STRATEGIA DEL RAGNO (1970, Bernando Bertolucci) La estrategia de la araña
Cuesta creer en unos tiempos donde la producción cinematográfica aún sigue sin encontrar sus asideros para el futuro, y por otro lado está dominada por servilismos identitarios varios, la importancia que adquirió a finales de los sesenta y primeros setenta del pasado siglo el denominado cine político, centrado sobre todo en las cinematografías francesa y, sobre todo italiana. De entre dicho nicho de producción, la figura de Bernardo Bertolucci emerge como uno de sus representantes más mimados y respetados, hasta el punto que en sus años de mayor apogeo aparecía como el epítome para la cinefilia progresista de aquella época, incluso en nuestro país. Ese reconocimiento, después del escándalo de la atractiva ULTIMO TANGO A PARIGI (El último tanto en París, 1972), le llevaría incluso al reconocimiento de Hollywood con la multi oscarizada y un tanto vacua THE LAST EMPEROR (El último emperador, 1987), la prueba evidente de que Bertolucci se había convertido en un tótem pequeño burgués.
Precisamente antes de la provocadora obra protagonizada por Marlon Brando y María Schneider, el cineasta italiano daba vida a la enigmática STRATEGIA DEL RAGNO (La estrategia de la araña, 1970), cuarto de sus largometrajes -no contamos los episodios rodados para los films colectivos LA VIA DEL PETROLIO (1965) y AMORE E RABBIA (1967)-. Es decir, que el prestigio de Bertolucci se encontraba aún en un estado embrionario. Y para ello utilizaría un brevísimo relato de Jorge Luís Borges –‘Tema del traidor y del héroe’ (1944)- de apenas unas mil palabras. Sería una base convertida en guion de la mano del propio Bertolucci, Marilú Parolini y Eduardo de Gregorio, para una propuesta a la que el paso del tiempo quizá ha despojado lo que pudiera albergar de parábola política. Por fortuna creo que queda en primer término un relato inquietante y de creciente aureola fantastique, hasta el punto de configurarse como una extraña singularidad, que bien podría aparecer como referencia a títulos posteriores como LA CASA DELLE FINESTRE CHE RIDONO (1976, Pupi Avati).
Nos encontramos en el inicio de la década de los sesenta. A una población italiana irreal llamada Tara llega en tren el joven Athos Magnani (Giulio Brogui). Ha acudido hasta allí atendiendo la llamada de la que fuera amante de su padre -Draifa (la siempre fascinante Alida Valli)-. Prácticamente desde el primer momento, el recién llegado se encontrará ante una población casi fantasmagórica, en la que parece ausentarse la vida, dominada por la única y escasa presencia de personas ya entradas en la madurez, y todo ello envuelto en una vegetación que, más que envolver de belleza el entorno, lo hace de aura misteriosa e inquietante. Será el marco en el que se desarrollará un argumento mórbido y numinoso, inicialmente enmarcado en el encargo de Draifa a Athos, para intentar descubrir a los asesinos de su padre, al que este nunca llegó a conocer.
Un punto de partida que partirá de una mirada en torno a los ecos del fascismo, para, muy pronto, extenderse en una sorprendente deriva, que dejará de lado esa mirada revisionista. Incluso llegará a servir para poner en cuestión cualquier sentido épico en torno al personaje adorado por los lugareños de Athos padre -que en la pantalla será representado por el mismo actor- y, por el contrario, plantear un contexto en el que lo relativo, la mezcla del pasado y el presente y el atavismo de la memoria o incluso la sangre de la familia conforme esa auténtica telaraña que da título a la película, de la que el protagonista, en última instancia, no se podrá evadir, pese al abierto desapego con que ha sido recibido en la envejecida población.
STRATEGIA DEL RAGNO deviene, en última instancia, y como antes señalaba, en una insólita e inesperada propuesta fantastique. Un relato en el que importan menos los giros de su base argumental, que asistir a esa constante mixtura de sensualidad, desasosiego y sombrío atavismo del pasado, que recorren de manera cada vez más creciente el devenir de sus secuencias. Para ello, Bertolucci se ayudará de manera poderosa de la sugerente fotografía en color de Vittorio Storaro y Franco Di Giacomo -el primero de ellos en su segunda colaboración con el italiano-, conformando un aura expresiva en el que se contrapondrá el tamiz opresivo de esa población dejada por el tiempo, en la que el protagonista aparece casi engullido al adentrarse en la misma, en un magnífico y simétrico plano general que lo encuadra en medio de sus edificaciones similares. Serán unas calles dominadas por un sol agreste, por la presencia de una insólita estatua de Athos padre -con los ojos pintados en blanco y ese pañuelo teñido de rojo, tal y como lo lució en vida, antes de que fuera asesinado, previsiblemente, por los fascistas-. Una localidad casi fantasmal y alejado de la realidad de esos primeros años sesenta, poblado por seres curtidos, que bajo la aparente apelación a una amistad colectiva, en el fondo no dejan de ofrecer cortapisas a la llegada a ese molesto visitante. En realidad, Athos tan solo cuenta con el apoyo de la madura Draifa, y también de ese muchacho que siempre intenta acercarse al protagonista. Este, por su parte, lo hará con tres íntimos amigos de su padre, ambos supervivientes con el paso del tiempo, a quienes escuchará en sus respectivas semblanzas del líder al que admiraron cuando los cuatro ejercían como una cédula antifascista en plenos tiempos de Mussolini. Relatos que muy pronto detectará se encuentran establecidas de manera conjunta por ambos, hasta el punto de detectar elementos inquietantes en la aparente cordialidad y admiración que todos ellos manifiestan por su lejano amigo asesinado.
Dicho conjunto irá conformando un magma por momentos opresivo, en el que el aquí atractivo esteticismo de Bertolucci acierta al imbricar la oposición de pasado y presentes, en secuencias donde por momentos desconocemos si forman parte de la actualidad o la oscura añoranza. Y ese mismo contraste se establece entre la aridez que desprende la mortecina población y la espesa vegetación que la rodea, al margen de la cual se encuentra la sugerente y decadente mansión en que reside Draifa, rodeada de verde. Esta aparece siempre descalza y, por momentos, queda representada como una muerta en vida -en algunas ocasiones sufrirá extraños desvanecimientos-. Todo ello permitirá la presencia de un aura mórbida que superará la entraña de la resolución del enigma central, para erigirse bajo una atmósfera casi de duermevela, en la que el tiempo, la tranquilidad y la amenaza, se irá dirimiendo para el joven protagonista en una no menos extraña amenaza, que se expresará ante él sin darse apenas cuenta.
Por ello, las inquietantes, fantasmagóricas y casi surrealistas imágenes de conclusión, en las que la presencia de vegetación parecen certificar la imposibilidad de huida de alguien que ya se ha encadenado al atavismo de su pasado familiar, ratifica esa impronta fantastique, inherente a la literatura de Borges de la que parte su argumento, e integran esta obra de Bertolucci, de manera involuntaria, a otras propuestas más inclinadas a dicho género, firmadas por nombres tan opuestos como Peter Weir, Nicolas Roeg o Robert Mulligan, entre otros.
Calificación: 3