SLATTERYS HURRICANE (1949, André De Toth) Tormenta del trópico
Poco a poco, según voy completando el rompecabezas que proporciona su filmografía, no me duelen prendas al reconocer mi ligereza al pensar tiempo atrás que la revalorización de la figura de André De Toth era más bien producto de una moda o efecto pasajero. Con ello no quiero decir que nos encontremos ante un cineasta superlativo, aunque si que es cierto que en su obra hay suficientes elementos de interés como para apreciar una marcada personalidad, que se transmitía de título a título, aunque la conexión exterior entre ambos –bien fuera a través del género o la productora insertada- fuera divergente. Eso es algo que, de manera muy nítida, se puede detectar en dos de los títulos que de manera consecutiva marcaron la filmografía del realizador húngaro, probablemente inserto en un periodo de especial inspiración. Con ello me refiero al estupendo PITFALL (1948), que tuve ocasión de contemplar no hace mucho tiempo, y la impresión que me produce el encuentro con SLATTERY’S HURRICANE (Tormenta del trópico, 1949). En el primero de los casos nos encontramos con una mezcla de melodrama y cine noir, mientras que en esta ocasión en principio parece que vamos a asistir a una propuesta preludiando el cine de catástrofes, integrada además de modo muy claro en las constantes exteriores que definían el buen cine de la 20th Century Fox –reparto, técnicos, look visual-. Sin embargo, a ambos títulos, rodados de manera concatenada, les une un rasgo que muy pronto atisba el espectador; su mirada disolvente en torno a las convenciones de la sociedad norteamericana de las postrimerías de la II Guerra Mundial.
Será sin embargo un objetivo que no parecen atisbar las imágenes iniciales del film, que nos describen unido a una voz en off, las características que definen la formación y rasgos de huracanes y ventiscas, centrándolas al ámbito de las costas de Florida y Centroamérica. Será el inicio que nos permitirá asistir a una violenta secuencia en la que el protagonista del film –Francis Slattery (un estupendo, como siempre, Richard Widmark)-, se dispone a utilizar un avión, noqueando para ello a otro hombre –con el cual demuestra tener relación- e insertándose con el aparato en una tormenta de peligrosos tintes. La furia que registra el rostro de Slattery, unido al registro de sus pensamientos por medio de una voz en off, pronto nos trasladará a un flash-back que nos retrotraerá a las razones que motivan la acción casi suicida de nuestro protagonista. De manera sorprendente –en la medida que parecía que estábamos destinados a contemplar un relato de aventuras aéreas-, la película muestra el acierto de insertarse en un marco de posguerra, con el reencuentro de Francis con un viejo amigo de andanzas de guerra. Este es Hobbie Johnson (John Russell), quien pronto retomará la relación con Francis, presentándose a ambos sus respetivas parejas. Y es que si bien Slattery mantiene una extraña relación con Dolores Grieves (una estupenda Verónica Lake), Johnson se encuentra casado con Aggie (Linda Darnell), con la que nuestro piloto mantuvo una apasionada relación en el pasado –es magnífica la manera con la que se plantea ese encuentro, mostrando De Toth la estupefacción de los antiguos amantes, y la intuición de Dolores al comprobar la reacción de ambos-. Será un contexto doméstico en el que muy pronto al reencuentro de esta relegada pareja, descubriremos el contexto en apariencia cómodo, pero en última instancia sórdido en el que se desarrolla la profesión de Slattery. Este es piloto de un avión privado perteneciente a los multimillonarios dueños de una firma de golosinas, en donde se encuentra también trabajando como secretaria Dolores. Será un ámbito que la película mostrará con un trasfondo opresivo, dejando en la penumbra una serie de aspectos oscuros que la muchacha no deja de advertir a nuestro protagonista. Será precisamente cuando este realice un vuelo de urgencia a una isla para llevar al más anciano –y también más amable- de sus jefes y este regrese repentinamente de su objetivo, sufrirá un ataque al corazón que le costará la vida. Será esta, la circunstancia que mostrará el momento del descubrimiento del auténtico eje de la fortuna de sus jefes; el tráfico de drogas. A partir dedicha revelación, presionará a los que hasta ese momento le han humillado, logrando unos ingresos mucho más elevados siendo cómplice de los oscuros negocios de sus jefes, y flirteando con Aggie aún a costa de dejar abandonada a Dolores e incluso humillando a su fiel amigo Hobbie. Un conjunto de elementos que De Toth sabrá trasladar a la pantalla combinando esa rememoranza que motiva la reacción casi suicida que poco a poco descubriremos en Slattery, y que en realidad obedece a un gesto de dignidad desarrollado por un hombre que desea demostrar a sí mismo un giro en su conducta. Una manera más normalizada de asumir la existencia, en el que quizá algunos quieran ver una claudicación en torno a los valores que podrían representar la moral convencional estadounidense –para cuya argumentación se podría esgrimir la presencia del episodio en que el piloto recibe una medalla por parte de las autoridades en torno a su valerosa actitud en la guerra-, pero que personalmente me gustaría pensar obedece más a una mirada crítica e incluso desesperada plasmada por los responsables de la película. Una visión cuestionadora de esa moral bienpensante que pretendía representar una sociedad, cuyo lado oscuro es mostrado con gran agudeza en una película que, de manera sorprendente, escamotea las expectativas del espectador, hasta mostrar la lógica de la evolución de un comportamiento, llevando aparejada una visión disolvente de esa misma sociedad que parece enaltecer.
En definitiva, André De Toth logró tras el mencionado PITFALL, completar un díptico que lograba emerger en un planteamiento cuestionador y al mismo tiempo muy personal de bases de género bastante considerables. Es precisamente la vigencia en la combinación de ambos ejes, lo que permite que algunas de las situaciones de SLATTERY’S HURRICANE –las secuencias que definen el clima de humillación propiciado por los propietarios de la factoría de golosinas- nos permita recordar el contexto sórdido y malsano que podríamos recordar en títulos como THE LADY FROM SHANGHAI (La dama de Shanghai, 1947) de Orson Welles, o incluso propuestas posteriores como las planteadas por Robert Aldrich en THE BIG KNIFE (1955). En la manera de articular un relato de género de aventuras, la insólita combinación y articulación de este como catarsis de la experiencia personal de su protagonista, y la agudeza que se ofrece en todo momento al lograr plasmar un argumento que plantea una astuta doble lectura –para ello no hay más que contemplar el rostro lloroso de Dolores tras las aparentemente consoladoras palabras del rehabilitado protagonista-, y además expresarlo con un notable interés cinematográfico. Una prueba más de que, en la figura de uno de los más conocidos tuertos que ofreció el cine clásico, la andadura de este magnífico cineasta no solo está llena de interés, sino que este mismo atractivo logró incorporarlo de manera variada y sorpresiva a lo largo de su obra.
Calificación: 3
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