ULTIMO TANGO A PARIGI (1972, Bernardo Bertolucci) El último tango en París
Hay películas que por encima de sus valores intrínsecos se erigen en producto de una época o un periodo concreto. ULTIMO TANGO A PARIGI (1972) –EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS en España- es una de ellas. Rodada en el inicio de una década no demasiado estimada por mi en su desarrollo cinematográfico –aún tendría que sucederle otra de peores resultados-, es quizá la obra más célebre de un realizador por el que jamás he tenido demasiado interés. Hasta el momento he visto pocos de sus títulos y francamente entre ellos no encuentro los motivos para esa aclamación que le hizo granjearse la condición de “icono cultural progresista” durante prácticamente tres décadas. Es más, hace algunos meses contemplé con bastante decepción la simplista SOÑADORES (The Dreamers, 2003), sorprendiéndome algunas adhesiones de determinados representantes de una crítica que caían rendidos ante una propuesta tan elemental como relativamente sincera en su explícita sexualidad, cargada de una cinefilia en ocasiones bastante vergonzante en su simpleza y con un desarrollo narrativo caracterizado por su manierismo. En su conjunto, creo que Bernardo Bertolucci fue uno de los máximos exponentes de realizador discutible por sus habilidades tras la cámara pero lo suficientemente astuto en los temas abordados para lograr atraer determinados sectores culturales apabullados por la aparente osadía de sus películas. Ni que decir tiene que el paso del tiempo ha sido inclemente con Bertolucci –y creo lo será más aún en el futuro-. Tras el fulgor triunfo dentro del academicismo con EL ÚLTIMO EMPERADOR (The Last Emperor, 1987) el declive del italiano ha sido imparable, hasta quedar prácticamente como un símbolo para determinados públicos de una generación, que aún siguen con relativo interés cualquiera de sus realizaciones.
Es a partir de todo ello que habría que contemplar con ojos limpios una película como esta. Proyectar una mirada desapasionada ante un título que supuso uno de los más sonoros escándalos desde su estreno en el Festival de Cine de Nueva Cork, erigiéndose desde aquel instante en el eje de una enorme controversia que, ciertamente, hoy en día parece poco menos que pueril y sobre la que no cabe extenderse demasiado más que para reseñar una circunstancia conocida por todos. Cuando han pasado ya las tres décadas desde el momento de su estreno quizá cabría hacer una pequeña reflexión –extensible hacia todas aquellos films que en el momento de su estreno adquirieron una amplia polémica generalmente por parte de grupos conservadores y religiosos-, ante la enorme capacidad publicitaria que finalmente otorgaron las acciones de estos grupos a la carrera comercial de los objetos de sus ridículas iras, convirtiéndose de forma involuntaria en los mejores promotores de los títulos que anatemizaban.
Creo que no es nada original señalar que el film de Bertolucci se erige en una cristalina parábola en torno a la idea de la soledad del hombre contemporáneo, y esta se centra por un lado en un marco urbano romántico pero frío como la ciudad de París, y en el interior de un tanto desvencijado apartamento en el que coincidirán para ser alquilado los dos protagonistas. Él es Paul (Marlon Brando), hombre de mediana edad y aventurero en el pasado atormentado por el inesperado suicidio de su esposa y ella se llama Jeanne (María Schneider), joven actriz de mentalidad abierta. A partir de la coincidencia en aquella vieja casa conformarán una serie de encuentros caracterizados por el desarrollo de sus fantasías sexuales. Ambos desconocen cualquier elemento de sus vidas, incluso sus propios nombres, lo que no impide que se vaya fraguando una relación iniciada en torno al deseo pero a partir de una franqueza extendida a otros sentimientos.
De forma paralela Paul tiene que acometer los pormenores del sepelio de su esposa –para la que no desea funeral religioso alguno- y Jeanne completa el rodaje de una película de “cinema verité” rodada por su novio –Tom (Jean-Pierre Leaud)-. Cuando el desarrollo de las fantasías de los dos protagonistas parecen adquirir un callejón sin salida, el protagonista decide abandonar el apartamento mientras la joven se compromete al matrimonio con Tom. De forma sorprendente el personaje encarnado por Brando intenta recuperar su relación con esta planteándosela de forma más convencional y narrándole esos episodios de su pasado que previamente había ocultado. Ambos acuden a una espectral sala de baile donde ambos intentan reiniciar algo que ciertamente se encuentra ya en punto muerto, provocando la ansiedad de él, que persigue a su insólita compañera por las calles de París hasta llegar a su casa, donde esta finalmente lo mata en un frío amanecer parisino.
Mas allá de un desarrollo narrativo quizá habría que valorar en THE LAST TANGO EN PARIS la presencia de un estado de ánimo, de una soledad trágica encarnada en la figura de Paul, que se une a una joven que en realidad no tiene nada claro el sentido de su propia existencia. En dicha conjunción se producirán esos encuentros de carácter sexual que rodean el desarrollo de la película. Cierto es que Bertolucci no se preocupa en absoluto en atar los numerosos cabos sueltos que jalonan la narración y que en ocasiones a mi juicio aparecen un tanto desmañados –los pormenores del entierro de la esposa, la relación de Jeanne y Tom, la nula coordinación temporal entre los encuentros de los dos extraños amantes y la realidad que les circunda; no hay referencia temporal que los ubique-. Simplemente la película deja que sus personajes vivan sus encuentros, desarrollen sus pasiones y expongan la libertad con las que se lo plantean estos dos personajes; uno prácticamente receptivo ante la idea de decir adiós a la vida y otro que tiene que afianzar su paso por ella a través de la madurez.
Gracias a la lívida iluminación proporcionada por Vittorio Storaro y una narración definida en planos largos y reencuadres en teleobjetivo, la película se ofrece menos en una puesta en escena sólida pero al mismo tiempo esa libertad formal contribuye a dotarla de una especial sinceridad. Una historia esta en la que destacan momentos como la conversación entre Paul y Marcel, el admirable monólogo del primero ante el cadáver de su esposa, los momentos confesionales entre el protagonista y su suegra y las secuencias finales en la sala de baile y hasta la conclusión del film, en la que las secuencias adquieren una catarsis y un hermoso tono trágico que ya no abandonará la misma hasta su conclusión. En su contra, no cabe omitir una ciertamente primaria tendencia a la cinefilia, que en esta ocasión ofrece referencias bastante simples a Jean Vigo, el musical o la propia consideración pasada de Brando y Mario Girotti como símbolos sexuales del pasado.
En innegable que uno de los aciertos del film están en el insólito envoltorio musical que ofrece la elección de Gato Barbieri y el otro, sin duda el más importante, la entrega con la que Marlon Brando ofrece el retrato del personaje protagonista, en el que quizá sea la mejor interpretación de su carrera, basado en una entrega absoluta al servicio de su personaje. Mas allá que confesar que nunca haya sido un fervoroso del intérprete –sin por ello negar algunas grandes interpretaciones en su carrera- es fácilmente constatable que EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS desciende en interés cuando su personaje se mantiene fuera de escena, y sucede lo contrario cuando la presencia del mismo está dentro del encuadre. Su trabajo ofrece un mirada llena de nihilismo pocas veces mostrada con tanta fuerza en pantalla, con momentos tan estremecedores como el ya mencionado monólogo ante el cadáver de su esposa o la honda conclusión del film, que sin duda contribuye a que el regusto final que este adquiere logre quizá una valoración más positiva de la que quizá merezca en su conjunto.
Creo que pese a ese cierto espejismo que se produce no se pueden dejar de señalar esos elementos de dispersión, esa escasa relación temporal que se detecta, la relativa sensación de escasa credibilidad que existe que un personaje de la fuerza de Paul caiga rendido ante una “muñeca repollo” vestida de forma risible como la interpretada tan pobremente por María Schneider. Como se puede mostrar un personaje tan ridículo como el que encarna el ridículo Jean-Pierre Leaud –ya destacado por su ineptitud como actor-, contribuyen a que el conjunto de EL ÚLTIMO TANGO EN PARIS rompa el hechizo que llegan a provocar sus momentos más recordados. De todos modos, y pese a mi mirada parcial y poco entusiasta al cine de Bertolucci, es indudable que quizá este sea uno de sus títulos más valiosos, aunque siempre permanezca unido a ese semblante hundido y al mismo tiempo lleno de fuerza encarnado por Marlon Brando y el fondo evocador de la música de Gato Barbieri.
Calificación: 3
6 comentarios
silvi -
Pablo Bringas -
ersotitoi -
Anónimo -
jose antonio -
Santi -
Por eso no he vuelto a ver el último tango, aunque prefiero el Bertolucci de "El conformista" y "La estrategia de la araña" (las dos de 1970. Por cierto,¿por qué Bertolucci casi siempre incluye una escena de un baile?