THE CROOKED ROAD (1965, Don Chaffey)
Durante la segunda mitad de los cincuenta y primeros sesenta, una parte nada desdeñable del cine inglés, tuvo su acomodo en el rodaje o en la extensión de sus tramas, al estar descritas estas, en países y entornos emblemáticos o exóticos. Películas que, en líneas generales, se definían como thrillers o extraños laberintos narrativos, y que podrían ir desde VENETIAN BIRD (Intriga en Venecia, 1952), hasta GUNS OF DARKNESS (Al final de la noche, 1962. Anthony Asquith), pasando por CHASE A CROOKED SHADOW (Sombras acusadoras, 1958. Michael Anderson). Títulos estos y otros, en líneas generales de apreciables cualidades, dominados por charadas temáticas, caracterizados por repartos poblados de estrellas, en algunos casos en baja forma.
Todo ello, punto por punto, se da cita en THE CROOKED ROAD, cinta rodada en 1965 por ese curioso realizador que fue Don Chaffey, con unos primeros pasos estimulantes, pero que muy poco después se diluiría -como sucedió con otro paisano suyo, John Lee Thompson-, en una extensa y olvidable andadura televisiva, al tiempo que en largometrajes desprovistos del más mínimo interés. Rodada en territorios costeros de Yugoeslavia -aunque su apariencia exterior tenga la textura de tierras italianas-, la película se basa en la novela The Big Story de Morris West, adaptada a la pantalla por el propio West, su realizador y J. Garrison, y se desarrolla en un hipotético país báltico, dominado por la falsa democracia encabezada por el siniestro, aunque carismático Duque de Orgagna (Stewart Granger). Este se va a someter a un nuevo proceso electoral, que sabe ganado de antemano, en el que contará con un inesperado inconveniente. Este no es otro que el artículo que está elaborando el periodista norteamericano Richard Ashley (Robert Ryan), al objeto de narrar ciertas prácticas irregulares, que destrozarían la reputación del político, para lo cual cuenta con una serie de fotocopias, que avalan sus denuncias. Ashley viajará hasta aquel país, evidenciando una circunstancia hasta entonces en segundo plano; el hecho de haber sido años atrás, sincero amante de la esposa del duque; Cosina (Nadia Gray). La llegada del periodista, brindará al veterano reportero nuevos peligros, el reencuentro con Cosina y, más adelante, la sospecha sobre un asesinato que en realidad no ha cometido, lo que le valdrá la custodia policial, aceptando la invitación del aspirante político para ser su invitado en la lujosa villa que posee en una pequeña isla, donde su vida correrá un serio peligro.
En realidad, y tal y como sucedería con el conjunto de propuestas señaladas, en todas ellas se observa una cierta ascendencia hitchockiana -y también la de propuestas del género, emanadas del jugoso tándem británico, formado por Sidney Gilliat y Frank Launder- y, en este caso, no dejo de observar, ciertas similitudes sobre la previa MR. ARKADIN (Mister Arkadin, 1955) de Orson Welles. Lo cierto es que en su desarrollo adquiere, a mi modo de ver, dos partes claramente diferenciadas. La primera de ellas, servirá para presentar los personajes, al tiempo que plantear el marco de conflicto. Será un largo fragmento, en el que se dará cita lo mejor y lo peor. Entre lo primero, la capacidad de Chaffey para describir un ámbito sombrío y lleno de recovecos, potenciado por la iluminación en blanco y negro de Stephen Dade. En su oposición, en ocasiones la película y algunas de sus incidencias -pienso en la contraposición del paseo en coche de Ahsley y Cosina, con el discurrir de los villanos que van a ponerlos en un serio apuro, subrayada por el torpe fondo sonoro de Bojan Adamic- incurre en una involuntaria parodia.
Por fortuna, THE CROOKED ROAD va adquiriendo cierta personalidad, según se va consolidando la oposición en la relación de sus dos protagonistas masculinos, estableciéndose un atractivo duelo de caracteres, también de estilos interpretativos, entre Robert Ryan y Stewart Granger. Y es ahí, constreñido en un entorno progresivamente asfixiante, dominado por la decoración lujosa y decadente del interior de la mansión del aristócrata, magníficamente aprovechada por la cámara de Chaffey, donde la película va adquiriendo el peso de una atmósfera perfectamente delimitada, describiendo una juguetona y malsana charada, que hará olvidar al espectador, las deficiencias observadas minutos atrás.
Ese juego del gato y el ratón. Esa contraposición de la integridad del periodista, a la maldad justificada del político sin escrúpulo, deja paso a un duelo de personalidades, de humillaciones -el intento de envenenamiento de Ashley, la extrema vigilancia a la que es sometido, por medio de los esbirros armados del duque, con la orden de no dejarle escapar de la isla-, entroncando el deseo de doblegar -siempre bajo sinuosas y aterciopeladas maneras-, la severa voluntad del periodista, de no entregar al político esa documentación comprometedora, y la inquebrantable decisión de este de llevar a cabo su cometido -plasmar ese reportaje con pruebas, que arruinará la trayectoria del político, antes de las nuevas elecciones-. Todo ello, confluirá en un desenlace tan rebuscado como previsible, que en ciertos momentos evoca los de las novelas de Agatha Christie y que, en última instancia, permitirá que la decisión del investigador de prensa, sea finalmente descartada, por voluntad propia.
Con ello, concluirá esta película, desigual y anacrónica, ya en el momento de su estreno, pero que sigue manteniendo esa particular atmósfera, tan propia de sus compañeras de subgénero, al tiempo que la oportunidad de contemplar un inusual y nada desdeñable duelo interpretativo, entre dos estrellas, ya en aquel tiempo, cercanas a la decadencia.
Calificación: 2’5
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