COUNT THE HOURS (1953, Don Siegel)
El seguimiento de la serie B norteamericana, sigue siendo foco de constantes sorpresas. Sobre todo por el hecho de la dificultad de contemplar títulos que aún siendo realizados por nombres más adelante consagrados en la profesión, se han visto postergados en emisiones y retrospectivas. Y en ese contexto se encuentran obras de notable interés en bastantes casos, que suelen estar enclavadas entre las primeras de directores como Richard Fleischer, Phil Karlson, Anthony Mann, Sam Fuller o Don Siegel, entre otros.
Y precisamente del último de los citados, es la que supone una de sus primeras realizaciones, realmente poco conocida incluso para comentaristas estudiosos de su obra, y que personalmente me ha resultado una gratísima velada. Y es que pese a su escasez de medios y ciertas ingenuidades de guión y puesta en escena, COUNT THE HOURS (1953) –nunca estrenada comercialmente en España-, supone una interesante combinación de cine policíaco y negro, melodrama y, sobre todo, un tan sencillo como agudo retrato sobre esa sempiterna “América Profunda”, en unos años donde el fantasma del maccarthismo estaba bien presente en el cine norteamericano.
COUNT THE HOURS se inicia con una secuencia nocturna desarrollada en interiores y de gran fuerza expresiva, en la que con bastante tensión –y la impronta de la iluminación contrastada del gran John Alton-, se describe el asesinato de un matrimonio de granjeros a cargo de un hombre del que desconocemos su identidad. Especialmente cruel es la muerte de la esposa del propietario, que fallecerá desangrada en las afueras de su casa tras huir despavorida de la misma –la cámara muestra ese abandono al estar ubicada en el interior de la vivienda y encuadrar la puerta abierta de la misma-. Tras el doble crimen son detenidos un matrimonio que vivían en las dependencias de la granja –George (John Craven) y Ellen Bramen (Teresa Wright)-, acusados de unos hechos que no han cometido, y basándose en que no se dieron cuenta de los disparos y, sobre todo, la torpeza protectora de la esposa. Ella tiró al lago el arma que poseía su marido y que le hubiera servido como prueba de su inocencia –es magnífico el instante en que Ellen se deshace del arma, reflejándose en el lago la figura de un agente que se encontraba allí apostado-.
A partir de un interrogatorio de dieciséis horas, finalmente George firmará una ficticia confesión, con el único objeto de lograr la liberación de su esposa, pero con ello quedará definitivamente encausado en los asesinatos. Por eso, y al objeto de poder adelantar la segura condena del reconocido autor, el fiscal intenta convencer al idealista abogado Doug Madison (McDonald Carey) para que se haga cargo de la defensa. Este se resiste, ya que intuye la certeza de que el acusado es culpable, pero poco a poco –la entrevista que mantiene con el detenido, la sinceridad y dolor que le manifiesta su esposa-, va albergando dudas ante dicha aceptación. El letrado incluso escuchará comentarios vejatorios de compañeros suyos ante la posibilidad de aceptar el caso, mientras que Ellen irá recibiendo muestras de hostilidad de anónimos ciudadanos. No se puede decir que este sentimiento se muestre con demasiada sutileza, pero es indudable su eficacia en la pantalla, máxime la sobriedad y destreza –propia de la escasez de medios con que presumiblemente fue rodada- con que está plasmada cinematográficamente, beneficiando con ello el conjunto final.
La aceptación del proceso por parte del abogado, planteará a la narración la necesaria búsqueda del arma del acusado que la esposa hizo desaparecer en el lago. Para ello se contratarán los servicios de un buzo que finalmente intentará propasarse con Ellen –en una secuencia de notable impacto-. El arma no será encontrada y se celebrará el juicio, hasta que in extremis esta se localice, pero finalmente su estado de oxidación impida que pueda deducirse conclusión alguna sobre el uso de la misma. Cuando ya todo parece perdido para el ya condenado, un nuevo indicio llevará las sospechas hasta Max Vern (Jack Elam), antiguo trabajador a las órdenes del asesinado. Una vez más, COUNT THE HOURS oscilará entre la desesperanza, la presión de una sociedad injusta y la búsqueda de la justicia. Algo que sufrirá en carne propia el matrimonio protagonista, y afectará la convivencia de ese letrado que prácticamente se encuentra a punto de perder todo su prestigio –deja de tener clientes y su acaudalada novia lo abandona-.
Finalmente, cuando ya todo parecía augurar que el ahorcamiento de George era inapelable, por el comentario de un barman se podrá esclarecer la culpabilidad de los asesinatos. Una vez más, Siegel logrará otro momento de tensión cuando el asesino se encuentre con este camarero, aunque la habilidad del mismo le libre pronto de él.
Es evidente que buena parte de la eficacia de COUNT THE HOURS recae en la espléndida, nocturna, claustrofóbica y contrastada iluminación de John Alton, que sabe potenciar la vertiente sórdida, sombría e incluso bizarra del relato. Es algo que igualmente recoge Don Siegel en el que es uno de sus títulos iniciales más atractivos y caracterizados por su atmósfera, que por momentos nos evoca la etapa americana de Joseph Losey, mientras que de forma paralela está unido a esa producción de policíacos de serie B, en la que tantos buenos realizadores afinaron y dieron sus primeros pasos en la dirección cinematográfica.
Calificación: 3
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Ramon Freijido -