Se trata de un supuesto dossier que albergaba el juez desaparecido, en el que se podrían encontrar una serie de pruebas que demostrarían los amaños del poderoso cacique local Charles Broussard (un poderoso Paul Frankeur) en la localidad que casi domina, a través de su contacto con las fuerzas de la población. Un inesperado encuentro inicial con este en una taberna, donde comprobará su altanería ante un periodista, y el intento de intimidación que sufrirá por el propio empresario en una fiesta a donde ha sido invitado, rodeado de las autoridades de la población, poco a poco incitarán al recién llegado juez a reiniciar las investigaciones sobre la muerte supuestamente natural de su antecesor.

LE DOSSIER NOIR nos propone un relato casi apasionante, que no decae en ningún momento en la progresión de su ritmo, y al que ciertos defectos dramáticos le impiden consolidarse como un logro absoluto. Sin embargo, nos encontramos ante un argumento que preludia con ventaja esos films de denuncia política que una década después popularizarían realizadores tan dispares como Francesco Rosi, Damiano Damiani, Costa Gavras o incluso Bernardo Bertolucci. En más de un momento, parece que asistimos a una propuesta coral que propone, de manera inesperada, y con ventaja, casi un precedente italiano de denuncias sociales como la norteamericana THE CHASE (La jauría humana, 1966. Arthur Penn). En ese sentido, el film de Cayatte brilla por la riqueza del trazado de personajes, beneficiados por una admirable adecuación del conjunto de su cast, y ayudados una vez más por lo lúgubre de la fotografía en blanco y negro de Jean Bourgouin. Todo ello va introduciendo al espectador hasta un contexto casi irrespirable, donde nada es lo que parece, y en el que el más inocente de sus personajes puede albergar un matiz oscuro e inquietante. Todo ello irá conformando un tapiz de enormes proporciones, donde la denuncia social alcanzará enormes proporciones con la rebelión de una población hasta entonces callada y resignada, hasta el punto de unirse en manifestación e increpar al propio Broussard ¡Ese torpe e inesperado zoom sobre su coche incendiado!

Todo ello irá rodeado de esa mirada más intimista, en torno a la interioridad del entorno familiar del juez fallecido, sobre el que el joven Arnaud iniciará una investigación, ante sus sospechas de que ha sido envenenado. Sospechas estas que, inesperadamente, se convertirán en evidencias, trasladando el escándalo hasta las autoridades del país. Ello posibilitará un admirable tramo final. Un tercio aproximado que aparece como algo angustioso, desarrollado a partir de la doble investigación efectuada de manera paralela por el comisario Noblet (admirable Bernard Blier), llegado desde Paris, y que instigará sus sospechas en torno a la posibilidad de que la viuda del desaparecido fuera la autora del envenenamiento, mientras que el comisario local Franconi (magnífico Noël Roquevert) dirige sus pesquisas e interroga casi con violencia a Dutout (un no menos magnífico Antoine Belpêtré), veterano y drogadicto amigo del juez fallecido. Todo ello nos propondrá unos fragmentos de intensidad casi insoportable, que trasmiten al espectador una inquietud casi física -en los que tiene capital importancia el admirable montaje paralelo brindado por Paul Cayatte, hermano del director-, y que de manera inesperada serán resueltos por el propio juez que, en el desempeño de su función, provocó una involuntaria sospecha que, en realidad, solo sirvió para levantar a esa sociedad corrompida y llena de prejuicios, que aparecía adormecida a su llegada. Una vez más, la relatividad de la Justicia como piedra de toque para una obra magnífica, dominada en todo momento por el interés, pero, como antes señalaba, no perfecta. En este intento de Cayatte por abordar un amplio marco social, es cierto que al final ese elemento de denuncia que rodeaba las actuaciones y la denuncia en torno al empresario Broussard, de repente aparece orillado por completo en la parte final. Del mismo modo, desaparecerá con cierta pobreza la supuesta importancia de ese dossier al que da título la película. Lo hará también esa incipiente relación morosa establecida entre el recién llegado y la arisca hija del viejo fiscal.

Sin embargo, la fuerza de esos planos finales establecidos entre un atribulado Arnaud, al ratificar a la viuda de su antecesor en la inocencia del supuesto crimen que ha llegado a confesar, nos concilian ante la garra, la intensidad y el riesgo que nos propone una obra de cierta imperfección, pero sin duda mucho más valiosa que otras muestras de este subgénero de denuncia, rodadas años después, al tiempo que admirable en su trazado psicológico y la intensidad de su puesta en escena.

Calificación: 3’5

LE GLAIVE ET LE BALANCE (1963, André Cayatte) Dos son culpables

LE GLAIVE ET LE BALANCE (1963, André Cayatte) Dos son culpables

Exitoso es su tiempo, demonizado poco después, por los cachorros de Cahiers du Cinema y, finalmente, olvidado por todos, quizá haya que dar una oportunidad al aporte cinematográfico, de la obra del francés André Cayatte (1909-1989). Hombre de leyes, su obra se extiende en una treintena de largometrajes, estando centrados casi todos ellos, en la traslación cinematográfica de planteamientos judiciales. Títulos en los que también ejerció como guionista, por lo general de la mano de Charles Spaak. Estamos, para que negarlo, en un ámbito de propuestas de marcado carácter discursivo y de tesis, que una mirada desprejuiciada, debería permitirnos apreciar un realizador competente, en ocasiones inspirado, capaz de trascender esa inclinación por la tesis, articulando relatos bien engrasados que, en sus mejores momentos, llegan a desprender momentos apasionantes. No son muchos los títulos suyos que he podido contemplar, pero recuerdo la fuerza que desprendía NOUS SOMMES TOUS DES ASSASSINS (No matarás, 1952).

No está a la misma altura LE GLAIVE ET LE BALANCE (Dos son culpables, 1963) -sobre todo, por la irregularidad que desprende un metraje excesivamente dilatado-. Sin embargo, pese a sus altibajos, no deja de suponer una singular y, en sus mejores momentos, atractiva propuesta que, como el resto de la filmografía de Cayatte, centra sus esfuerzos, a la hora de analizar la relatividad de los conceptos de culpabilidad e inocencia. Y lo hace mediante un curioso argumento de suspense que, en algunos momentos, me recordaba los artificios argumentales de las novelas de Agatha Christie. La película, se iniciará, presentando la cotidianeidad de los tres personajes protagonistas. El primero es Jean-Philippe Prévost (Jean-Claude Brialy), un auténtico diletante, del que emana un fuerte proteccionismo a su hermana. A continuación, nos adentraremos en el entorno del ocioso e idealista Johnny Parsons (Anthony Perkins), un joven norteamericano que, en el fondo, no sabe hacer con su futuro. La terna se completará con François Corbier (Renato Salvatori), atractivo monitor marítimo que, en el fondo, sobrelleva su existencia, como mantenido de la acaudalada esposa de un alto funcionario, deseosa de sacar partido de su aún deseable madurez. A partir de ese momento, pronto emergerá en la película, la dura circunstancia del secuestro del pequeño hijo de la adinerada Sra. Winter (Marie Déa). Pese a los deseos de ella, por medio de su secretaria se avisará a la policía, que se encargará de seguir a los secuestradores, a partir del señuelo que proporciona el pago del rescate. Un ambicioso plan policial, seguirá el vehículo en el que huyen los dos delincuentes, sin poder evitar que asesinen al muchacho, huyendo en lancha durante una tormenta. Los agentes los perseguirán en otra pequeña embarcación, hasta que los secuestradores abandonen su vehículo náutico, refugiándose en la parte trasera de un faro, en pleno temporal. Cuando los agentes de policía acorralen a los dos huidos, de manera inesperada aparecerán los tres seres que hemos conocido con anterioridad.

Será la incorporación de un sorprendente giro al relato, estableciéndose el proceso de interrogatorio por separado de los tres detenidos, en medio de la insólita circunstancia de sumir que, entre ellos, hay dos culpables y un inocente. Ambos relatarán las relativas coartadas que disponen -con sus respectivas variaciones descriptivas-, aunque en todos los casos se encuentre la laguna de las horas, en las que realmente se cometió el doble crimen -un motorista de la policía, también caerá muerto en la operación-. Nada se sacará de dichos interrogatorios, quedando durante dos años el caso encallado, pese al empeño de los estamentos judiciales, dirimiéndose ambos, por un lado, en la posibilidad de condenar a los tres detenidos -pese a la existencia de un inocente-, o absolverlos -con el agravante de contar con dos culpables-. Pasados estos dos años, la presión popular obligará a la celebración de una vista, en medio de un ambiente muy caldeado -sin que la película plasme su desarrollo-. Llegada la deliberación del jurado, en la que de nuevo se plantearán las dos posiciones encontradas, venciendo una de ellas, y provocando el estupor de la ciudadanía, que se revelará soliviantada, ante lo que entienden una negligencia judicial.

Lastrada por evidentes desequilibrios y un exceso de metraje, e iniciada por unos atractivos títulos de crédito, insertos dentro de una actuación de jazz -un elemento, que tendrá cierta importante en su base argumental-, uno de los relativos lastres de LE GLAIVE ET LE BALANCE, es la falta de fuerza que presenta ese bloque inicial, en donde se nos presenta al trío protagonista, lo que en cierto modo impide que sintamos la necesaria empatía por ellos en el desarrollo ulterior del relato. Y ello, pese a que podamos apreciar la labor de un Anthony Perkins, encarnando uno de esos personajes frágiles que le hicieron célebre y que, en algunos instantes de la película, le permitan estar muy brillante. Pese a esta rémora, lo cierto es que el film de Cayatte levanta el vuelo, y no poco, con la narración del intento de rescate del niño secuestrado, en unas secuencias descritas con ritmo percutante, en medio de la nocturnidad del campo, utilizando con precisión el formato panorámico, valorizando la presencia de ese acantilado, en uno de los instantes más dramáticos de la película, o proporcionando ese clímax de suspense, en la persecución marítima en plena e inesperada tormenta.

A partir de la captura de los tres protagonistas, un nuevo cambio de perspectiva nos trasladará al interrogatorio de ambos, introduciendo ese elemento de la confluencia de puntos de vista subjetivos, un poco al modo de RASHÔMON (Rashomon, 1950, Akira Kurosawa). Será un interesante giro, que incidirá por un lado en el desconcierto al espectador, que ya se encuentra psicológicamente, intentando vislumbrar elementos que nos permitan discernir quién de los detenidos pueda ser inocente, al tiempo que ir conociendo los elementos que rodean las circunstancias personales, de cada uno de ellos. Y hay que reconocer, que ese recorrido de testimonios, se plasmará con loable fluidez cinematográfica, concluyendo en el punto de vista de los representantes de la justicia, que tendrán que asumir como una auténtica patata caliente el paso del tiempo, sin poder articular una táctica, que permita esclarecer una singular situación jurídica, que ha hecho saltar, cualquier norma o proceso establecido en el ámbito judicial. A partir de este momento, el film de Cayatte se insertará en un grado de densidad y dramatismo, en donde quizá resulte un tanto extemporánea, esa recurrencia a bucear -y visualizar- en el pasado de los acusados, y permitiendo con ello una dispersión innecesaria, al intentar justificar en esta búsqueda, cualquier indicio que reflejara en el pasado del trio protagonista, la más mínima conducta criminal.

Ese hasta cierto punto innecesario recoveco argumental, pronto recuperará su grado de interés, en el momento que se describa la vista judicial, de la cual curiosamente nos iremos directamente a las deliberaciones del jurado, donde se planteará una curiosa variante del planteamiento argumental, que hizo célebre el guion de Reginald Rose, inicialmente para el drama televisivo y, poco después, para la adaptación cinematográfica de 12 ANGRY MEN (12 hombres sin piedad, 1957. Sidney Lumet). Serán unos minutos, en los que lo dialéctico, lo discursivo, lo auténtico, lo brillante y lo convencional, casi se dará de las manos de un plano a otro. Como lo hará el inicio de esa explosión popular, que Cayatte mostrará, con una mezcla de convicción y, al mismo tiempo, cierto esquematismo. En todo caso, será la vivencia de una oportuna y oscura catarsis, en la que, como espectadores, asistiremos a esos instantes confesionales con los tres protagonistas confinados en una furgoneta, con el secreto deseo de saber, quien de ellos tres es realmente el inocente. Una noqueante conclusión, mientras la cámara se eleva en grúa, culminará de forma abrupta y con fuerza esta película -en una secuencia, en la que solo sobrará ese reiterado comentario en off-, permitiendo que LE GLAIVE ET LE BALANCE mantenga, un más que estimable grado de interés.

Calificación: 2’5

NOUS SOMMES TOUS DES ASSASSINS (1952, André Cayatte) No matarás

NOUS SOMMES TOUS DES ASSASSINS (1952, André Cayatte) No matarás

Es evidente que el paso de los años ha permitido una revalorización de ese cine francés realizado en las décadas de los cuarenta y cincuenta, y que de forma tan cruel fue desacreditado por los que luego se erigieron como cabezas de la Nouvelle Vague –teniendo como cabeza de ariete las entonces durísimas diatribas de François Truffaut. Se ha avanzado bastante en dicho terreno, pero no es menos cierto que siguen manteniéndose las consecuencias de dicha anatemización. Y por poner un ejemplo muy concreto, nos remitimos al nulo reconocimiento que hoy día tiene la figura de André Cayatte. Vamos a referirnos con ello a un estupendo monográfico editado por la Revista “Nosferatu” –número doble 48-49-, dedicado al cine galo entre 1945-1959. Dentro de sus páginas se cuenta como corolario con una enumeración y semblanza de numerosos realizadores de dicho periodo. Al llegar el turno de Cayatte, el crítico José Enrique Monterde señalaba “… Acusado de proponer filmes “de tesis”  y de demagogia…” efectuaba una visión poco halagüeña de su obra, que era contrarestada en otro lugar del volumen colectivo, cuando José María Latorre hablaba de la existencia de títulos de interés de Cayatte –y otros realizadores que mencionaba-, al centrar su semblanza en el director René Clément.

Si unimos a esa visión tan negativa que nadie se ha molestado es contraponer, la escasa posibilidad que existe de ir revisando la treintena de largometrajes que conforman su andadura como realizador, o el escasamente estimulante recuerdo que mantengo del lejanísimo visionado de VEREDICT (El veredicto, 19 74) –Cayatte fue en su obra muy proclive a las dramas judiciales-, lo cierto es que la sorpresa, hasta cierto punto mayúscula, he definido mi encuentro con NOUS SOMMES TOUS DES ASSASSINS (No matarás, 1952), que para todos aquellos que podrían considerar a Cayatte uno de los representantes de un cine trasnochado y carente de interés se erigirían en uno de sus exponentes más significativos. Con tanta humildad como estupefacción, diría a todos ellos que contemplaran esta película con ojos limpios y, sin dejar de lado ciertas debilidades que más adelante señalaré, tuvieran la generosidad que situar esta notable película entre los alegatos más contundentes que el cine europeo de su tiempo brindó en contra de la pena de muerte.

Con ecos de un neorrealismo tardío, NOUS SOMMES… se inicia –mientras discurren los títulos de crédito- a los sones de unos lóbregos tambores, mientras la cámara describe en un sombrío blanco y negro –una magnífica prestación de Jean Bourgoin- una amplia panorámica mostrando exteriores urbanos franceses que finalmente comprobaremos están siendo observados por oficiales nazis, mientras el pequeño Michael Le Guen (George Poujoly, el inolvidable descubrimiento de JEUX INTERDITS (Juegos prohibidos, 1952. René Clément)) recoge de manera furtiva una colilla que ha dejado tirada uno de dichos oficiales. Será un comienzo percutante, que muy pronto nos introducirá en el marco inicial del relato –en el que Cayatte contaría con Charles Spaak como colaborador en las tareas de escritura-, situándonos en el periodo de la ocupación gala, donde la familia Le Guen se caracteriza no solo por su miseria, sino ante todo por parecer directos herederos de cualquier imaginería heredada en la novela por representantes tan ilustres como Víctor Hugo. Vemos a hombres y mujeres buscando entre auténticos despojos ropas que puedan ser reutilizadas, el pequeño apenas será apreciado por una madre que podría aparecer como una reedición de cualquier personaje exacerbado de la Revolución Francesa, y el hermano mayor –René (un Marcel Mouloudji absolutamente creíble en su inconsciencia, altanería y vulnerabilidad)-. Muy pronto le será encomendado a este el encargo de trasladar el cadáver de un oficial nazi que ha sido asesinado por su hermana –una joven prostituta-, iniciándose con ello un recorrido vertiginoso dominado por la miseria y la degradación, iniciado en las postrimerías de la invasión alemana, pero que para los personajes que centrará este relato, y también para el conjunto de la sociedad francesa de su tiempo, tendrá la continuidad en la demostración de su injusticia y misantropía, describiendo un marco en el que el injusto sistema de clases, será determinante a la hora de decidir el futuro de aquellas personas que el destino haya determinado su inclusión en una u otra parte de dicho escenario vital.

Muy pronto René se verá inmerso en la lucha con la resistencia, que no pondrá en práctica más que como exteriorización de su personalidad impulsiva, hasta que una vez llegada la liberación siga en actividades violentas, que le llevarán aun triple asesinato, desarrollado en una sauna, que le condenará al corredor previo a la muerte. Será este en definitiva el epicentro del film de Cayatte, que centrará buena parte de su discurrir posterior, en las lúgubres salas y corredores de una prisión, donde se encontrarán hasta tres condenados a muerte. Por momentos, uno tiene la sensación -en la lividez, la frialdad, en lo opresivo de sus encuadres-, de mantener una cierta referencia que años después retomaría el gran Jacques Becker, para filmar la excepcional LE TROU (La evasión, 1960). Cayatte nos muestra el encuentro de René con un viejo doctor al que se acusa –al parecer sin fundamento- de haber envenenado a su esposa, y de un mafioso corso –Gino Bollini (Raymond Pellegrini)- que ha asesinado a otro delincuente de sus mismos orígenes, pero que intenta luchar por lograr el indulto por parte del presidente de la República Francesa. De forma muy rápida, el cineasta acentúa la fuerza de su metraje a la hora de describir un marco asfixiante, difícil de contemplar con la necesaria neutralidad. La apuesta por encuadres claustrofóbicos, la capacidad descriptiva de la gama de roles secundarios… guardias de la prisión, la aparición de los titulares de la misma cuando anuncian la inmediata ejecución a guillotina de cada uno de ellos. Hay en el desarrollo del film de Cayatte una convicción por completo cinematográfica. Una apuesta por la fisicidad. Una clara sensación de introducirse en esa clara denuncia en torno a la inutilidad de la aplicación de la pena de muerte, en la que siempre tendrán mucha mayores posibilidades personas enfermas o de escasos recursos, antes que aquellos que procedan de clases sociales más elevadas.

Es cierto que el elemento discursivo de encuentra presente en su metraje –cosa que por otro lado se podría extender en buena parte de los títulos que denunciaron a lo largo del tiempo dicha atrocidad legal-, en ocasiones tiene mas presencia de la deseada. Así todo lo que concierne a ese abogado idealista encarnado por Cluade Laydu, encargado de defender a René, lo convencional que se desprende de las sesiones judiciales, o lo chirriante que aparece la declaración de ese joven doctor, defendiendo la reinserción de enfermos que han cometido graves delitos en base a enfermedades mentales, esgrimiendo para ello el acierto en la lobotización de uno de los pacientes presos. Podremos incluso incidir en la arquetípica descripción que se brinda de los padres del joven abogado –quizá el personaje más desdibujado de la película-, negándose en el tramo final a aceptar recoger al pequeño Michel, el hermano de René, y ante cuya expresión –conmovedora la entrega del joven Poujoly en su mirada perdida-, no podrán más que desdecirse del egoísmo que han esgrimido en los instantes previos.

Por fortuna, son muchos los elementos que permiten considerar el valor de NOUS SOMMES TOUS DES ASSASSINS como un título no solo lleno de interés, sino por momentos, conmovedor. Su discurrir nos introduce en una vorágine de seres que parecen no tener un lugar para la tranquilidad en su existencia y, lo que es peor, donde el nihilismo campa por todos sus fotogramas. Es algo que se aprecia en la cobarde actitud de los guardianes de la prisión a la hora de acudir a ejecutar a cada uno de los condenados –acercándose a la celda llevando sus zapatos en las manos para no hacer ruido-. En la aterradora dignidad con la que es ejecutado ese doctor inocente, descreído, revestido de indignidad al ser decapitado casi descalzo. Una sensación sobrecogedora nos brindará la ejecución de un pobre hombre, que mató a su hija con un atizador… por que no dejaba de molestarle, mostrando todo su horror y sin lograr el amparo o el consuelo de la Iglesia. Por el contrario, Gino asumirá su muerte con enorme dignidad –aunque en su lenguaje corporal se adivine un oscuro terror-, tomando la comunión y confesándose… y al mismo tiempo sabiendo que su madre ejecutará como venganza la muerte del fiscal que lo condenó. Esa capacidad de indagación psicológica, tendrá un elemento de singular importancia en la legada a la prisión de ese joven capellán que ha de suceder al ya durante largos años destinado a la prisión, que en su primer encuentro con los tres condenados, quedarán impresionados por su visión de la realidad de su inmortalidad y necesidad ante Cristo. En realidad, este pobre presbítero, muy pronto hará confesar a su antecesor el trauma que le ha proporcionado este encuentro, optando más adelante por rechazar el cargo, al tener noticias de una próxima ejecución que tendría que contemplar y auxiliar como representante religioso.

Dentro de este por momentos pavoroso documento que Cayatte plasma con la intencionalidad de un moralista y la experta mano de un cineasta de bastantes mayores recursos que los que se le reconocen, se sucederán instantes que quedan en la retina. Secuencias como los tratos brutales a los que es sometido el pequeño Michael, la visita de la hermana de René a la prisión, narrándole sin sentimiento alguno la muerte de la madre de ambos –quien por otra parte con anterioridad se lamentaba de que destinara  su hijo a la beneficencia, ya que ello le impediría cobrar una paga-.

En realidad el abanico que extiende el film de Cayatte, conforma una de las visiones más crueles, desesperadas, insolidarias y sin futuro, que podría esgrimir el cine de su tiempo. Y lo más notable de la misma es la apuesta por esa narrativa “en carne viva”, que logra dejar en un segundo término cualquier atisbo discursivo –que, como antes hemos señalado, aparecen-, para dejar al espectador un auténtico drama existencial, en el que la audacia narrativa de dejar en el aire el posible indulto de René, irá precedido por dos aspectos valiosos en la evolución del joven. Por un lado su intento para aprender a escribir y, con ello, redactar él mismo su petición de indulto a la máxima autoridad gala. Por todo, al enterarse de la acusación de unos alemanes como autores del asesinato del que fuera su jefe de actuación en la resistencia, se declarará como auténtico ejecutor, aspecto que las autoridades no creerán, entendiendo que se trata de una estrategia de cara a dilatar su caso. Pero yendo aún más lejos, se presentarán ante su abogado defensor la viuda y los dos pequeños de uno de los jóvenes que asesinara en la sauna, solicitando la conmutación de la condena a muerte de René, por una cadena perpetua cuyos pagos revertirían en ellos, ya que se encuentran en una situación desesperada de miseria.

Lo cierto es que NOUS SOMMES TOUS DES ASSASSINS es un título repleto de sugerencias. De una densidad en suma que casi obliga a ser contemplado en más de una ocasión. Por todo ello, por haber permanecido en la injusta penumbra de un cineasta que convendría desempolvar sin prejuicios, sin duda nos encontramos con un conjunto revestido de dureza, lucidez, y escasa capacidad para la esperanza.

Calificación: 3