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CINEMA DE PERRA GORDA

Andrew V. McLaglen

GUN THE MAN DOWN (1956, Andrew V. McLaglen)

GUN THE MAN DOWN (1956, Andrew V. McLaglen)

Arruinado en una andadura final dominada por la rutina e impersonalidad, casi nadie se acuerda que en Andrew V. McLaglen, algunos vieron una especie de continuador del mundo creativo formulado por el maestro Ford. Descabellada pretensión para el hijo de Victor McLaglen, uno de los más querido actores del mundo fordiano, quien una vez iniciada la década de los sesenta, se embarcó en una serie de westerns que imitaban vanamente aquel ámbito en el que había crecido. En cualquier caso, y aún partiendo de ese limitado alcance, convendría echar un vistazo a parte de sus aportaciones, para intentar ver en ella esa mirada modesta y simpática, justo es reconocerlo, enterrada ante exponentes de superior valía, en los últimos momentos de esplendor del cine del Oeste. Del mismo modo, cabría interesarse por las propuestas iniciales de McLaglen, en las que contó con el apoyo del gran amigo de su padre, John Wayne, por medio de la Batjac Productions, entorno en el que rodó sus primeras incursiones tras las cámaras. Hace unos años pude contemplar la segunda de ellas, el policíaco MAN IN THE VAULT (1956), decepcionante como pocos. Por el contrario, y aunque no podamos hablar de un resultado especialmente relevante, hay que reconocer que su debut como realizador, aparece en nuestros días como un western tan modesto en sus pretensiones, como apreciable en sus resultados.

GUN THE MAN DOWN (1956) aparece como una extraña mixtura entre exponentes más prestigiosos como HIGH NOON (Solo ante el peligro, 1952. Fred Zinnemann) o los posteriores 3: 10 TO YUMA (El tren de las 3:10, 1957. Delmer Daves) y THE LONELY MAN (El hombre solitario, 1957. Henry Levin). Es decir, nos encontramos con títulos en donde se imbrica la búsqueda de una venganza, de un reencuentro con el pasado, dominado en un tono austero y sobrio, cargado de tensión, donde la presencia del sombrío blanco y negro fotográfico, aparece casi como un elemento determinante, a la hora de plasmar ese punto de inflexión de sus protagonistas, dominado en un contexto inquietante y lleno de tensión. Este enunciado, punto por punto, aparece en una película de asumida modestia, que se inicia en una breve secuencia progenérico de inquietante alcance –la mancha de un tintero emborrona el plan de asalto a un banco. No será más que una señal de lo que sucederá a continuación, descrito con encomiable sentido de la síntesis, en una acción en la que quedará herido el joven Rem Anderson (James Arness), quien será abandonado por los compinches del mismo, que al tiempo forzarán a la novia de este –Janice (una jovencísima y casi irreconocible Angie Dickinson)- a abandonarle, llevándose los cuarenta mil dólares del botín. Anderson será capturado y condenado a un año de cárcel, sin delatar a sus compañeros, con la nada velada intención de vengarse de ellos nada más cumplir la condena –expresa de manera elíptica en apenas dos planos-. En su búsqueda encontrará a un inquietante pistolero a sueldo amigo suyo –Billy Deal (Michael Emmet)-, quien le dará la pista de una pequeña localidad, en la que Rem encontrará a Matt Rankin (Robert Wilke), y su ayudante Ralph (Don Megowan), los compañeros que le abandonaron, y que se encuentran regentando un saloon en compañía de Janice. Una vez allí, el miedo se apoderará de los dos antiguos compañeros, el resentimiento por parte de la antigua novia de Rem, e incluso volverá entrar en escena ese matón amigo, ya que aceptará el encargo de Rankin de asesinar al recién llegado. Todo ello, bajo la atenta mirada del sheriff de la población, al que acompaña un joven ayudante, de prisma totalmente opuesto a la serenidad que desprende en todo momento su superior, bañado en experiencia y conocimiento de la condición humana.

En realidad, la premisa argumental de GUN THE MAN DOWN es muy sencilla y, en buena parte, previsible. Nos encontramos con un pequeño western psicológico que tiene quizá su más firme aliado, en la aportación de una iluminación en blanco y negro de Wiliam H. Clothier, incidiendo en el primitivismo y carácter lacónico de sus imágenes. En realidad, todo se dirime en esa búsqueda con el destino que se ha retrasado durante un año, y que se dirimirá en esa pequeña población ubicada dentro de una pequeña hondonada, caracterizada por ese calor asfixiante del que se lamenta su marshall en todo momento. Una población que alimentará la tensión con la llegada del pequeño bagaje que encabeza Rankin, al que Anderson combatirá, logrando de forma indirecta que vuelva la tranquilidad a sus pequeñas viviendas. El film de McLaglen aparece casi como una duermevela, basada en pequeñas miradas, en gestos y frases lacónicos, como si nos encontráramos en el ámbito de una fantasmagoría. Un pequeño cuento dentro de un imaginario ámbito del Oeste, donde el protagonista tenga que vérselas con su pasado más cercano, al objeto de proyectar su futuro reencontrándose consigo mismo.

Uno personalmente se queda con aquellas secuencias plácidas y tranquilas, en las que parece que la cámara violenta un ámbito exterior en el que el tiempo se ha detenido. Todo ello quedará definido en la llegada del protagonista, una vez cumplida su condena, a ese pequeño poblado en el que nada pasa, más que esconderse y guarecerse de la inclemencia de ese calor que casi condiciona sus vidas. En cualquier caso, no es menos cierto que los pasajes más percutantes de su conjunto, aparecen una vez se inserta en su devenir la consecuencia de la violencia, siempre descrita de modo soterrado o elíptico. Es algo que tendrá su expresión en la magnífica secuencia del encuentro de Billy con Rem, antes de proceder al enfrentamiento entre ambos –que es descrito con un momento de especial tensión, gracias a la elipsis-. Poco después, y tras la huída de Ranking, su ayudante y Janice, se producirá una persecución por parte de Anderson, rodada en medio de una noche casi cerrada –sorprende la elección de esa profunda oscuridad, huyendo deliberadamente de la comodidad de una “noche americana”-, en la que se propiciará el equívoco –Ralph será eliminado a tiros por Ranking, al creer que se trata de Ren-, y en el que se insertará el elemento auténticamente trágico de la película, que impedirá a su protagonista asumir un futuro, tal y como él deseaba en un principio.

Austera y tensa, inquietante y plácida en sus mejores momentos –atención a la fuerza dramática de no pocos de sus encuadres-, insuficiente en aquellos pasajes en los que se echa de menos una mayor densidad dramática, lo cierto es que GUN THE MAN DOWN aparece como la nada desdeñable puesta de largo, de un realizador que pronto se insertaría en la industria, asumiendo elementos que estaban convirtiendo al western, en una de las vertientes cinematográficas más valiosas de aquel tiempo.

Calificación: 2’5

MAN IN THE VAULT (1956, Andrew V. McLaglen)

MAN IN THE VAULT (1956, Andrew V. McLaglen)

Nadie puede dudar que el cine negro alcanzó una de las más amplias expresiones artísticas de cuantas tuvieron lugar dentro de la cinematografía norteamericana a partir de la década de los cuarenta. Ocioso sería evocar nombres, títulos y referentes concretos de temáticas y situaciones generadas en su devenir, pero también resultaría de interés consignar aquellos intentos realizados, demostrativos que la aparente facilidad a la hora de aplicar las virtudes del género, no siempre quedó culminada en productos de interés. Es probable que esa circunstancia tuviera un relativo auge a partir de que la reiteración de elementos comunes al género, facilitara una tendencia casi mecánica, o quizá incluso ya incidiendo en una visión casi retro del mismo. Sin duda, es difícil mostrar esta frontera, pero un buen ejemplo de esa última vertiente podría mostrarse al comentar MAN IN THE VAULT (1956, Andrew V. McLaglen), segundo de los títulos realizados por el hasta entonces ayudante de realización, y que conocería poco después una larga andadura profesional, a partir de su vinculación con el actor John Wayne. Hijo del actor Andrew McLaglen –estupendo y habitual intérprete fordiano-, pocos años después desarrolló durante más de una década una constante aportación al western, en la que  muchos creyeron ver una continuidad de los grandes realizadores del género. Vana impresión, puesto que a pesar de contar por lo general con intérpretes legendarios –el propio Wayne, Maureen O’Hara, Henry Fonda, James Stewart-, en realidad no se erigían más que como una falsa copia de los modelos imitados, escorándose generalmente a unos modos visuales que no desdeñaron el uso de modas visuales del momento –zooms y teleobjetivos incluídos-. Indudablemente, Mclaglen conocía e intentaba imitar los referentes de Ford, Hawks, Hathaway…, pero nunca se pudo ver en ellos más que productos miméticos y ausentes de una general inspiración.

Quizá ya desde sus inicios, esas limitaciones se pudieron evidenciar ya desde sus propios inicios como realizador. Buena prueba de ello lo tenemos en MAN…, discretísimo producto –casi una serie B mala-, adscrito en la productora de John Wayne –la Balzac Productions-, y que pretende dentro de sus discretos elementos de base, una mirada casi evocativa a numerosos arquetipos del cine noir. Nadie duda de la honestidad del intento, pero hay que reconocer que su resultado jamás sobrepasa la barrera de la grisura, y aunque quizá en algunos instantes eleva su interés, en otros casi deviene en una involuntaria mirada paródica sobre los personajes y situaciones que maneja. El film de Mclaglen centra su mirada en el encuentro que un anónimo cerrajero –Tommy Dancer (William Campbell)- tiene con un matón de siniestra apariencia –Willis Trent (Berry Kroeger)-. Este le propone utilizar su ingenio para robar una caja de seguridad en una oficina bancaria de Los Ángeles. Dancer rechaza la propuesta, pero finalmente se verá abocado a ella, al ver una posible salida a su horizonte vital, que se verá alterado con un inesperado romance con la joven y acomodada Betty (Karen Sharpe). Nuestro protagonista finalmente cometerá el robo –sustrayendo 200.000 dólares de la caja de seguridad de Paul De Camp-, e intentando alcanzar una nueva oportunidad en la vida. Sin embargo, tendrá que verse sometido a la persecución de diversos gangsters, hasta comprobar el reguero de víctimas que provoca la avaricia, decidiendo finalmente unirse a Betty y devolver el dinero a la policía.

MAN… es el ejemplo perfecto de que una contrastada fotografía en blanco y negro –obra de William H. Clothier-, un fondo sonoro en ocasiones adecuado, y algunas propuestas –no todas, hay elementos de un esquematismo evidente en el mismo- que se destilan en el guión de Burt Kennedy, no son suficientes para concretar un producto de interés. El film de McLaglen se resiente de un esquematismo notable –sus setenta minutos de duración no deberían ser impedimento para lograr un equilibrio en sus propuestas-, sus personajes devienen estereotipos –en ocasiones realmente insultantes; solo hace falta observar las ridículas poses de “mala pécora” de la amante de Trent-, y la labor del conjunto de actores es francamente poco estimulante. Esa ausencia de perfiles más o menos definidos y la escasa fortuna de sus intérpretes –empezando por el anticarismático protagonista-, impide que el relato revista interés. Y es que no se observa progresión, la cámara astutamente cinefílica del realizador “vampiriza” con torpeza una serie de ambientes y lugares comunes del género, con una verdadera ausencia de inspiración, teniendo –eso sí-  la astucia de desarrollar su argumento en un entorno que le permite elementos recurrentes, como las visitas a conocidos escenarios hollywoodienses. Sin embargo, es vana su intención, del conjunto de obviedades casi de aficionado que se ofrecen en MAN IN THE VAULT, la verdad es que solo cabe destacar las dos secuencias que intentar trasladar algo de tensión –aunque lo cierto es que tampoco puedan ser calificadas de forma muy halagüeña-. Me estoy refiriendo, por supuesto, a las que se desarrollan en el interior de la cámara de seguridad y, finalmente, la que tiene lugar en los instantes finales dentro de la bolera. Intentos no demasiado afortunados de tour de force narrativos, que al menos levantan parcialmente el interés de la función, aunque en el fondo se erijan como intentos estériles. Y es que, por no salirnos del ámbito de la serie B de aquellos años en el cine negro USA, solo había que detenerse en el díptico que culminó la andadura de Lang en dicho país, y títulos tan poco conocidos como NIGHTFALL (1957) o THE FEARMAKERS (1958), ambos de Jacques Tourneur. Pero eso es comparar la malta con el café, y es algo que McLaglen no pudo jamás alcanzar en ese espejismo cinéfilo que definió su trayectoria como director.

Calificación: 1’5

SHENANDOAH (1965, Andrew V. McLaglen) El valle de la venganza

SHENANDOAH (1965, Andrew V. McLaglen) El valle de la venganza

Si alguna vez se le planteara a algún aficionado la “pequeña” gran diferencia entre la grandeza del cine de los grandes clásicos como John Ford –dentro de las lógicas oscilaciones que plantea una obra extensa- y el pobre resultado que lograron con elementos de base en apariencia similares algunos jóvenes realizadores que pretendieron imitar una fórmula única, no tiene más que echar un vistazo a SHENANDOAH (1965, Andrew V. McLaglen) -EL VALLE DE LA VIOLENCIA en España- para poder darse cuenta de ello.

Y es que desde muy pronto las imágenes rodadas por el hijo de aquel gran actor fordiano que fue Victor McLaglen en todo momentos demuestran por un lado su añoranza de un tipo de cine perdido, y por el otro su ineficacia a la hora de intentar al menos narrar con eficacia una historia por otra parte mil veces vista, y expuesta anteriormente con mayor hondura, profundidad y sentido cinematográfico. La historia de SHENANDOAH se centra en el drama de la familia de los Anderson, de eminente corte tradicional y conservador comandada por su patriarca –Charlie (James Stewart)-. Se trata de un hombre viudo y rodeado de hijos que reside en una granja de Virginia –en concreto en el valle que da título al film- y quiere mantenerse al margen de la guerra civil que vive, en la que por diferentes razones no quiere vincularse ni a Confederados ni a los fieles de la Unión. Esa presencia de la realidad de la guerra cada vez se hará más cercano a su tranquila vida habitual hasta que de forma casual su hijo más pequeño será hecho preso por el primero de los bandos. Será el inicio de su concienciación ante la tragedia y el inicio de una búsqueda acompañado de todos sus hijos que finalizará tanto con consecuencias trágicas como una final llamada a la esperanza.

En realidad, la película de McLaglen quizá en su momento pudo engañar a alguien pero no hizo más que servir para el inicio de una serie de títulos en los que pretendió prolongar la imagen mítica de actores como el mencionado Stewart o John Wayne, a los que incorporaron en películas de marcado carácter reaccionario y en donde la humanidad, ambigüedad y complejidad psicológica de sus personajes era sustituida por un claro mensaje conservador en el que la apología de la familia era una de sus premisas más evidentes. En este caso el indicio es francamente poderoso especialmente en su primera parte, en donde prácticamente asistimos a la descripción de una familia modélica en la que todos sus hijos respetan escrupulosamente las “sabias” proclamas de su padre. Un personaje –como en tantas películas posteriores de este y otros realizadores- que sirve por completo a los “tics” más evidentes de sus protagonistas –la manía de Stewart de preparar y fumar puros- y que lamentablemente se ve rodeado por personajes adolescentes interpretados por muy pobres intérpretes –quizá con la excepción del muy eficaz Glenn Corbett-.

Al mismo tiempo cabe señalar que en esa ineficacia psicológica de la historia, por un lado se desaprovecha la oportunidad de sacar partido a un interesante planteamiento; el dilema que plantea la realidad de la guerra. Una situación que se muestra tan solo de forma superficial aplicando elementos y referencias ya plasmadas en otros títulos del Hollywood clásico. En su lugar imperarán los clichés melodramáticos pobremente expuestos –el tratamiento de la aventura del joven hijo hecho preso es una buena prueba de ello- y a los que hay que unir la aplicación en ocasiones de un igualmente torpe sentido del humor que en algunas situaciones concretas llega a irritar por su penoso planteamiento –la secuencia de la vaca que se disputan los dos bandos a punto de iniciar su batalla es paradigmática en este sentido-.

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¿Qué queda pues de aprovechable en SHENANDOAH? Pues fundamentalmente habría que referirse al hecho de que McLaglen al menos no sucumba a la tentación de aplicar efectismos cinematográficos que pocos años después no tendría recato en introducir en sus posteriores realizaciones. Es decir, al menos se agradece un cierto aunque importado aire de clasicismo y la ausencia de “zooms” o teleobjetivos que hubieran arruinado por completo esta mediocre y engañosa cinta, que encima desaprovecha la presencia de uno de los actores más apreciados del cine clásico.

Calificación: 1’5