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CINEMA DE PERRA GORDA

Don Siegel

THE VERDICT (1946, Don Siegel)

THE VERDICT (1946, Don Siegel)

Poco conocida entre los aficionados, THE VERDICT (1946) supone el debut cinematográfico de uno de los realizadores más representativos de la denominada “generación de la violencia” del cine norteamericano –que aunó nombres como Robert Aldrich, Samuel Fuller o Richard Brooks-. Una primera experiencia tras la cámara que a mi modo de ver plantea un resultado agradable, aunque en él no quepa vislumbrar un alejamiento o singularidad dentro de los parámetros de la producción del cine policíaco auspiciado por la Warner Bros en aquel periodo. Antes al contrario, resulta evidente que en sus primeros trabajos como realizador, Siegel se plegó antes en el mimetismo hacia éxitos recientes del estudio –sucedió igualmente con la posterior THE BIG STEAL (1949), que intentaba retomar los ecos de la excepcional OUT OF THE PAST (Retorno al pasado, 1947. Jacques Tourneur), ralentizando unos pocos años la presencia de una determinada personalidad visual y temática en su obra. Ello no debería hacernos prefigurar una opinión en contra antes estas modestas aportaciones cinematográficas, ya que en sí mismas habrían de ser valoradas desde la perspectiva de suponer productos solventes, ocasionalmente dotados de cierta intensidad cinematográfica, demostrativos que el hasta entonces montador Siegel supo integrarse con normalidad en el seno de las tareas de dirección. Solo por ello creo que hay que atender a estas pequeñas pero estimulantes películas, exponentes pertinentes de esa producción de programa doble, quedando como oportuno caldo de cultivo para tantos y tantos hombres de cine.

Nos situamos en una noche dominada por la niebla en el Londres de 1890. Una ejecución se va a cometer en una de sus cárceles, proceso en el que ha ejercido como fiscal el veterano George Edward Grodman (un espléndido, como siempre, Sydney Greenstreet). Persona sensible pese a su aparente aplomo, pronto tendrá que asumir que la persona a la que se culpó de un asesinato y ajustició, en realidad no era la culpable del crimen –aparecerá poco después un sacerdote que certificará la imposibilidad del acusado de haber cometido dicho asesinato-. Totalmente superado por la inesperada noticia, Grodman dimitirá del cargo ocupado dejándolo en manos del ambicioso y torpe Buckley (George Coulouris), y retirándose de una vocación profesional de más de tres décadas, que de la noche a la mañana ha quedado totalmente desprestigiada, convirtiéndose este error judicial en una auténtica tortura para alguien hizo de su trayectoria una auténtica forma de vida. Sin embargo, un nuevo elemento se introducirá en el extraño asesinato de la Sra. Kendall –el crimen por el que se condenó a un inocente-. Su sobrino, Arthur Kendall (Morton Lowry) será violentamente apuñalado –no se sabe si suicidio o asesinato-, encontrándose numerosas evidencias que implican a diversos sospechosos. Será lógicamente el momento de intentar descubrir los pormenores del caso y, sobre todo, atender a la previsible eficacia de Buckley, quien poco a poco tendrá que admitir y solicitar la ayuda de Grodman, que además resultó casi testigo de las circunstancias del violento suceso, ya que vivía muy cerca del lugar del mismo.

Sin duda, THE VERDICT queda definida en sus características, como una pequeña película que se establece al eco de éxitos como GASLIGHT (Luz de gas, 1940). Thorold Dickinson) o su remake norteamericano GASLIGHT (Luz que agoniza, 1944. George Cukor). Como en los significativos referentes antes señalados se desarrolla en un relato desarrollado en pleno periodo victoriano, dentro de ambientaciones decadentes, entre brumas y nieblas, logrando en su conjunto una atmósfera de misterio en la que argumentalmente se introducían rasgos de las elementales novelas policiacas firmadas por Agatha Christie. Es un contexto en el que se integrará plenamente la película de Siegel, que se inicia de manera muy atractiva, con esos planos de grúa sobre el siniestro campanario que en la noche anuncia la ejecución de la sentencia, logrando introducirnos en la pesadumbre que invade al veterano oficial de la justicia. Ese Grodman al cual contemplaremos reflexionando sobre la ingrata tarea que lleva a su cargo, en la que un éxito suyo ha de conllevar en muchos casos la condena de un acusado. Estamos ante un planteamiento francamente interesante que, a mi modo de ver, es escamoteado de manera muy sibilina en el relato, impidiendo esa reflexión sobre la futilidad de la justicia que apuntan esos primeros minutos. En su defecto nos introduciremos en el ámbito de un argumento de misterio bastante poco interesante en la descripción de sus personajes –hay una evidente tosquedad en la definición de su psicología y conflictos-, aunque ello no evite que nos encontremos con buenas interpretaciones o caracterizaciones interesantes –los rasgos de la casera que escondía una secreta fascinación por el joven asesinado, la sorprendente contención y sutileza con la que Peter Lorre encarna al ambiguo y siempre observador Victor Emmric-. Esa inclinación por la mecánica de la búsqueda del culpable del asesinato de Kendall y las circunstancias en las que se cometió el crimen, es la que impide que THE VERDICT alcance las cotas que sus primeros minutos vaticinan. Cierto es que en la rutina de dicha investigación se insertan sutiles detalles humorísticos en la visión que Grodman mantiene sobre Buckley, y existe una interesante plasmación visual de las secuencias desarrolladas en el interior de la mansión de la anciana Sra. Benson –plasmadas por unas angulaciones de raíz expresionista y una brillante utilización escenográfica-. La iluminación en blanco y negro –obra de Ernest Haller y el no acreditado Robert Burks- contribuye a crear una atmósfera de misterio adecuada, a lo que contribuirá no poco la espesura de una dirección artística centrada en interiores con espesos y casi asfixiantes cortinajes. Es más, en el conjunto del relato hay episodios que funcionan magníficamente de manera aislada –especialmente aquel en que se inhuma el cadáver de Kendall para atender diversos elementos de la declaración de su novia, la joven Lottie-. Sin embargo, estos hallazgos parciales no permiten que nos encontremos ante un conjunto suficientemente homogéneo, que curiosamente en sus instantes finales, y por encima de esa descripción de las circunstancias del crimen –lo dicho, muy al modo de los planteamientos de la Christie-, proporcionando una simetría en su conclusión, cerrando un círculo en el que el destino se cerrará sobre un ser ante el que su respeto de la justicia le llevó a auspiciar la condena a un inocente. Todo un cargo de conciencia que finalmente le llevará a una autoinmolación voluntaria, no sin antes haber logrado una afilada venganza contra su arrivista sustituto, legando a la posteridad un libro con el recorrido de su trayectoria en esta vocación tan compleja como necesitada de un juicio siempre inapelable, ante la cual las debilidades del comportamiento humano se revelan como un referente imperfecto.

Un curioso detalle para finalizar. Las deliberaciones que mostrará la cámara en el juicio que finalmente condenará a Sir William Dawson (Holmes Herbert) por el asesinato de Kendall, parecen preludiar en síntesis el planteamiento de la obra de Reginald Rose, que se trasladó a la pantalla de la mano de Sidney Lumet en 12 ANGRY MEN (Doce hombres sin piedad, 1957)

Calificación: 2’5

RIOT IN CELL BLOCK 11 (1954, Don Siegel)

RIOT IN CELL BLOCK 11 (1954, Don Siegel)

Es evidente que en apenas dos décadas mucho había cambiado en el desarrollo del cine carcelario. Desde unas propuestas tan rudimentarias y toscas como 20.000 YEARS IN SING SING (20.000 años en Sing-Sing, 1932. Michael Curtiz) la evolución de Hollywood permitió adentrarse en dicha problemática con bastante más hondura. De todos modos, no se puede negar que incluso ya en los primeros albores del sonoro –y cuando el código Hays no limitó las posibilidades de esta vertiente-, se brindaron productos de reconocida hondura, como I AM A FUGITIVE FROM A CHAIN GANG (Soy un fugitivo, 1932. Mervyn LeRoy). En cualquier caso, y con todos los elementos de valía que puede proporcionar la implicación de esta vertiente en RIOT IN CELL BLOCK 11 (1954, Don Siegel), preferiría adscribir esta película como una mirada nihilista sobre el lado oscuro del ser humano. Unido a ello, creo que puede decirse sin temor a duda que nos encontramos con uno de los títulos más valiosos de su director. Ese sentido de la sequedad, la concisión narrativa que proporciona un relato dominado por un tono de crónica afianzado en un contrastado blanco y negro, o la definición de un retrato coral espléndidamente seleccionado y encarnado por una magnífica galería de actores de carácter, son elementos que contribuyen a redondear un producto francamente modélico dentro de la serie B norteamericana, y que bajo mi punto de vista supera ampliamente el posterior acercamiento a esta temática brindado por el propio Siegel con la por otro lado interesante ESCAPE FROM ALCATRAZ (Fuga de Alcatraz, 1979).


Con un preciso montaje documental de secuencias de motines de cárceles y una voz en off aclaratoria, se introduce la película comentando la sucesión de estos episodios en diferentes cárceles del estado, tras lo cual se ofrecen breves declaraciones de un político reformista. No voy a ocultar que las mismas constituyen el elemento más prescindible de la película, e induce a contemplar con recelo el discurrir de sus imágenes. Afortunadamente, esta pronto despliega su interés con la rápida descripción del entorno opresivo, asfixiante e inhumano de la cárcel de un estado. Allí se hacinan cuatro mil presos, pese a la prohibición gubernamental que limita estas cifras y dicta una serie de normal que son sistemáticamente ignoradas por las autoridades del estado. Las condiciones de las instalaciones ejercerán como una olla de presión para sus inquilinos, entre los que se combinan desde presos provistos de una notable fluidez, otros enganchados al delito, hasta algunos de ellos caracterizados por sus desequilibrios psíquicos lindantes con patologías psicóticas. No será por tanto de extrañar, que los reclusos del pabellón 11 se amotinen, demostrando desde el primer momento una notable unión entre todos ellos a la hora de dotar de mando a sus representantes, e intentando con ello lograr una serie de mejoras en sus condiciones de vida. Para ello tomarán como rehenes a los cuatro guardias que los custodiaban, haciéndose frente al responsable de la prisión –Emile Mayer-. Este es un hombre consciente de las dificultades que asume en su responsabilidad, y que durante varios años ya ha reclamado estas reformas ante las autoridades políticas. De este ámbito llegará Haskell (Frank Faylen), representando al gobernador, partidario de unos métodos más expeditivos, aunque en su puesta en práctica lleven por delante la muerte de algunos de dichos presos. La espiral de tensión tendrá un leve punto de inflexión cuando el alcaide, acompañado por Haskell y un numeroso grupo de periodistas, escuchen las demandas de Dunn (un magnífico Neville Brand), erigido como cabecilla de la rebelión. La actitud combativa de Haskell hará fracasar ese intento de acercamiento, y muy pronto el motín del pabellón 11 se extenderá a otro de la misma prisión, de las cual sus propios inquilinos secuestran a sus respectivos guardianes, aumentando con ello a nueve los que tienen retenidos los presos, y obligando a que intervengan las fuerzas policiales para intentar contener la generalizada rebelión. En un posterior encuentro con el alcaide, Dunn declama las necesidades de los prisioneros, pidiendo que estas sean firmadas por el propio mandatario del recinto y el gobernador. La rúbrica del segundo se hará de esperar, mientras se plantea el hecho de la muerte de un preso a cargo de un disparo de policía cuando estos se han desplazado para contener el avance del motín. La situación se tornará tensa, irremediablemente tensa, hasta que finalmente el responsable penitenciario y el gobernador firmen el documento con las reivindicaciones de los presos. Será aparentemente un triunfo de estos, convenientemente aireado por la prensa, pero finalmente la lucha devendrá inútil. Mas allá de unas puntuales medidas preventivas de presos, en realidad todo seguirá como hasta entonces, teniendo que asumir Dunn la culpabilidad de la situación, que probablemente le condenará a treinta años más de estancia en la cárcel.

Sin duda,  muchas de las vertientes mostradas en RIOT IN CELL… se prestan a un exponente de cine de tesis. Sin embargo –y esa es una de las principales cualidades del conjunto-. Los apuntes, diálogos y detalles que se van desplegando a lo largo de su escueto metraje, en ningún momento se superponen al aire físico del conjunto, y a esa claustrofobia casi existencial que dominará el relato. En última instancia, la película deviene en una mirada pesimista sobre la propia condición humana. Una mirada que tendrá un exponente primordial en el retrato de esa galería de presos tan conectada con el primitivismo del ser humano, y a la que en realidad pienso que en poco le importa el objetivo aparentemente buscado –lograr mejoras en su entorno-, y sí más hacerse notar y, en definitiva, existir. A este respecto es sintomático el encargo de las reivindicaciones al único preso definido por su lucidez –el coronel (Robert Osterloh)-, cuyas ideas son sorprendentemente similares a las mantenidas por el responsable del centro. Pero junto a ellos, la tipología que se despliega en la película no tiene desperdicio y, lo que es más importante, logran salirse del estereotipo, rebosando autenticidad. Desde esos oficiales de prisiones que en algún momento no dudan en exteriorizar su crueldad con los presos, pero en realidad son hombres que cobran cincuenta dólares por semana y tienen que alternar con otro empleo, políticos indecisos, delegados que demuestran su carencia de sentimientos, o periodistas que solo buscan una denuncia para llenar sus páginas. En realidad, nadie hace lo que debe o lo que le indica su conciencia, dentro de una galería humana tan triste que desprende un aura nihilista casi desoladora.

Es por todo ello, por lo que hay que destacar ese equilibrio en el relato, esa querencia por una mirada física, directa y tensa con lo narrado, y esa deliberada huída por un alcance discursivo que, aunque siempre está latente en sus imágenes, nunca llega a sobrepasar las propias cualidades cinematográficas del relato, y que mas de medio siglo después de su realización permite la notable vigencia de su conjunto. En este sentido, el film de Siegel deviene por momentos como una auténtica lección de cine. A la fuerza que desprenden las secuencias desarrolladas en el interior del pabellón y la espléndida utilización que se efectúa de auténticos escenarios presidiarios, hay que añadir una serie de instantes que se encuentran entre lo mejor jamás filmado por su realizador. Por un lado, el impetuoso travelling que sigue la huída del sádico guardia carcelario hasta que es atrapado por los presos. Mas adelante, la insospechada reacción de Dunn al lanzar una navaja al pecho de Haskell, las impecables secuencias en el patio del centro, en las que la policía domina a un buen conjunto de presos amotinados a partir de disparos de balas de humo, que finalmente llevarán a la muerte de un preso. Pero sin duda el momento más impactante del conjunto se desarrolla en los momentos finales, cuando en plena pelea interna los presos advierten que en el exterior están ubicando cargas explosivas para que la policía pueda horadar el muro e introducirse en el pabellón. Ello llevará a que aten a los nueve guardias y al Coronel en las tuberías, formando una estampa de reminiscencias crísticas y quedando a la espera de morir destrozados por la onda explosiva de dicha bombas, rasgo este que es destacado con un lento travelling de retroceso.

Amparada en la interesante productora Alliet Artist –una de las señeras de la serie B tardía-, RIOT IN CELL… es una apuesta directa de ese gran hombre de cine llamado Walter Wanger, promoviendo el proyecto tras una experiencia personal en la cárcel que le permitió acercarse a un submundo inhumano, y por lo general ignorado por el conjunto de una sociedad siempre dispuesta a mirar hacia otro lado cuando han de reflexionar con temas incómodos y que aparentemente –solo aparentemente- no afectan a su vida diaria. Don Siegel supo trasladar muy bien esa premisa, dentro de una película quizá un tanto adusta pero, por momentos, admirable.

Calificación: 3’5

TWO MULES FOR SISTER SARA (1970, Don Siegel) Dos mulas y una mujer

TWO MULES FOR SISTER SARA (1970, Don Siegel) Dos mulas y una mujer

Realizador fundamentalmente caracterizado por su apego al cine de géneros – thriller y policiaco, especialmente-, es curioso señalar como en la filmografía de Don Siegel no hay un especial apego hacia el western. Si que es cierto que en ella se incluye uno antirracista algo sobrevalorado –quizá por ser de los títulos más salvables en que intervino el inefable Elvis Presley, intentando en él romper con su imagen habitual-, y entre sus primeras obras se inserta otro bastante interesante THE DUEL AT SILVER CREEK (1952). Pese a estos exponentes aislados, no se puede decir que fuera la vertiente más practicada por un Siegel, que a finales de los sesenta y de la mano de la rutilante estrella del género en que se estaba convirtiendo Clint Eastwood –quien años después dedicaría su UNFORGIVEN (Sin perdón, 1992) a uno de sus siempre reconocidos mentores-, se embarcó en una nueva aportación al mismo –TWO MULES FOR SISTER SARA (Dos mulas y una mujer, 1970)-. Lo cierto –y en ello hay bastante consenso al respecto-, es que su resultado concluyó en una de las peores películas firmadas por el realizador norteamericano. Y la verdad es que las perspectivas de antemano eran positivas, partiendo de un argumento elaborado por el veterano Budd Boetticher y un guión firmado por el blackisted Albert Maltz. La historia está ambientada en tierras mexicanas, teniendo como marco las luchas de los juaristas al oponerse al dominio francés. Además lo hará contando con dos personajes centrales, en cuya oposición sin duda se albergaban muchas posibilidades para lograr una película interesante.

Lamentablemente, el resultado no acompañó las previsiones, y ello pudo deberse a diversas razones. La primera de ellas es, a mi juicio, la falta de química que se establece entre los dos protagonistas –Hogan (Clint Eastwood) y Sara (Shirley MacLaine)-. Eastwood se mantenía en su personaje estólido y antipático, y en modo alguno logra establecerse cualquier complicidad con una Shirley Mclaine completamente miscasting. Su argumento no es potenciado en la medida que podría proporcionar una mirada irónica sobre los tics y modos que el western venía asumiendo en aquellos años, hasta llegar a su disolución como género. TWO MULES... deviene finalmente una frustrada visión humorística del género, en la que cada dos por tres surge una molesta sintonía de Ennio Morricone, y donde la generalizada rutina impide incluso que los efectismos visuales que aparecen de forma intermitente, sean recibidos con especial desagrado.

Por otro lado, ni que decir tiene que en la película hay un amplio recorrido físico, que es mostrado de forma bastante adecuada. De forma paralela, en un momento dado el vaquero y la monja serán atacados por los indios, que disparan a Hogan una flecha cerca del corazón. Este ataque facilitará los momentos más interesantes de la película, y en los que el personaje que encarna Eastwood, alecciona a la hermana Sara en las instrucciones precisas para poder extraer la misma de su cuerpo Sará a partir de esos momentos, cuando se logre describir cinematográficamente la atracción que ya ha unido a la pareja, y la película de Siegel logra expresar una cierta complicidad entre ambos intérpretes –pese a la siempre latente escasa química entre ambos-.

Por último, TWO MULES... describe un fragmento final –el que ofrece la lucha de los protagonistas junto a los juaristas y contra los franceses-, que termina de certificar la mediocridad del conjunto. Con un grotesco tono caricaturesco, hay muy poca diferencia entre lo que narra el ya veterano director norteamericano, y lo aportado por el más inepto de los artífices de cualquier spaghetti-western del montón. Incluso en la aparente tensión de esos momentos, conoceremos la auténtica vocación de la monja, en unas secuencias que en poco contribuyen a levantar una película finalmente insignificante para la carrera de cuantos en ella intervinieron, entre los que cabe destacar uno de los peores papeles para el joven y aún hierático Eastwood.

Calificación: 1’5

 

COUNT THE HOURS (1953, Don Siegel)

COUNT THE HOURS (1953, Don Siegel)

El seguimiento de la serie B norteamericana, sigue siendo foco de constantes sorpresas. Sobre todo por el hecho de la dificultad de contemplar títulos que aún siendo realizados por nombres más adelante consagrados en la profesión, se han visto postergados en emisiones y retrospectivas. Y en ese contexto se encuentran obras de notable interés en bastantes casos, que suelen estar enclavadas entre las primeras de directores como Richard Fleischer, Phil Karlson, Anthony Mann, Sam Fuller o Don Siegel, entre otros.

Y precisamente del último de los citados, es la que supone una de sus primeras realizaciones, realmente poco conocida incluso para comentaristas estudiosos de su obra, y que personalmente me ha resultado una gratísima velada. Y es que pese a su escasez de medios y ciertas ingenuidades de guión y puesta en escena, COUNT THE HOURS (1953) –nunca estrenada comercialmente en España-, supone una interesante combinación de cine policíaco y negro, melodrama y, sobre todo, un tan sencillo como agudo retrato sobre esa sempiterna “América Profunda”, en unos años donde el fantasma del maccarthismo estaba bien presente en el cine norteamericano.

COUNT THE HOURS se inicia con una secuencia nocturna desarrollada en interiores y de gran fuerza expresiva, en la que con bastante tensión –y la impronta de la iluminación contrastada del gran John Alton-, se describe el asesinato de un matrimonio de granjeros a cargo de un hombre del que desconocemos su identidad. Especialmente cruel es la muerte de la esposa del propietario, que fallecerá desangrada en las afueras de su casa tras huir despavorida de la misma –la cámara muestra ese abandono al estar ubicada en el interior de la vivienda y encuadrar la puerta abierta de la misma-. Tras el doble crimen son detenidos un matrimonio que vivían en las dependencias de la granja –George (John Craven) y Ellen Bramen (Teresa Wright)-, acusados de unos hechos que no han cometido, y basándose en que no se dieron cuenta de los disparos y, sobre todo, la torpeza protectora de la esposa. Ella tiró al lago el arma que poseía su marido y que le hubiera servido como prueba de su inocencia –es magnífico el instante en que Ellen se deshace del arma, reflejándose en el lago la figura de un agente que se encontraba allí apostado-.

A partir de un interrogatorio de dieciséis horas, finalmente George firmará una ficticia confesión, con el único objeto de lograr la liberación de su esposa, pero con ello quedará definitivamente encausado en los asesinatos. Por eso, y al objeto de poder adelantar la segura condena del reconocido autor, el fiscal intenta convencer al idealista abogado Doug Madison (McDonald Carey) para que se haga cargo de la defensa. Este se resiste, ya que intuye la certeza de que el acusado es culpable, pero poco a poco –la entrevista que mantiene con el detenido, la sinceridad y dolor que le manifiesta su esposa-, va albergando dudas ante dicha aceptación. El letrado incluso escuchará comentarios vejatorios de compañeros suyos ante la posibilidad de aceptar el caso, mientras que Ellen irá recibiendo muestras de hostilidad de anónimos ciudadanos. No se puede decir que este sentimiento se muestre con demasiada sutileza, pero es indudable su eficacia en la pantalla, máxime la sobriedad y destreza –propia de la escasez de medios con que presumiblemente fue rodada- con que está plasmada cinematográficamente, beneficiando con ello el conjunto final.

La aceptación del proceso por parte del abogado, planteará a la narración la necesaria búsqueda del arma del acusado que la esposa hizo desaparecer en el lago. Para ello se contratarán los servicios de un buzo que finalmente intentará propasarse con Ellen –en una secuencia de notable impacto-. El arma no será encontrada y se celebrará el juicio, hasta que in extremis esta se localice, pero finalmente su estado de oxidación impida que pueda deducirse conclusión alguna sobre el uso de la misma. Cuando ya todo parece perdido para el ya condenado, un nuevo indicio llevará las sospechas hasta Max Vern (Jack Elam), antiguo trabajador a las órdenes del asesinado. Una vez más, COUNT THE HOURS oscilará entre la desesperanza, la presión de una sociedad injusta y la búsqueda de la justicia. Algo que sufrirá en carne propia el matrimonio protagonista, y afectará la convivencia de ese letrado que prácticamente se encuentra a punto de perder todo su prestigio –deja de tener clientes y su acaudalada novia lo abandona-.

Finalmente, cuando ya todo parecía augurar que el ahorcamiento de George era inapelable, por el comentario de un barman se podrá esclarecer la culpabilidad de los asesinatos. Una vez más, Siegel logrará otro momento de tensión cuando el asesino se encuentre con este camarero, aunque la habilidad del mismo le libre pronto de él.

Es evidente que buena parte de la eficacia de COUNT THE HOURS recae en la espléndida, nocturna, claustrofóbica y contrastada iluminación de John Alton, que sabe potenciar la vertiente sórdida, sombría e incluso bizarra del relato. Es algo que igualmente recoge Don Siegel en el que es uno de sus títulos iniciales más atractivos y caracterizados por su atmósfera, que por momentos nos evoca la etapa americana de Joseph Losey, mientras que de forma paralela está unido a esa producción de policíacos de serie B, en la que tantos buenos realizadores afinaron y dieron sus primeros pasos en la dirección cinematográfica.

Calificación: 3