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CINEMA DE PERRA GORDA

André De Toth

DARK WATERS (1944, André De Toth) Aguas turbias

DARK WATERS (1944, André De Toth) Aguas turbias

En una lejana entrevista, André De Toth comentaba las circunstancias del que fuera su segundo film norteamericano –del primero ni quería hacer referencia-, asumiéndolo como un compromiso con Alexander Korda, para intentar salvar una historia que se presumía horripilante, para ofrecer un vehículo más o menos aceptable a su protagonista, Merle Oberon. Dentro de un contexto de producción de bajo presupuesto, De Toth asumió DARK WATERS (Aguas turbias, 1944) buscando la colaboración apócrifa como guionista de John Huston, e intentando trasladar la historia como un cuento gótico desarrollado dentro de los parajes de Louisiana –aunque la película se filmó en escenarios mucho más prosaicos-. Si admitimos de entrada las dificultades generadas, también hemos de asumir que su resultado aparece desde el primer momento ajeno a dichas tensiones. Es la grandeza del cine –como supongo de cualquier otra manifestación artística-, en la que los contextos de realización más adversos, en muchas ocasiones han fructificado en resultados más que estimulantes. Un ejemplo pertinente de ello sería esta atractiva película, que personalmente contemplo como la plasmación del proceso de auto concienciación en la integración de su protagonista –Leslie Calvin (Merle Oberon)- en el contexto de la realidad cotidiana. Leslie es una joven de buena familia que ha resultado superviviente del hundimiento de un barco en el que viajaba a raíz del accidente de un submarino, y donde han fallecido sus padres. Completamente ausente, la protagonista acogerá el consejo de un doctor que la ha estado atendiendo, decidiendo ir a vivir junto a sus tíos, a los que no conoce, y que son su única familia. Es por ello que los escribirá y recibirá una cordial respuesta, decidiendo viajar hasta Louisiana con la decisión de residir en la mansión que estos poseen en una plantación de azúcar ubicada en tierras pantanosas. Será el inicio de una azarosa experiencia que le insertará en un contexto plácido en apariencia, aunque muy pronto aflorarán en él tintes oscuros, llevando a Leslie hasta una situación límite, aunque en definitiva contribuyan a la transformación que le permitirá salir del trauma que ha vivido desde los primeros compases del film.

 

Esta es, bajo mi punto de vista, la clave de una película que sigue la estela de la prolífica corriente psicoanalítica emergente en Hollywood desde el éxito de REBECCA (Rebeca, 1940. Alfred Hitchcock) y por la que siempre he sentido auténtica debilidad, aún reconociendo en su conjunto sus lógicas oscilaciones. Cierto es que, dentro de dicho contexto, la película del cineasta húngaro debe ocupar un lugar de cierta significación, en la medida que su narrativa y aplicación visual articula un determinado grado de originalidad, que se detecta en numerosas ocasiones, hasta configurar un conjunto atractivo, apasionante incluso en determinados momentos, aunque en ciertas ocasiones –no demasiadas, aunque si bastante evidentes-, se ceda a la tentación de romper en ese atractivo eje señalado de centrarse en el conflicto interior de Leslie, en el que se vislumbra una profunda ambivalencia a la hora de atisbar si se encuentra bordeando la frontera de la locura, a partir del trauma sufrido en el mencionado crucero. Por fortuna, DARK WATERS sigue en la mayor parte del metraje sobre dichas coordinadas, y gracias a ello, la película desde el primer momento parece erigirse como una auténtica pesadilla, aspecto que se manifiesta desde sus primeros planos, en los que se funden los titulares de prensa con el rostro atribulado de una protagonista que parece emerger de cualquier pesadilla digna del más alucinado de los films de Ulmer. Ese carácter se mantendrá en las siguientes secuencias, delante del doctor que atiende a una joven que no logra sobreponerse al shock que ha supuesto la pérdida de sus padres, o de manera muy especial la extraña sensación de soledad –magníficamente expresada por el realizador- que la muchacha vivirá a su llegada a la localidad, sin vislumbrar en ella a ninguno de sus parientes –antes había enviado un telegrama avisando-. La sensación de desamparo –acentuada por el calor vivido- se apoderará de esta hasta desfallecer, conociendo de manera inesperada al doctor George Grover (Franchot Tone). Este intentará reanimarla, trasladándola en su vehículo hasta la mansión, ubicada junto a terrenos pantanosos, en donde conocerá a sus tíos –Emily (Fay Bainter) y el despistado Norbert (John Qualen)-. Sin embargo, muy pronto la protagonista advertirá que el mando del reducido colectivo que vive la cotidianeidad de dicho contexto –la criada y el extraño Cleeve (Elisha Cook, Jr.)-, se encuentra por completo sometido a la voluntad del amable y al propio tiempo siniestro Mr. Sydney (Thomas Mitchell), un huésped de los dueños que, bajo su impecable indumentaria blanca y sus correctos modales, esconde un lado oscuro cada vez más perceptible.

 

A partir de estas premisas, bastante previsibles por otra parte, la principal cualidad del film de De Toth es la de saber sortear los lugares comunes que plantea su guión –y que, como después comprobaremos, no llegan a solventarse del todo-, erigiéndose como un vigoroso conjunto en el que logran manifestarse con fuerza los opresivos interiores de la mansión –espléndidamente utilizados por medios de angulaciones que aumentan la sensación de amenaza-, en la manifestación que a través de la valiosa labor de la Oberon se logra de esa sensación de duda en torno a su propio estado mental, o a sugestivos detalles que se entroncan en la utilización de los exteriores pantanosos –por ejemplo, ese plano en el que Leslie se encuentra con el viejo sirviente negro, mostrado a través del reflejo del agua, o la propia presencia de ranas que rompen con su presencia el silencio amenazante-.

 

No por ello, la película deja de mostrar un cierto carácter naturalista –uno de los elementos que le proporcionan una mayor originalidad-, que tendrán su mayor expresión en la larga secuencia de la fiesta campestre que compartirán Leslie y George, revestida de una vitalidad contagiosa y completamente inusual en títulos de estas características. Pero no será la única ocasión en la que De Toth logre incorporar aspectos revestidos de cierta intención, ya que esa opción narrativa estará presente en el largo episodio en el que la protagonista habla con su supuesta tía sobre los recuerdos de su madre. La manera con la que el cineasta encuadra a los dos personajes –teniendo bien presente el reflejo de Emily en un espejo que domina el encuadre- anticipa al espectador la falsedad de la identidad de la misma. Ejemplos como este se encuentran dispersos a lo largo de un conjunto en el que, en todo momento, destaca la fuerza visual del conjunto y la sensibilidad que se despliega en torno a su principal personaje, antes que en función de las convenciones de un guión que alcanza sus mayores debilidades en aspectos tan pueriles. Así pues, se echará de menos la ausencia de explicaciones en torno a los asesinatos de los auténticos propietarios, y de que manera los suplantadores podrían hacer frente a una supuesta venta. Pero, por encima de esos agujeros, es evidente que DARK WATERS muestra sus peores momentos en la secuencia en la que se ofrece una explicación racional a todo el contexto casi fantastique que hasta entonces se había logrado. Es algo que ya en los primeros minutos del film habíamos atisbado al insertarse un plano del telegrama que había enviado la protagonista y la familia supuestamente no había recibido, tirado a la papelera por Sydney, pero que en esos minutos previos a la conclusión del film tienen una presencia casi molesta. Por fortuna, pese al encuentro con esa forzada explicación “racional”, el film de De Toth concluye con un tenso episodio desarrollado en el contexto de los nocturnos pantanosos, que proporciona a la película una tersura física francamente notable.

 

Llegado a este punto, y tras reconocer la valía de esta interesante muestra de cine de misterio, se impone una curiosa reflexión al apreciar como ese marco de terrenos pantanosos y amenazadores, ha sido pasto de numerosos títulos de gran interés a lo largo de la historia del cine. Desde el admirable LOUISIANA STORY (1948, Robert J. Flaherty), la previa y silente WILD ORANGES (Flor del camino, 1924. King Vidor), hasta la modesta pero atractiva THE ALLIGATOR PEOPLE (1959, Roy Del Ruth), obras como SWAMP WATER (Aguas pantanosas, 1941. Jean Renoir), su posterior remake LURE OF THE WILDERNESS (Un grito en el pantano, 1952. Jean Negulesco) o incluso WIND ACROSS THE EVERGLADES (1958) de Nicholas Ray, han venido reiterando la vigencia de unos de los contextos físicos quizá más valiosos en su fisicidad y amenaza que ha brindado el cine norteamericano.

 

Calificación: 3

SLATTERY’S HURRICANE (1949, André De Toth) Tormenta del trópico

SLATTERY’S HURRICANE (1949, André De Toth) Tormenta del trópico

Poco a poco, según voy completando el rompecabezas que proporciona su filmografía, no me duelen prendas al reconocer mi ligereza al pensar tiempo atrás que la revalorización de la figura de André De Toth era más bien producto de una moda o efecto pasajero. Con ello no quiero decir que nos encontremos ante un cineasta superlativo, aunque si que es cierto que en su obra hay suficientes elementos de interés como para apreciar una marcada personalidad, que se transmitía de título a título, aunque la conexión exterior entre ambos –bien fuera a través del género o la productora insertada- fuera divergente. Eso es algo que, de manera muy nítida, se puede detectar en dos de los títulos que de manera consecutiva marcaron la filmografía del realizador húngaro, probablemente inserto en un periodo de especial inspiración. Con ello me refiero al estupendo PITFALL (1948), que tuve ocasión de contemplar no hace mucho tiempo, y la impresión que me produce el encuentro con SLATTERY’S HURRICANE (Tormenta del trópico, 1949). En el primero de los casos nos encontramos con una mezcla de melodrama y cine noir, mientras que en esta ocasión en principio parece que vamos a asistir a una propuesta preludiando el cine de catástrofes, integrada además de modo muy claro en las constantes exteriores que definían el buen cine de la 20th Century Fox –reparto, técnicos, look visual-. Sin embargo, a ambos títulos, rodados de manera concatenada, les une un rasgo que muy pronto atisba el espectador; su mirada disolvente en torno a las convenciones de la sociedad norteamericana de las postrimerías de la II Guerra Mundial.

 

Será sin embargo un objetivo que no parecen atisbar las imágenes iniciales del film, que nos describen unido a una voz en off, las características que definen la formación y rasgos de huracanes y ventiscas, centrándolas al ámbito de las costas de Florida y Centroamérica. Será el inicio que nos permitirá asistir a una violenta secuencia en la que el protagonista del film –Francis Slattery (un estupendo, como siempre, Richard Widmark)-, se dispone a utilizar un avión, noqueando para ello a otro hombre –con el cual demuestra tener relación- e insertándose con el aparato en una tormenta de peligrosos tintes. La furia que registra el rostro de Slattery, unido al registro de sus pensamientos por medio de una voz en off, pronto nos trasladará a un flash-back que nos retrotraerá a las razones que motivan la acción casi suicida de nuestro protagonista. De manera sorprendente –en la medida que parecía que estábamos destinados a contemplar un relato de aventuras aéreas-, la película muestra el acierto de insertarse en un marco de posguerra, con el reencuentro de Francis con un viejo amigo de andanzas de guerra. Este es Hobbie Johnson (John Russell), quien pronto retomará la relación con Francis, presentándose a ambos sus respetivas parejas. Y es que si bien Slattery mantiene una extraña relación con Dolores Grieves (una estupenda Verónica Lake), Johnson se encuentra casado con Aggie (Linda Darnell), con la que nuestro piloto mantuvo una apasionada relación en el pasado –es magnífica la manera con la que se plantea ese encuentro, mostrando De Toth la estupefacción de los antiguos amantes, y la intuición de Dolores al comprobar la reacción de ambos-. Será un contexto doméstico en el que muy pronto al reencuentro de esta relegada pareja, descubriremos el contexto en apariencia cómodo, pero en última instancia sórdido en el que se desarrolla la profesión de Slattery. Este es piloto de un avión privado perteneciente a los multimillonarios dueños de una firma de golosinas, en donde se encuentra también trabajando como secretaria Dolores. Será un ámbito que la película mostrará con un trasfondo opresivo, dejando en la penumbra una serie de aspectos oscuros que la muchacha no deja de advertir a nuestro protagonista. Será precisamente cuando este realice un vuelo de urgencia a una isla para llevar al más anciano –y también más amable- de sus jefes y este regrese repentinamente de su objetivo, sufrirá un ataque al corazón que le costará la vida. Será esta, la circunstancia que mostrará el momento del descubrimiento del auténtico eje de la fortuna de sus jefes; el tráfico de drogas. A partir dedicha revelación, presionará a los que hasta ese momento le han humillado, logrando unos ingresos mucho más elevados siendo cómplice de los oscuros negocios de sus jefes, y flirteando con Aggie aún a costa de dejar abandonada a Dolores e incluso humillando a su fiel amigo Hobbie. Un conjunto de elementos que De Toth sabrá trasladar a la pantalla combinando esa rememoranza que motiva la reacción casi suicida que poco a poco descubriremos en Slattery, y que en realidad obedece a un gesto de dignidad desarrollado por un hombre que desea demostrar a sí mismo un giro en su conducta. Una manera más normalizada de asumir la existencia, en el que quizá algunos quieran ver una claudicación en torno a los valores que podrían representar la moral convencional estadounidense –para cuya argumentación se podría esgrimir la presencia del episodio en que el piloto recibe una medalla por parte de las autoridades en torno a su valerosa actitud en la guerra-, pero que personalmente me gustaría pensar obedece más a una mirada crítica e incluso desesperada plasmada por los responsables de la película. Una visión cuestionadora de esa moral bienpensante que pretendía representar una sociedad, cuyo lado oscuro es mostrado con gran agudeza en una película que, de manera sorprendente, escamotea las expectativas del espectador, hasta mostrar la lógica de la evolución de un comportamiento, llevando aparejada una visión disolvente de esa misma sociedad que parece enaltecer.

 

En definitiva, André De Toth logró tras el mencionado PITFALL, completar un díptico que lograba emerger en un planteamiento cuestionador y al mismo tiempo muy personal de bases de género bastante considerables. Es precisamente la vigencia en la combinación de ambos ejes, lo que permite que algunas de las situaciones de SLATTERY’S HURRICANE –las secuencias que definen el clima de humillación propiciado por los propietarios de la factoría de golosinas- nos permita recordar el contexto sórdido y malsano que podríamos recordar en títulos como THE LADY FROM SHANGHAI (La dama de Shanghai, 1947) de Orson Welles, o incluso propuestas posteriores como las planteadas por Robert Aldrich en THE BIG KNIFE (1955). En la manera de articular un relato de género de aventuras, la insólita combinación y articulación de este como catarsis de la experiencia personal de su protagonista, y la agudeza que se ofrece en todo momento al lograr plasmar un argumento que plantea una astuta doble lectura –para ello no hay más que contemplar el rostro lloroso de Dolores tras las aparentemente consoladoras palabras del rehabilitado protagonista-, y además expresarlo con un notable interés cinematográfico. Una prueba más de que, en la figura de uno de los más conocidos tuertos que ofreció el cine clásico, la andadura de este magnífico cineasta no solo está llena de interés, sino que este mismo atractivo logró incorporarlo de manera variada y sorpresiva a lo largo de su obra.

 

Calificación: 3

PITFALL (1948, André De Toth)

PITFALL (1948, André De Toth)

PITFALL (1948, André De Toth) –ausente de estreno comercial en nuestro país- supone uno de los numerosos exponentes que el cine noir norteamericano, marcó a partir de finales de la década de los cuarenta, incardinando sus tramas policíacas y de suspense dentro de un contexto que violentaba las pretendidas y seguras bondades de ese American Way of Life que se estaba vendiendo como paradigma del norteamericano medio. Esas serán las coordenadas con las que se inicia –de una manera revestida de notable cinismo- esta película, al mostrar la rutina de los Forbes, una familia media compuesta por John (Dick Powell), su esposa Sue (Jane Wyatt) y el pequeño hijo de ambos, Tommy (Jimmy Hunt). La pretendida comodidad del colectivo –él es un agente de seguros- es cuestionada desde sus primeros minutos, sobre todo a través de la actitud escéptica e incluso hastiada, y los mordaces comentarios que en esas secuencias cotidianas formula sin cesar John. Ayudado por la magnífica prestación que de su rol ofrece Dick Powell –quien al parecer se implicó muy estrechamente en la producción de la película-, y la manera con la que De Toth logra plantear la cotidianeidad urbana de ese Los Angeles desprovisto de glamour, y caracterizado por su realismo y grisura, resulta evidente que nuestro protagonista se encuentra dispuesto a agarrarse a cualquier asidero que le pueda proporcionar una huída a esa rutina familiar y social, de la que se encuentra profundamente hostil.

 

Ese elemento se encuentra, a mi modo de ver, inserto con gran acierto en la propuesta dramática de PITFALL, haciendo creíble la sincera atracción que Forbes mantendrá de manera ocasional, con una joven modelo –Mona Stevens (Lizabeth Scott)- a la que ha de visitar para lograr que devuelva los objetos que le regaló su novio, un ladrón que robó para poder realizar dichos regalos, y que se encuentra cumpliendo una leve condena en la cárcel. Tras el mutuo rechazo que se ofrece en el primer encuentro –aunque con habilidad, nos inserte previamente el detalle de nuestro protagonista contemplando fotos del book de modelo de Mona, cuando se introduce en su apartamento sin que ella se encuentre allí –todo ello servido por un ingenuo apunte de guión; la puerta del apartamento se encuentra sin cerrar-. El proceso de relación que se establece entre un hombre de vida cómoda, segura y rutinaria, de perfiles totalmente previsibles, y una mujer atractiva y en el fondo sensible, está planteado en la película de manera admirable, a través de la planificación que ofrece el ya veterano realizador, y también en la química mostrada por el ya citado Powell y una Lizabeth Scoth en la que quizá sea una de sus labores más convincentes en la pantalla. Momentos como el que se desarrolla en el mar con el bote o la secuencia del café, dominada por una construcción espacial muy singular, proporcionan al encuentro de ambos un alcance sincero y comprensible.

 

Una combinación de crónica romántica y casi de asidero existencial, bien envuelta en la cálida melodía de Louis Forbes, que muy pronto será violentada por la figura del detective MacDonald (Raymond Burr), un hombre tan eficaz en su trabajo –fue agente de policía en el pasado- como inquietante en sus oscuros perfiles, y que previamente se ha sentido fascinado por Mona, llegando hasta a propinar una paliza a Forbes por no alejarse de ella. Esta agresión pondrá punto final a la relación del agente de seguros con la modelo –ella tendrá ocasión de descubrir que John está casado, en un momento embarazoso al acudir ingenua a su casa-, pero en modo alguno al infierno que esperará a ambos cuando la ira del detective lleve a encender los ánimos del antiguo amante de Mona, a punto de salir a la cárcel –precisamente al reducir su condena por la devolución de esta de los objetos que este le había regalado-. Mientras tanto, nuestro prosaico protagonista sufrirá una creciente sensación de inseguridad al haber engañado a su esposa, intentando retomar sin éxito esa normalidad cotidiana que tanto había detestado hasta entonces. Por su parte, Mona se mantendrá integra en su deseo de no perjudicar el contexto social de John, estando dispuesta a retornar con su antiguo amante, del que espera la posibilidad de emerger en una convivencia estable. Será una intuición formulada en vano, en la medida que cuando este abandone la cárcel, se encuentre  por completo envenenado por la insidia de MacDonald, quien prácticamente lo ha entrenado bajo la premisa de asesinar al que ante este ha violado la relación que le mantenía unido a la modelo. El destino está marcado, aunque un oportuno aviso de la joven a Forbes, modifique su semblante. Ello no evitará que la tragedia esté a punto de llegar y envolver tanto el entorno de la idílica familia, como el futuro de la en el fondo ingenua modelo.

 

Hay que destacar la perfecta dosificación de los componentes, que permiten la perfección de los múltiples factores que afloran en este drama de soledades compartidas, y en esa mirada un tanto disolvente a esos componentes que han forjado hasta ese momento la pretendida seguridad del modo de vida americano de aquel momento. Por fortuna, el discurrir de PITFALL logra en su parte final obviar cualquier tentación moralista –en la línea de los ofrecidos por títulos como el sobrevalorado ACE IN THE HOLE (El gran carnaval, 1951. Billy Wilder) o THE DESPERATE HOURS (Horas desesperadas, 1955. William Wyler)-. En este sentido, junto al grado de tensión dramática que ofrece el asedio vivido por Forbes en el interior de su vivienda –atención a la deliberada ausencia de iluminación, que potencia el grado de desamparo del personaje-, y al drama posterior servido por el asesinato en defensa propia por parte de este del recién liberado recluso, revisten una mayor importancia las consecuencias que este hecho violento tiene para el conjunto de la familia. Es en ese momento, es cuando la película sabe articular una aguda inflexión, al mostrar a una esposa egoísta y presta a defender ante todo el buen nombre de su familia, en lugar de resultar comprensiva ante el drama de su marido, cuando este le ha confesado su en realidad inocente infidelidad.

 

A partir de esos momentos, el desarrollo de PTIFALL adquiere una vertiente casi dolorosa, al contemplar el calvario existencial evidenciado por un John que deambula como un autómata –en todas las secuencias es encuadrado rodeado de sombras de verjas y ventanas, subrayando el callejón sin salida emocional en que se encuentra-, llegando temprano a su lugar habitual de trabajo, y poco después declarando a la policía las verdaderas razones del asesinato vivido en su propia vivienda. Será la ocasión también de contemplar por última vez a Mona, la mujer que de manera efímera logró hacerle salir de su letargo habitual, y finalmente asumir con su esposa la posibilidad de reiniciar su vida en común. Pero por fortuna, el alcance sermoneador de tal reconciliación es inexistente. El realizador logra plantearlo casi como una solución casi a la desesperada entre dos seres que se conocen y se han amado, pero a los cuales, muy probablemente, les espera un futuro poco halagüeño. Comentaba en algunas entrevistas el propio realizador, que dado que en el cine USA de aquellos años era imposible mostrar la aprobación a las historias con adulterio, su planteamiento dramático tuvo que ser modificado para sortear las ligas de censura. Sin embargo, puede que ello beneficiara finalmente la amarga aunque esperanzadora conclusión de este PITFALL que, sin lugar a duda, se ofrece como uno de los títulos más valiosos -al tiempo que incómodos- de André De Toth.

 

Calificación: 3’5

PLAY DIRTY (1968, André De Toth) Mercenarios sin gloria

PLAY DIRTY (1968, André De Toth) Mercenarios sin gloria

Son indudablemente varios, los atractivos que atesora este hasta cierto punto insólito PLAY DIRTY (Mercenarios sin gloria, 1968), penúltima de las películas realizadas por el veterano André De Toth –la última sería un desconocido título de terror cuya sola referencia provoca escalofríos, y no de miedo precisamente-. Atractivos que podrían definirse por un lado al encontrarnos ante una producción de Harry Saltzman –el hombre que dio forma cinematográfica, junto a Albert R. Broccoli, al personaje de James Bond-, quien ya en ocasiones anteriores había trabajado con el británico Michael Caine –de su égida proviene el triunfo del entonces joven intérprete al dar vida al agente Harry Palmer-, y por otro lado por el propio look del film. Un aspecto visual que combina la tradicional visión que el cine británico había ofrecido de la ambientación africana en las películas rodadas en los años sesenta –que se muestra en títulos como SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huída hacia el sur, 1963. Alexander Mackendrick), ZULU (1964, Cyril Endfield), KHARTOUM (Kartum, 1966. Basil Dearden) y varios otros-, con la ingerencia que brinda de determinados aspectos heredados del spaghetti western; la presencia de zooms, primeros planos muy entrecortados, teleobjetivos, y cierta caricaturización de sus personajes, bastante común en este tipo de producciones. Es probable que esta circunstancia –y también cierta dilatación de algunos de los episodios que forman su conjunto; por ejemplo, el que describe el ascenso de los vehículos del comando por una empinada ladera-, puedan limitar el resultado final de la película –unido al hecho de pertenecer a una vertiente dentro del cine bélico iniciada con títulos como THE DIRTY DOZEN (Doce del patíbulo, 1967. Robert Aldrich)-. En cualquier caso, y aún aceptando dichos argumentos, no es menos cierto que la sequedad, el nihilismo y la visión que proporciona no solo de la crueldad del hecho bélico, sino de la propia mirada sobre la condición humana, espoleada en su afán de supervivencia, convierten esta película en un exponente por momentos fascinante. Una auténtica rareza que logra situarse en un plano aparte, dentro de esa producción incluida en el género bélico de aquellos años, centrada en denunciar los excesos, inutilidades y crueldades emanados en el hecho bélico, y generalmente centrados en diferentes episodios de la II Guerra Mundial.

 

El ejército inglés presente en el norte de África durante la contienda contra los nazis, intentará que un comando llegue hasta un puesto costero, y destruya unos importantes depósitos de combustible que mermarían el dominio de Rommel en la zona. Para ello, el brigada Blore (el siempre magnífico Harry Andrews) ordenará al fracasado coronel Masters (Nigel Green), la búsqueda de un militar británico para que encabece el comando, y tenga cierta destreza con los combustibles. Ello les llevará hasta el capitán Douglas (Michael Caine), un joven introvertido, metódico y analítico –la presentación de su personaje nos lo describirá jugando con interés al ajedrez-. Douglas tendrá como auténtico proyector al extraño y carismático capitán Cyril Leech (un estupendo Nigel Davenport), definido en su total escepticismo ante cualquier atisbo de humanidad, tan solo centrado en poner en práctica el instinto de supervivencia, y que se centrará en proteger a Douglas sin que este lo sepa, ya que tiene prevista una gratificación de dos mil libras si logra mantenerlo con vida de cualquier situación sufrida. Pese a esta circunstancia, muy pronto el enfrentamiento presidirá las relaciones entre el joven inglés y el escéptico luchador. La capacidad reflexiva y el ingenio del primero se hará manifiesta en no pocas situaciones –la resolución del traslado de vehículos por un puente-, pero no evitará tener que asumir algunas de las decisiones de Leech, basadas en la aplicación de las más básicas normas de supervivencia, aunque ello lleve aparejado el asesinato. Entre ambas tendencias, los componentes de la expedición vivirán diversas azarosas aventuras –sobrepasar un campo de minas, matar a los componentes de una tribu que los han recibido con aparente amabilidad, pero que en el fondo se disponían a matarlos, atacar a una ambulancia para lograr salvar a uno de los expedicionarios heridos a causa de una de dichas minas. Una ambulancia que además porta en su interior una enfermera, a la cual estarán a punto de violar alguno de ellos… Finalmente, estos llegarán hasta el emplazamiento del deposito de combustibles –en una secuencia espléndida, de tinte fantasmagórico, donde los bidones son expulsados al aire a causa de la fuerte tormenta-, advirtiendo que realmente allí no hay nada; los bidones se encuentran vacíos, los depósitos son puro decorado, y los guardianes en realidad son muñecos de paja vestidos. Totalmente decepcionados, el grupo pensará en abandonar la misión, pero el empeño de Douglas les llevará a la búsqueda de su verdadero emplazamiento. Sin embargo, lo que no saben estos, es que los planes militares británicos se han modificado tras la llegada de Montgomery; ahora les interesa conservar el combustible, y para ello no dudarán en revelar la existencia del comando a los propios alemanes, para que estos lleguen incluso a eliminarlos cuando finalmente acometan la misión a la que fueron destinados. Es algo que sucederá finalmente, cayendo progresivamente los componentes del comando, con al excepción de esa pareja de oficiales, a los que finalmente ligará una sincera amistad, dejando cada uno en el camino parte de sus postulados iniciales. El resultado de esa decisión de entregarse cuando los ingleses han invadido la ciudad costera, finalmente no será más que la constatación última del absurdo de cualquier compromiso o toma de postura ética en la existencia.

 

Desde su primera secuencia, PLAY DIRTY deja bien claros los postulados que regirán su desarrollo argumental. Un jeep marcha sobre pleno desierto norteafricano –la película en realidad se rodó en tierras españolas-, tocando como fondo la sintonía de Lili Marleen, y teniendo como copiloto el cadáver de un soldado. De repente, la sintonía variará a otra canción de fondo inglés. Y es que en realidad, la película nunca ocultará una mirada bañada en el escepticismo y el nihilismo inherente a la propia condición humana. Unos rasgos que tendrán su plasmación más adecuada en un entorno bélico y hostil, donde mantener cualquier norma de ética o respeto, en el fondo lleva aparejada la carencia de cualquier perspectiva de supervivencia. Lo cierto es que en pocas ocasiones como en el título que nos ocupa, la expresiión cinematográfica de ese conflicto ha sido mostrada con tal dureza y visceralidad. Desde la galería de componentes del comando –todos ellos caracterizados por un pasado delictivo de notable calado-, el primitivismo de sus acciones, y hasta la ausencia total de principios por parte de unos mandos ingleses dominados por robar todo el protagonismo posible de las acciones emprendidas, o incluso sacrificar a sus hombres cuando las circunstancias así lo determinar, lo cierto es que la fauna humana que puebla el filom de De Toth –que parte de un material bastante atractivo-, es una de las más incomodas de contemplar en una pantalla que puedan apreciarse en un film de finales de los sesenta-. Dentro de dicho contexto, de una aventura colectiva protagonizado por un puñado de personajes tan poco recomendables éticamente como eficaces en sus cometidos, y desarrollada en un marco revestido de dureza, lo cierto es que –aunque ellos se empeñen en negarlo-, se irá perfilando una extraña amistad entre Douglas y Leech, que finalmente quedará como el elemento más perdurable del film. Pese al laconismo de sus diálogos, estos se ofrecerán demoledores por parte del segundo de ellos, quien ha hecho de su escepticismo y ausencia de ética y humanidad, la auténtica llave de su supervivencia como “zorro del desierto”. Será una confrontación de caracteres inicialmente explosiva en su relación, pero que se encuentra perfilada con enorme rigor en la película, hasta confluir en una amistad que provocará una relativa claudicación del duro y pétreo guerrero sin patria aparente, quien se dejará fascinar interiormente por los modos y maneras ingeniosas y éticas de su hasta entonces protegido. Lo cierto es que De Toth sabe modular no solo la combinación entre aventura exterior e interior que preside la película sino, fundamentalmente, esa secreto hilo de admiración mutua que se establecerá entre esos dos personajes totalmente contrapuestos que, quizá en esa misma confrontación, encontrarán una manera de contemplar no solo las virtudes ajenas sino, sobre todo, las debilidades propias.

 

Con todas las relativas debilidades que se objetaban al principio, lo cierto es que PLAY DIRTY es un film tan relativamente integrado en una corriente nihilista que dominaba el cine bélico de la segunda mitad de los sesenta –LO SBARCO DI ANZIO (La batalla de Anzio, 1968. Edward Dmytryk), LOST COMMAND (Mando perdido, 1996. Mark Robson)- y, sobre todo, una propuesta que sigue manteniendo buena parte de su fuerza y capacidad de convicción.

 

Calificación: 3

LAST OF THE COMANCHES (1953, André De Toth) [El último comanche]

LAST OF THE COMANCHES (1953, André De Toth) [El último comanche]

Poco antes de su tan exitosa como sobrevalorada HOUSE OF WAX (Los crímenes del museo de cera, 1953) para la Warner, André De Toth firmó para la Columbia una de sus numerosas incursiones dentro del western, género que en el conjunto de su filmografía alterna títulos tan conocidos como quizá sobreestimados –THE INDIAN FIGHTER (Pacto de honor, 1955) o SPRINGFIELD RIFLE (El honor del capitán Lex, 1952)- junto a otros que se encuentran entre lo mejor de su obra –DAY OF THE OUTLAW (1959)-. Dentro de este contexto, cabría incluir LAST OF THE COMANCHES (1953) en el conjunto de las aportaciones más atractivas de la trayectoria del realizador, siendo algo que habría que remarcar en la medida que resulta un producto insólito que desafía cualquier expectativa planteada por el espectador. A este respecto, y antes de efectuar cualquier juicio de valor, conviene señalar que el título que nos ocupa es un remake de SAHARA, el tenso y claustrofóbico relato que el británico Zoltan Korda firmara en 1943, desarrollando el mismo dentro de los rasgos del cine bélico e integrando su desarrollo dentro de las características de producción propagandísticas antinazi. Es probable a este respecto, que quepa preferir la aureola casi fantasmagórica y la atmósfera en blanco y negro aportada por el señalado referente de Korda, también filmado para Columbia Pictures. Sin embargo, creo que ello no debería hacernos desdeñar de partida la habilidad de trasladar este argumento al ámbito del western, en un relato que inicialmente parece plantear un argumento proindio –una corriente que en aquel entonces parecía despegar en Hollywood; los rótulos iniciales nos señalan la proliferación de tribus pacíficas-. Sin embargo, y tal y como señalaba anteriormente, las intuiciones del espectador pronto se desvanecen al contemplar el cruel asalto que sufre una localidad del Oeste –probablemente uno de los más intensos de la historia del género-, mostrado además con garra por la cámara de De Toth, hasta culminar la secuencia con una gigantesco y devastador plano general de la ciudad totalmente destrozada por el incendio y saqueo provocado.

 

La acción cobra un giro radical al comprobar que del ataque solo han logrado permanecer como supervivientes seis soldados. Todos ellos han logrado resistir al acoso de Black Could (Johnny War Eagle), responsable de la única tribu comanche que se muestra resistente al dominio de la autoridad militar. La circunstancia de este insistente acoso, llevará al escaso contingente de soldados –comandados por el sargento Matt Trainor (Broderick Crawford)- a alcanzar un fuerte alejado por el paso del desierto. Sin rehuir el contexto genérico en que se ubica, THE LAST… derivará hacia un relato de supervivencia dominado por la abstracción, en el que un conjunto de hombres y una mujer lograrán sobreponerse a una situación hostil y a la propia interacción de sus personalidades, para lograr emerger de la misma. Algo que por otra parte no todos lograrán, pero que de alguna manera si alcanzarán como grupo, en una empresa dominada por el compañerismo, unas veces forzoso, pero quizá finalmente sí sincero en el conjunto de todos ellos. No puede decirse, en este sentido, que nos encontremos con un contexto novedoso dentro del género, lindando además este con el cine de aventuras. En cualquier caso, De Toth logra que el interés no decaiga en ningún momento, acentuando la tensión física y psicológica del conjunto, y apostando por insólitas situaciones como ese ataque de un grupo de indios a caballo que es imprevisiblemente resuelto por un contraataque de los inicialmente agredidos mediante el giro de la diligencia, el espléndido aprovechamiento que se realiza de las ruinas de una imposible misión española ubicada en pleno desierto, o ese magnífico momento el que el joven indio rescatado por el grupo comandado por Trainor –inicialmente reticente a que este sea salvado del abandono en el desierto-, logra descubrir el lugar donde se encuentra el tan anhelado pozo de agua en dichas ruinas –la arena desértica cede para dejar paso a la profunda cavidad disimulada en el suelo terroso del interior de estas instalaciones-. Pero sin descuidar estos elementos físicos -que se intensificarán conforme llega el acecho de los comanches de Black Could- se unirá el agotamiento del pozo que han encontrado los componentes de la reducida caravana comandada por el veterano sargento. A partir de este doble contexto, lo cierto es que la película ofrecerá un acertado retrato de caracteres, perfilándose la evolución de sus personajes mediante agudos diálogos, reflexiones en voz alta y momentos confesionales, conformando todo ello una atractiva galería de seres, entre los que adquirirá una enorme consistencia la evolución ofrecida por el único personaje femenino del conjunto –Julia Lanning (Barbara Hale)-. Julia,  una mujer de mundo, claramente despegada inicialmente del entorno árido en que queda atrapada, y que tras finalizar esta situación extrema parece haber podido contemplar otra manera de entender la existencia, intuyéndose un futuro sentimental junto al veterano y duro sargento Trainor.

 

THE LAST… destaca igualmente por el coraje con el que el grupo de protagonistas responden al ataque de los comanches, por medio de una explosión de gran contundencia que inicialmente repelerá las intenciones de estos. A partir de ese momento. logrará exponer una lucha de supervivencia en la que la intuición y la propia escenificación de una situación que en realidad no es más que una imaginación por parte de los comanches –la aparente abundancia de agua por parte de los resistentes-, serán elementos valiosos para que unos seres acosados por los indios puedan aplicar de forma desesperada un juego de ingenio que les permita apresar al único jefe comanche belicoso de la zona, ejerciendo tal lucha como auténtica catarsis para el colectivo humano que finalmente ha aceptado la iniciativa de Trainor, y aún siendo conscientes que parte de ellos pagarán con su vida tal audacia. A este respecto, quizá la conclusión de la película nos resulte un tanto apresurada –la presencia de las tropas de caballería que ha avisado el pequeño y fiel joven indio salvado-. Sin embargo, esto no nos va a hacer olvidar los tensos y casi asfixiantes instantes que se suceden al encuentro de este joven casi providencial, por el grupo que comanda el veterano militar. La intención de Trainor de dejarlo abandonado tras su encuentro –no se fía de sus intenciones-, llegan a superar en su efectividad casi angustiosa, a las que Korda plasmara poco más de una década antes.

 

Calificación: 3

DAY OF THE OUTLAW (1959, André De Toth)

DAY OF THE OUTLAW (1959, André De Toth)

El hecho de no haber encontrado hasta la fecha motivos fundados para admitir la presunta “autoría” cinematográfica de André De Toth –lo que jamás me llevaría a afirmar que no fuese un profesional competente-, entre los once  títulos de su filmografía que he podido contemplar hasta la fecha, no debería jamás llevarme a dejar de admirar las excelencias de DAY OF THE OUTLAW (1959), que no solo me parece un título apasionante, sino que se erige como uno de los últimos grandes exponentes de un género –el western- que en aquellos años cerraba un ciclo de propuestas dominadas por evolucionar hasta límites extremos sus posibilidades dramáticas y psicológicas, generalmente desarrollados en el ámbito de las producciones de bajo presupuesto. Títulos como FORTY GUNS (1957, Sam Fuller), 3:10 TO YUMA (El tren de las 3’10, 1957. Delmer Daves), la previa TRACK OF THE CAT (1954, William A. Wellman), las realizaciones de Boetticher con Randolph Scott…, son exponentes definitivos de una tendencia que tiene en esta poco reconocida producción de la United Artists un ejemplo más que notable. Así pues, el film de De Toth queda dominado por su severidad, la austeridad el su expresión dramática, y un cierto alcance bíblico en sus propuestas. Y todo ello caracterizado a partir de la personalidad visual dominada por un blanco y negro lúgubre y casi fantasmagórico, que logra familiarizarnos con una atmósfera fatalista y primitiva, caracterizado por una patina sombría que se entronca en el contexto de un puritanismo aparente expresado en la búsqueda de la redención y de esa segunda oportunidad en la vida, aunque quizá ello comporte el sacrificio personal. Al mismo tiempo, el film de uno de los más característicos directores tuertos del cine se erige como una divagación sobre la débil frontera que separa el bien del mal, y la influencia que hay para sobrellevar uno u otro sendero a la hora de asumir las diversas circunstancias que, en ocasiones de forma casual, se plantean como capítulos decisorios en nuestras vidas.

 

Nos encontramos en el seno de una pequeña localidad del Oeste, caracterizada por estar ubicada en el interior de un valle dominado por la nieve. En su devenir diario se ha venido registrando en ella una paulatina integración de colonos, que previsiblemente ejercerán como detonante de cara a la inserción de la población en el ámbito del progreso. Hasta allí llegará el veterano y arrogante ranchero Blaise Starrett (Robert Ryan), acompañado por su inseparable Dan (Nehemiah Persoff). Irritado por tener que sobrepasar unas alambradas que limitan unas tierras por las que siempre ha discurrido libremente, en realidad Blaise se encuentra resentido por el rechazo amoroso que le brindó en el pasado Helen Crane (Tina Louise), casada con uno de los vecinos más respetados de la pequeña ciudad. Dicho resquemor es el que propiciará en él un innecesario enfrentamiento con los pacíficos vecinos de la misma, que se intuirá terrible. Ni siquiera la súplica de su antigua amante podrá evitar una lucha que se adivina sangrienta y absurda al mismo tiempo. La llegada de una panda de forajidos que huyen de un robo al ejército, será un elemento que permitirá en lo que parecían bandos irreconciliables la unión de sus esfuerzos. Los bandidos se encuentran comandados por el veterano mayor Jack Bruhn (una admirable composición de Burl Ives), adueñándose de la pequeña localidad tras matar a uno de los vecinos que se oponen, al tiempo que desean que su cabecilla logre ser curado de una profunda herida de bala. Este será sometido a una delicada intervención acometida por el veterinario de la población, lo que de alguna manera mitigará sus efectos, aunque poco a poco se revelará como ineficaz en el intento de salvarle la vida. Los bandidos convivirán con sus rehenes, provocando esta interrelación consecuencias sobre todo centradas en la progresiva concienciación que se manifestará en el más joven de todos ellos –Gene (David Nelson)-, quien irá adquiriendo conciencia de su inadaptación al contexto en el que se ha visto integrado, aunque ello no le fuerce en ningún momento a traicionar a sus compañeros. La tensión que paulatinamente se establecerá entre estos y los vecinos –especialmente en su relación con las mujeres del pueblo-, incitarán a Blaise a proponerse como guía de cara a una huída de todos ellos por las montañas nevadas –para evitar ser localizados por las patrullas de confederados que los persiguen-. En realidad, tanto él mismo como el joven David y el veterano y moribundo Bruhn, sabrán que se trata de un viaje a ninguna parte, puesto que conocen la inexistencia de ruta alguna que les permitiera salir de dicho entorno. Sin embargo, ambos se convencerán del alcance de redención personal a que les llevará la adopción de una postura con la que posibilitarán la salvación de los habitantes de la localidad. Un colectivo que quedará sorprendido del cambio de postura del hasta entonces altanero ranchero, especialmente por parte de Helen, su antigua amante, que este comprenderá jamás podrá recuperar. El viaje de los facinerosos se tornará una trampa progresivamente mortal en medio de la fuerza opresiva del paisaje, discurriendo la cabalgada por unos terrenos cada vez más invadidos por la nieve, y erigiéndose como una extraña sensación de galopar lenta y pesadamente por medio de blancas arenas movedizas…

 

DAY OF… podría erigirse como un exorcismo de determinadas constantes existentes dentro del cine del Oeste, planteándose dentro de este género dicha configuración, tan semejante por otra parte como lo que podría suceder con MEN IN WAR (La colina de los diablos de acero, 1957. Anthony Mann) dentro del cine bélico. Curiosamente, o quizá no tanto, ambos títulos están rodados para el mismo estudio, cuentan entre su cuadro técnico la presencia como guionista de Philiph Yordan –aunque en ambos ejemplos hayan discusiones sobre quien fue realmente el artífice de la base argumental cinematográfica-, y su aspecto visual en blanco y negro ofrece bastantes concomitancias. Quien haya logrado apreciar la rotundidad del discurso emanado por la que para mi sigue siendo la obra cumbre del género bélico y de la propia filmografía de Mann, tiene por fuerza que encontrar aspectos similares. Pero lo cierto, incluso teniendo en cuenta esta circunstancia, es que DAY OF… destaca por el carácter casi de primitivismo mormónico y ritual funerario que destilan sus imágenes. La modélica utilización dramática de la profundidad de campo en interiores, la ubicación de los actores dentro del encuadre, la fuerza de sus primeros planos –que adquieren en ocasiones matices casi expresionistas potenciados por la caracterización de todos ellos-, la utilización dramática con elementos de decorado que se intercalan entre la cámara y los actores, o el indudable peso reflexivo que alcanza la utilización de espejos –reflejando contradicciones y ecos del pasado de algunos de los personajes-, son elementos que contribuyen a definir la extraña personalidad de esta película. A partir de la combinación de todos estos factores se logra plantear un relato duro, áspero, sombrío, en el que el aroma mortuorio casi se puede palpar, y en donde el conjunto de sus personajes –incluso aquellos que forman las fuerzas vivas de la localidad violentada-, se exponen como auténticas fantasmagorías humanas. Es evidente que para el logro de esa atmósfera tristemente telúrica, resulta casi fundamental la aportación de la labor del operador de fotografía Russell Harlan, quien logra plasmar un lívido blanco y negro, así como el extraño tono de la banda sonora de Alexander Courage.

 

Todos estos elementos son combinados con verdadera inspiración por un De Toth consciente de elaborar un western de cámara, en el que podrían detectarse no pocas referencias sobre el ya citado y magnífico TRACK OF THE CAT, y que se despliega con la serenidad irremediable de un ritual funerario del que, finalmente, solo emergerán con vida los dos personas que han logrado sufrir la ascesis en su comportamiento, redimiéndose de una elección vital marcada por el mal. Ese rasgo de parábola bíblica se dosifica con contundencia y al mismo tiempo sutileza en el metraje de un título que cuenta con algunas set-piéces realmente memorables. Una de ellos sería la tensa, casi angustiosa secuencia en la que se realiza la operación a Bruhn –definida a partir de insostenibles primeros planos sobre el veterano bandido totalmente sobrecogido-, aunque cierto es que serán los veinte minutos finales de la película los que realmente redondeen el conjunto con un fragmento de extraordinaria fuerza dramática. Ese discurrir cansado de los bandidos guiados por Balise, se ofrece como un auténtico ritual de muerte, que irá configurándose al aflorar ante el temporal las tensiones y ruindades de todos ellos, y de donde en un momento dado David logrará salvarse, aunque en un principio los bandidos los alejen de su entorno con la intención de dejarlo morir. Finalmente, quedará Blaise –quien huye entre la tormenta-, restando solo dos de los bandidos. Uno de ellos amanecerá muerto y congelado –una imagen irrepetible-, mientras que el segundo no podrá luchar contra este al tener los dedos totalmente congelados, cayendo cadáver presa del frío. Una grúa liberadora expresará esa oportunidad de redención de dos personas que han encontrado en sus existencias, la posibilidad de sobrellevar una dignificación y realización personal. Un cierre en modo alguno moralizante y discursivo, que permite culminar uno de los últimos y más extraños exponentes del western norteamericano, condenado aún en nuestros días a un olvido totalmente inmerecido.

 

Calificación: 4