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CINEMA DE PERRA GORDA

Don Chaffey

THE FLESH IS WEAK (1957, Don Chaffey)

THE FLESH IS WEAK (1957, Don Chaffey)

De entrada, hay un elemento que conviene ser resaltado en la base argumental de THE FLESH IS WEAK (1957, Don Chaffey); la voluntad que trazar una mirada crítica en el mundo de la prostitución londinense de aquel momento, dando buena prueba de un aperturismo temática, que en Inglaterra quizá ya había abierto las puertas con la inmediata llegada del Free Cinema. Es cierto que muy pocos años después, títulos tan opuestos entre sí como SAPHIRE (Crimen al atardecer, 1959. Basil Dearden) o A TASTE OF HONEY (Un sabor a miel, 1961. Tony Richardson) ampliarían ese horizonte con perfiles más abiertos y elaborados- Pero, si más no, nos encontramos ante una estimable propuesta y delimitada dentro de la modestia evidente de un producto claramente inmerso dentro de la serie B británica. 

Desde el primer momento, cualquier espectador puede percibir que la principal virtud de la película de Chaffey reside en su deliberada voluntad de fisicidad urbana, desde esos planos iniciales en donde contemplamos la soledad en la noche londinense en la que deambula la joven recién llegada Marissa Cooper (Milly Vitale). La veremos desde esos títulos de crédito iniciales, punteados por la adecuada e inquietante sintonía de Tristram Cary, que culminarán con el encuadre de una trapa de alcantarilla, avanzando en buena medida ese descenso moral que pronto vamos a ir contemplando. Marissa pronto será observada por una pareja que aprovechará su inocencia, desconcierto y afán de prosperar en su vivencia en Londres, brindándole la posibilidad de actuar como recepcionista en un club que se encuentra muy cerca de Picadilly. Allí conocerá a la responsable del mismo -Doris (Patricia Plunkett)- con quien entablará una cierta amistad. Pero allí, sacándola de una escabrosa situación, casi de inmediato conocerá al decidido, amable y atractivo Tony Giani (un entregado John Derek). Ello será el inicio de una rápida y entregada pasión por parte de la muchacha, y en apariencia también por parte de él. En pocos días e incluso semanas se consolidará una relación casi idílica en la que Tony no dejará en obsequiar de manera constante a Doris, e incluso la trasladará a un acomodado apartamento ubicado en otra localidad. Sin embargo, la muchacha no acertará a adivinar en el joven a todo un proxeneta sin escrúpulos -el espectador sí advertirá dicha condición, en una secuencia previa en la que comprobaremos la crueldad con la que trata a una de sus interesadas conquistas-.

Y es que Tony forma parte de un gang que comanda su hermano Angelo (Martin Benson), expertos en la tarea de engañar y captar a jóvenes para que se incorporen como clientes suyas en la prostitución nocturna londinense. Dicha base argumental se complementa con la intención de un policía y escritor -Lloyd Buxton (William Franklyn)- de intentar socavar dicha plaga urbana. Las redes tejidas por Tony pronto darán su fruto al simular haberse arruinado, y aceptando la muchacha implicarse en la prostitución. Este la trasladará a un apartamento en la capital que cuida la veterana Trixie (una excelente Frieda Jackson, en el rol mejor perfilado de la película). Casi de la noche a la mañana la protagonista se verá inmersa en situaciones degradantes, que de manera progresiva le harán tomar conciencia del engaño al que ha sido sometida, y que se ratificará con la creciente agresividad con la que Tony la trata, pese al cariño que en todo momento ella le muestra. Todo ello irá conformando una espiral de aspereza en la que la protagonista, harta de humillaciones, decidirá huir de un entorno tan tóxico y, en su desesperada deriva se aliará con Buxton, en todo momento empeñado es destruir esa organización nociva. Será el momento en que los Giani intenten revertir los negros nubarrones que se ciernen en torno a su organización, faceta en la que Tony llegará a fingir -en una llamada llena de desesperada falsedad- un intento de volver con una Marissa quien, en un momento de desesperación y debilidad, llegará a ponerse en contacto con él. Sin embargo, la deriva en la denuncia de la muchacha ya no podrá dejar de seguir su curso, cuando al día siguiente tenga que actuar como testigo.

Hay dos elementos que gravitan en un sentido y otro el resultado final de esta modesta y, con todo, más que agradable película. En su vertiente negativa, e impidiendo que su resultado final adquiere la suficiente hondura, no cabe duda que nos encontramos ante una base dramática obra de Lee Vance, a partir de una historia de Deborah Bedford dominada por una casi sonrojante simpleza. En su oposición, desde sus primeros instantes, la película destacará la fisicidad no tanto de su eficaz puesta en escena, si no más bien de una ambientación que respira autenticidad dentro de los claroscuros que esgrime la directa iluminación en blanco y negro de Stephen Dade, que logra superar las limitaciones de su un tanto esquemática galería de personajes. Fruto de ese determinado grado de densidad, podemos destacar esos primeros minutos descritos desde los propios títulos de crédito en exteriores londinenses, mientras la protagonista deambula sin destino conocido, en esa apuesta por la fuerza de unos exteriores realistas -no me cabe duda que influenciados por la aceptación del estallido del Free en dicha cinematografía- permitirá no pocos instantes donde el recorrido por calles y recovecos poco o nada glamourosos de la city, en no pocas ocasiones se erigirán como auténticos protagonistas del relato.

Por ello, para poder saborear lo que de bueno tiene esta película, conviene dejar de lado la ingenuidad de un guion en el que pronto deviene nada creíble la casi irresistible fascinación de Marissa por Tony, la ausencia de la más mínima suspicacia por su parte, la nula credibilidad que plantea el negocio sostenido por los Giani o, incluso, lo escasamente encajado que aparece el rol del ‘redentor’ Buxton. En cualquier caso, dentro de su simpleza argumental se destilan instantes donde parece intuirse una cierta densidad. Es algo que rodeará todas las secuencias protagonizadas por la vieja Trixie, en donde ayudado por la entrega de la veterana Frieda Jackson, se intuye esa aura melancólica, o incluso cierta anuencia entre maternal y lésbica, en las actitudes y consejos que expresa a una joven que, en el fondo, no desea que se vea imbricada de por vida en el submundo que ella ha asumido -e intuimos que padecido- en su larga andadura vital. Finalmente, antes lo señalábamos, uno de los rasgos que destacan en el relato es la entrega que le brinda un John Derek que poco a poco iría viendo su declive como estrella juvenil en Hollywood, para lo cual recaería en cinematografías como la inglesa -algo compartido por muchos otros intérpretes americanos-. Su retrato del proxeneta protagonista está provisto de suficientes rasgos de veracidad, logrando por esta implicación casi física, superar los estereotipos de partida que emanan de su personaje. Destacaría entre sus secuencias, una provista de un extraño erotismo, en la que se encuentra patente la tensión entre Tony y Marissa, en la que la joven halaga el narcisismo de este acariciando su pecho desnudo. El film de Chaffey alberga una extraña conclusión, que de alguna manera pretende evitar esa aura moralizante que, por momentos, parece rodear sus pasajes finales y de la que, por fortuna, logra evadirse.

Calificación: 2’5

THE MAN UPSTAIRS (1958, Don Chaffey)

THE MAN UPSTAIRS (1958, Don Chaffey)

En no pocas ocasiones he escuchado aquella aseveración que señala que una de los rasgos argumentales más propio del cine inglés, ha sido la plasmación de una historia que podría aparecer de entrada lo más extravagante posible, pero que era tratada con la mayor contención y sensatez que pudiera parecer. Se trata de una premisa que se utilizó de manera muy especial en su modo de entender la comedia -y ahí tenemos el ejemplo de las surgidas en los Ealing Studios- pero que se extendió a muestras de los géneros más contrapuestos, ofreciendo con ello magníficas muestras de lo uno se atrevería a denominar como el ‘cine del matiz’.

Plena muestra de dicho enunciado lo propone a mi juicio THE MAN UPSTAIRS (1958) realizada por el apreciable Don Chaffey, un relato minimalista que se extiende en su duración a la real del inesperado drama sugerido, y que combina en su desarrollo ña tensión del relato policial de tensión con el drama psicológico surgido a partir del elemento catalizador del mismo. Todo sucede en la madrugada de un día cualquiera de Londres. En el último apartamento de un modesto y vetusto edificio contemplaremos la pesadilla vivida por John Wilson -en realidad Peter Watson- (un magnífico Richard Attenborough). Se trata de alguien que despierta aterrorizado e incapaz de encender la calefacción de aquella fría noche. Acudirá a pedir ayuda a su compañero de rellano, un joven y adusto pintor, quien mostrará su recelo a hacerlo. En el desconcierto por su deambular por la escalera, el protagonista agredirá inconscientemente a otro de los vecinos -el quisquilloso e intolerante Mr. Pollen (Kenneth Griffith)- quien llamará asustado a la policía. Esta acudirá de inmediato, al tiempo que lo hará el joven psicólogo Sanderson (Donald Houston). Sin embargo, y contra el deseo de este último de procurar un tratamiento psicológico al alterado Wilson, los agentes de policía intentarán reducirle acorralándole en la puerta de su apartamento, lo que accidentalmente provocará en la brusca respuesta de este, que uno de dichos agentes sea arrojado por la escalera, quedando herido de gravedad. A partir de ese momento se hará cargo de la situación el curtido y un tanto intolerante Inspector Thompson (un sensacional Bernard Lee), quien en todo momento intentará reducir al individuo por medios expeditivos. Llegados a este punto, todo se articulará en una doble lucha. Por un lado, el debate entre Sanderson, el duro Thompson y el veterano y agudo superintendente (soberbio Walter Judd), a la hora de dilucidar que métodos utilizar para resolver una situación enquistada, y en la que se han pedido refuerzos exteriores que han provocado la curiosidad de los viandantes en plena noche. De otra, la lucha mantenida por la joven Mrs. Barnes (espléndida Dorothy Allison), una muchacha que pronto se ha erigido implícitamente en la defensora de alguien a quien ha conocido en sus gentilezas poco tiempo antes, y al que intentará ayudar localizando a la que fue prometida de este y, sobre todo, revertiendo la opinión absolutamente contraria que mantiene con el conjunto de residentes del edificio.

Así pues, THE MAN UPSTAIRS deviene en un relato tenso y por momentos crispado, que alberga en su alcance claustrofóbico quizá su principal virtud- Por momentos, me recordó una más alejada producción de 20th Century Fox -FOURTEEN HOURS (1951, Henry Hathaway)- en el que se describía la lucha para hacer desistir del suicido a un hombre que se quería tirar de un edificio. En este caso nos encontramos ante una mirada tan documental como sombría. Tan cotidiana como revestida de una notable capacidad descriptiva de caracteres, e intentando expresar en ello una pequeña radiografía de la sociedad inglesa del momento. Carente de banda sonora, lo que acentuará el grado de verismo de su enunciado, y surgida a partir de una historia y guion obra de Alun Falcuner, el film de Chaffey se beneficia de la precisión de su planificación, a lo que colaborará de manera considerable la áspera iluminación en blanco y negro de Gerald Gibbs. Para ello será determinante el brillante uso que se realizará de los diferentes rincones y estancias del edificio, que se convertirá prácticamente en el principal personaje de la función -serán muy escasos los planos exteriores nocturnos, todos ellos referidos a los avances de la presencia de bomberos y otras fuerzas, todos ellos encaminados a rescatar al protagonista desde el exterior-. Serán elementos que en su incardinación lograrán dar vida a un relato minimalista, alentado en momentos determinados por secuencias de crecimiento emocional, y en la que personalmente encontraré con mayor interés su letra pequeña, aquello que escapa a una cierta inclinación al estereotipo, que en ciertos momentos se adueñará de la película, impidiendo que se eleve su apreciable resultado general. Es algo que, por ejemplo, aparecerá de manera notoria en las secuencias en las que Mrs. Barnes intentará convencer a sus convecinos del lado oculto y las posibles justificaciones al comportamiento de Watson, mientras todos ellos se encuentran reunidos en su vivienda. Serán momentos en donde cierta tendencia al lugar común hará acto de presencia, en unos pasajes que estoy seguro tuvieron como punto de referencia el muy cercano 12 ANGRY MEN (12 hombres sin piedad, 1957) de Sidney Lumet.

Sin embargo, lo mejor, lo más valioso y convincente de THE MAN UPSTAIRS proviene de las secuencias más intimistas desarrolladas entre el psicólogo, el inspector y el superintendente, donde de manera más convincente se establecerá un contraste de mundos -la fuerza, la mente y la veteranía- o en los diferentes momentos en que se intentará convencer al encerrado para que deponga su actitud. Es por ello que el gran pasaje de esta interesante e ignorada película, se da cita en la secuencia final, que por momentos adquiere una cierta aura sobrenatural y de tiempo detenido, y en la que destacará en un segundo término esa mirada y leve sonrisa de comprensión del hasta ese momento intolerante inspector -maravilloso en ese momento Bernard Lee-, al asumir con convicción que su punto de vista era el erróneo. Así pues, en menos de hora y media no solo un hombre se salvará de su autodestrucción y tendrá una luz de esperanza, sino que todas aquellas personas que han vivido en carne propia el drama quizá, solo quizá, hayan iniciado un punto de inflexión en su manera de entender la existencia.

Calificación: 2’5

THE CROOKED ROAD (1965, Don Chaffey)

THE CROOKED ROAD (1965, Don Chaffey)

Durante la segunda mitad de los cincuenta y primeros sesenta, una parte nada desdeñable del cine inglés, tuvo su acomodo en el rodaje o en la extensión de sus tramas, al estar descritas estas, en países y entornos emblemáticos o exóticos. Películas que, en líneas generales, se definían como thrillers o extraños laberintos narrativos, y que podrían ir desde VENETIAN BIRD (Intriga en Venecia, 1952), hasta GUNS OF DARKNESS (Al final de la noche, 1962. Anthony Asquith), pasando por CHASE A CROOKED SHADOW (Sombras acusadoras, 1958. Michael Anderson). Títulos estos y otros, en líneas generales de apreciables cualidades, dominados por charadas temáticas, caracterizados por repartos poblados de estrellas, en algunos casos en baja forma.

Todo ello, punto por punto, se da cita en THE CROOKED ROAD, cinta rodada en 1965 por ese curioso realizador que fue Don Chaffey, con unos primeros pasos estimulantes, pero que muy poco después se diluiría -como sucedió con otro paisano suyo, John Lee Thompson-, en una extensa y olvidable andadura televisiva, al tiempo que en largometrajes desprovistos del más mínimo interés. Rodada en territorios costeros de Yugoeslavia -aunque su apariencia exterior tenga la textura de tierras italianas-, la película se basa en la novela The Big Story de Morris West, adaptada a la pantalla por el propio West, su realizador y J. Garrison, y se desarrolla en un hipotético país báltico, dominado por la falsa democracia encabezada por el siniestro, aunque carismático Duque de Orgagna (Stewart Granger). Este se va a someter a un nuevo proceso electoral, que sabe ganado de antemano, en el que contará con un inesperado inconveniente. Este no es otro que el artículo que está elaborando el periodista norteamericano Richard Ashley (Robert Ryan), al objeto de narrar ciertas prácticas irregulares, que destrozarían la reputación del político, para lo cual cuenta con una serie de fotocopias, que avalan sus denuncias. Ashley viajará hasta aquel país, evidenciando una circunstancia hasta entonces en segundo plano; el hecho de haber sido años atrás, sincero amante de la esposa del duque; Cosina (Nadia Gray). La llegada del periodista, brindará al veterano reportero nuevos peligros, el reencuentro con Cosina y, más adelante, la sospecha sobre un asesinato que en realidad no ha cometido, lo que le valdrá la custodia policial, aceptando la invitación del aspirante político para ser su invitado en la lujosa villa que posee en una pequeña isla, donde su vida correrá un serio peligro.

En realidad, y tal y como sucedería con el conjunto de propuestas señaladas, en todas ellas se observa una cierta ascendencia hitchockiana -y también la de propuestas del género, emanadas del jugoso tándem británico, formado por Sidney Gilliat y Frank Launder- y, en este caso, no dejo de observar, ciertas similitudes sobre la previa MR. ARKADIN (Mister Arkadin, 1955) de Orson Welles. Lo cierto es que en su desarrollo adquiere, a mi modo de ver, dos partes claramente diferenciadas. La primera de ellas, servirá para presentar los personajes, al tiempo que plantear el marco de conflicto. Será un largo fragmento, en el que se dará cita lo mejor y lo peor. Entre lo primero, la capacidad de Chaffey para describir un ámbito sombrío y lleno de recovecos, potenciado por la iluminación en blanco y negro de Stephen Dade. En su oposición, en ocasiones la película y algunas de sus incidencias -pienso en la contraposición del paseo en coche de Ahsley y Cosina, con el discurrir de los villanos que van a ponerlos en un serio apuro, subrayada por el torpe fondo sonoro de Bojan Adamic- incurre en una involuntaria parodia.

Por fortuna, THE CROOKED ROAD va adquiriendo cierta personalidad, según se va consolidando la oposición en la relación de sus dos protagonistas masculinos, estableciéndose un atractivo duelo de caracteres, también de estilos interpretativos, entre Robert Ryan y Stewart Granger. Y es ahí, constreñido en un entorno progresivamente asfixiante, dominado por la decoración lujosa y decadente del interior de la mansión del aristócrata, magníficamente aprovechada por la cámara de Chaffey, donde la película va adquiriendo el peso de una atmósfera perfectamente delimitada, describiendo una juguetona y malsana charada, que hará olvidar al espectador, las deficiencias observadas minutos atrás.

Ese juego del gato y el ratón. Esa contraposición de la integridad del periodista, a la maldad justificada del político sin escrúpulo, deja paso a un duelo de personalidades, de humillaciones -el intento de envenenamiento de Ashley, la extrema vigilancia a la que es sometido, por medio de los esbirros armados del duque, con la orden de no dejarle escapar de la isla-, entroncando el deseo de doblegar -siempre bajo sinuosas y aterciopeladas maneras-, la severa voluntad del periodista, de no entregar al político esa documentación comprometedora, y la inquebrantable decisión de este de llevar a cabo su cometido -plasmar ese reportaje con pruebas, que arruinará la trayectoria del político, antes de las nuevas elecciones-. Todo ello, confluirá en un desenlace tan rebuscado como previsible, que en ciertos momentos evoca los de las novelas de Agatha Christie y que, en última instancia, permitirá que la decisión del investigador de prensa, sea finalmente descartada, por voluntad propia.

Con ello, concluirá esta película, desigual y anacrónica, ya en el momento de su estreno, pero que sigue manteniendo esa particular atmósfera, tan propia de sus compañeras de subgénero, al tiempo que la oportunidad de contemplar un inusual y nada desdeñable duelo interpretativo, entre dos estrellas, ya en aquel tiempo, cercanas a la decadencia.

Calificación: 2’5

JASON AND THE ARGONAUTS (1963. Don Chaffey) Jason y los Argonautas

JASON AND THE ARGONAUTS (1963. Don Chaffey) Jason y los Argonautas

Tras tener la oportunidad de contemplar buena parte de sus aportaciones cinematográficas –especialmente durante la segunda mitad de la década de los cincuenta, aunque extendiendo su radio de acción hacia el siguiente decenio-, creo que podríamos destacar tres de entre las numerosas aportaciones cinematográficas debidas al mundo de fabulación de ese gran mago llamado Ray Harryhausen. El paso de los años ha permitido redescubrir su importante aporte al cine fantástico del periodo, especialmente vinculado a la Columbia, colaborando con el productor Charles H. Scheneer, y expresado en una serie de títulos que hicieron las delicias de las generaciones más jóvenes de aficionados de aquel entonces. De todas las que contaron con su talento como encargado de visualizar las ya inmortales maquetas de monstruos y animales mitológicos –varias de ellas también como productor asociado-, personalmente me quedo con THE SEVENTH VOYAGE OF SINBAD (Simbad y la princesa, 1958. Nathan Juran), MYSTERIOUS ISLAND (La isla misteriosa, 1961. Cy Enfield) y también JASON AND THE ARGONAUTS (Jasón y los argonautas, 1963. Don Chaffey)

Entre esta terna, cabría destacar una especial relación entre el primero y el tercero de los títulos citados. Ambos se caracterizan por su desarrollo en parajes y ambientaciones temporales basadas en la leyenda y la fantasía, mientras que en ellos hay una característica en común que, bajo mi punto de vista, permite que emerjan como productos sólidos e inspirados, más allá de la innegable destreza de los elementos creativos dispuestos por Harryhausen. Me estoy refiriendo por supuesto a una adecuada formulación como título de aventuras, que quizá en el film de Juran adquiera unos tintes más acabados, pero que del mismo modo se extiende a esta realmente estimulante mezcla de producto mitológico, en donde además se vehicula una nada velada visión nihilista de la fe religiosa. Todo ello se alcanza mediante la conjunción de un importante equipo técnico que funciona con una gran compenetración, permitiendo que la película adquiera una gran consistencia al cumplir con creces su función de “gran espectáculo”. Esta confluencia tendrá sus exponentes más brillantes en la aportación del propio Harryhausen, creando algunas de sus criaturas más inolvidables; en la luminosidad de la fotografía de Wilkie Cooper; en la de Bernard Herrmann como artífice de una banda sonora que deja entrever ya su estilo más característico, y que por momentos logra definir el carácter de algunas de sus secuencias –el matiz casi paródico que preside la célebre pelea de Jason con los esqueletos- y, de forma muy especial en la eficacia de un montaje –obra de Maurice Rootes- que logra casi en todo momento, proporcionar la necesaria fluidez a un conjunto que quizá precisamente por ese rasgo -unido a su propia ingenuidad-, logra contagiar todo su encanto.

JASON AND THE ARGONAUTS combina en su desarrollo argumental su ascendiente mitológica, con su inclinación al cine de aventuras. Es precisamente esa vertiente, la fluidez de su conjunto, o el aprovechamiento de pequeños detalles –esa hermosa presencia de la imagen de la diosa que protege al protagonista en el barco que porta a todos sus tripulantes, generalmente encuadrada con el fundo azul luminoso del cielo-, el que permite que la película adquiera personalidad propia, intercalándose en ellas con rara perfección, las diferentes criaturas y “maravillas” creadas por la labor de Harryhausen. Entre ellas, quizá sea especialmente valorada la presencia de los esqueletos en un duelo a espada –puede que por su complejidad técnica-, aunque personalmente prefiera el empaque y la integración que se ofrece en el episodio del gigante Talos –el descubrimiento de la inmensa galería de tesoros que se esconde en su base, la espléndida planificación de la ubicación de las figuras mitológicas en la isla perdida, el aliento trágico que tiene el momento en que Jason logra vencer al enorme gigante blandiendo su punto débil en el talón-, o la tensión que se vislumbra en los momentos previos al discurrir de la nave por medio de unas montañas a punto de desplomarse, y poco antes de que el dios Neptuno aparezca con forma humana y logre ayudarles en su cometido.

Esa mezcla de ingenuidad y convicción y el adecuado ritmo logrado, a mi juicio solo tienen un relativo bache a partir de la llegada de la tripulación del protagonista hasta las tierras en donde se encuentra el vellocino –objeto de la expedición-. Pese a la adecuada planificación, no faltarán secuencias de danzas folklóricas y una serie de elementos directamente inspirados en el peplum italiano, que lograr interferir un poco en el resultado final –que por otra parte tiene una conclusión un tanto apresurada-. Una conclusión esta que recurrirá una vez más a una visión en la que se traslada la batalla de los humanos, como fruto del juego caprichoso de los dioses. Una mirada indudablemente reveladora y hasta blasfema, que contempla incluso el enfrentamiento entre Zeus –un magnífico Niall MacGinnis- y Medea –Nancy Kovacs-. El primero de ellos solo valora el devenir de los mortales como elementos de diversión, mientras que la joven diosa se muestra dispuesta a ayudar a Jason en su aventura mitológica, con una conmiseración que llega a demostrar un atractivo hacia este –algo que llega a provocar la mirada irónica de Zeus-. Pero esa misma crueldad de los dioses, es la que en un momento determinado hará manifestar al protagonista que en un futuro indeterminado, los seres humanos llegarán a prescindir de los dioses para el desarrollo de sus vidas. Como se puede comprobar, en muchas ocasiones incluso dentro del cine de evasión del pasado, no dejaba de deslizar a través de sus imágenes y propuestas, reflexiones y pensamientos de los que generalmente tan ausentes se encuentra el equivalente de nuestros días.

Calificación: 3