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CINEMA DE PERRA GORDA

Edgar G. Ulmer

CARNEGIE HALL (1947, Edgar G. Ulmer)

CARNEGIE HALL (1947, Edgar G. Ulmer)

Es hasta cierto punto comprensible, que pese al creciente aprecio de que va disfrutando la figura y la obra de Edgar G. Ulmer, un film como CARNEGIE HALL (1947) siga quedando relegada a la hora de ser insertada en el análisis del corpus de su obra. En primer lugar, se trata de un film poco visto. Partiendo de un punto de partida tan inapelable, nos encontramos ante el relativo complejo engarce de la propuesta e el seno de la imagen que mantenemos de la filmografía del realizador de DETOUR (1945). Siendo como es una apreciación bastante cuestionable –la trayectoria de Ulmer se inserta por derroteros genéricos que sobrepasan lo insólito-, resulta más fácil a la hora de recurrir a su obra, aquellos títulos que se insertan dentro de un contexto fantastique, noir e  incluso meramente bizarros, dejando de lado muchas otras de sus películas, que podrían resultar incómodas en ese contexto. En cualquier caso, cuando se tiene la ocasión de contemplar esta tan imperfecta como por momentos apasionante obra, uno no deja en todo momento de encontrar elementos y aspectos visuales que la entroncan con el conjunto de su obra –como más adelante intentaremos destacar-, sino que en sí misma supone una aportación del realizador a un mundo que siempre confesó admirar; el de la música. Ulmer siempre se consideró un músico frustrado, y buena parte de ese enunciado se aprecia, se siente me atrevería a señalar, en las cadenciosas imágenes de esta producción de dos horas y cuarto de duración –nunca el realizador se atrevió ni de lejos a asumir un metraje tan elevado-, que se devoran con la pasión que insufla a una historia que sirve de base para el recorrido por un mundo –el de la música- que llega a impregnar al espectador en sus instantes más pasionales. La década de los cuarenta, fue un periodo propicio para que el cine norteamericano dirigiera su mirada en torno a producciones ambientadas en el contexto de la música –por lo general configuradas a base de poco estimulantes biopics de tanto éxito popular como cuestionables cualidades. Bajo mi punto de vista CARNEGIE HALL se erige entre los tres mejores exponentes de dicho subgénero –por debajo de HUMORESQUE (1949), que siempre he considerado la obra maestra de Jean Negulesco, y a la altura, aunque dentro de otro contexto, que SONG OF LOVE (Pasión inmortal, rodada el mismo 1947 por Clarence Brown)-. Con probabilidad, se erija además como el más singular de todos ellos.

Singular, en la medida que ofrece una mirada directa, sin artificios que medien entre el espectador y el objetivo del film, a la hora de iniciar el recorrido por la historia de uno de los “santuarios” de la música en New York. Para ello, Ulmer abrirá y cerrará la película de un modo simétrico. Al inicio, sobre la imagen de un grabado, la cámara se acercará hacia el perfil exterior del Carnegie, mientras que tras cerrar  -de un modo un tanto abrupto- la película, esta misma cámara describirá un travelling de retroceso, devolviendo la imagen a su lugar inicial. En medio de ambos movimientos, el film utilizará la trayectoria vital de Nora (una muy notable composición de Marsha Hunt, que sabe dotar a su personaje de una ajustada modulación de su progresivo envejecimiento) para a través de ella –que en un momento dado, será calificada como el auténtico espíritu del recinto, por parte del violinista Jascha Heifetz-, ofrecer la evolución de una auténtica institución en la vida cultural neworkina durante la primera mitad del siglo XX –las primeras evocaciones que ofrece la película, se remontan al breve flash-back que narra Nora al asistir de niña y de forma casual, a un concierto de Tchaikovsky-. De tal forma, Ulmer articulará en todo momento esa andadura vital con la de la propia actividad del recinto, permitiendo con ello la grabación de diversos y prestigiosos intérpretes, cuya presencia quedan como un auténtico documento de inapreciable valor. Pero lo más valioso de ello, reside en la singularidad con la que el cineasta inserta las mismas. Para ello no le importará en un momento dado acumular algunas de ellas de forma consecutiva, despreciando en su parte central la progresión de la narración argumental. Así era Ulmer, tan imperfecto como genial, que a través de esta película tan en apariencia alejada a su mundo, ofrece composiciones visuales en las que el uso de las sombras, la dirección artística o la composición general, aportan elementos complementarios al devenir de sus principales personajes. Estos en realidad se reducen a la lucha existencial de Nora, que de personal de limpieza en su juventud, pasará con el paso de los años a erigirse en una de las principales responsables del Carnegie, y la relación que mantendrá con su hijo Tony Salerno (William Prince), fruto de la relación que mantuvo en esa juventud con un pianista talentoso pero de irascible carácter y fatalista personalidad,

En dichos matices se encuentran elementos que lo ligan al mundo temático y expresivo del cineasta ¿No es cierto que Salerno padre puede engrosar esa galería de personajes perdedores del que su exponente más conocido fuera el Tom O’Neil de DETOUR? –tremenda la formulación de su muerte, cayendo borracho de una escalera en el “off” visual- ¿Puede resultar casual incluso el parecido físico que presenta el citado O’Neil con el joven intérprete que encarna a Salerno hijo? ¿No se puede establecer en el conjunto de la película, una mirada revestida de sórdida tristeza, en torno a la frustración ante la imposibilidad de centrar la existencia en torno a la manifestación artística, una de las grandes frustraciones que registró la propia existencia de Ulmer? Cuestiones como esta, se encuentran presentes en una película que destaca sobre el conjunto de la obra de su director, en la medida que contó con más medios, fundamentalmente centrados en la filmación de esas ya señaladas actuaciones musicales, que son recreadas con tanta suntuosidad como acierto, con tanta pertinencia como sentido de la diversidad narrativa. No me considero un experto en terrenos musicales, y por ello me resulta difícil apreciar la implicación existente –señalada por otros comentaristas- a la hora de integrar incluso las piezas musicales seleccionadas, dentro de la evolución del relato. Sin embargo, ello no puede impedirme asistir hechizado a la filmación de la excepcional actuación pianística de Rubinstein –estructurada en un rodaje con tres cámaras, interpretando la danza del fuego de Falla- , o la extraordinaria catarsis que supondrá la grabación del recital de Heifetz –un fragmento dotado de una fuerza irresistible-, en el que además encontraremos el instante más hermoso de CARNEGIE HALL. Se trata de ese largo primer plano sobre el rostro de esa veterana Nora, quien comprende después de reconocer su fracaso personal al separarse de su hijo, que ella ha nacido para ser parte del alma del recinto que ha supuesto para ella su vida –la labor de la Hunt en estos instantes, alcanza tintes sublimes-.

Hay muchos elementos y calidades en esta experiencia tan singular para la pantalla, en la que Ulmer logró en todo momento asumir la herencia visual y compositiva que le aportaba el cámara Eugene Shufman –en casi todos los planos observamos la presencia de sombras como elementos estéticos que ayuden al fondo dramático de la misma-, disponiendo Ulmer de una mayor facilidad en la movilidad con la cámara –sobre todo en las actuaciones insertas en la misma-. Queda en un segundo término esa latente relación amorosa que le ofrecerá en todo momento el fiel John Donovan –Frank McHugh-, mientras aparece esa manera de incorporar la evolución de la sociedad norteamericana a través de su música. Y resulta digno de ser resaltado el interés con el que Ulmer ofrece esta expresión artística como elemento generador de sentimientos y emociones. Es algo que tendrá su exponente más valioso en la manera con la que Tony conocerá a de forma inesperada a Ruth (Martha O’Driscoll), mientras ejerce como pianista ante un cantante, al interpretar el célebre O sole mio, pero que incluso incorporará fragmentos de insólita vertiente cómica. Es así como el episodio que narra el encuentro con el inicialmente irascible Ezio Pinza, no solo adquirirá una extraña musicalidad, sino que por su carácter contagioso parece preludiar el espíritu que impregnaba el célebre número Make them Laugh de SINGIN’ IN THE RAIN (Cantando bajo la lluvia, 1952. Stanley Donen & Gene Kelly).

CARNEGIE HALL no es una película redonda. Es cierto que en ocasiones su modulación narrativa discurre a trallazos, e incluso que la resolución de la misma aparece un tanto desvaída –pese a esos espléndidos planos de grúa que describirán el inicio del último de los conciertos a los que asistimos-. Pero no por ello dejamos de encontrarnos no solo con una propuesta tan fascinante como poco común. Por encima de sus virtudes y defectos, creo que no hay en la historia del cine ninguna otra función que haya plasmado con tanta sinceridad el placer físico que como modo de expresión artística, proporciona la pulsión de la música. No podía ser de otra manera, viniendo de un realizador que, por encima de todo, se consideraba un músico frustrado.

Calificación: 3’5

GOODBYE, MR. GERM (1940, Edgar G. Ulmer)

GOODBYE, MR. GERM (1940, Edgar G. Ulmer)

Ejemplo extreme de la conjunción de un cineasta de probado talento, andadura errática hasta extremos casi inauditos, y al propio tiempo artista que luchó contracorriente sobre todas las dificultades y carencias, que sobrellevó durante su larga andadura cinematográfica. Lo cierto es que no se puede establecer una mirada completa sobre el cine de Edgar G. Ulmer, sin hacer escala en sus títulos yiddish, sus producciones tardías en el terreno de la ciencia-ficción, su previsiblemente inocente inclusión en el cine nudieTHE NAKED VENUS (1959)-, o sus cortometrajes de carácter didáctico. Lo triste de todo ello, estriba en la dificultad aún existente para poder acceder a todos estos títulos –a los que habría que citar otros incorporados en géneros y ámbitos más familiares-. No cabe duda que hacer un seguimiento retrospectivo sobre el conjunto de la filmografía de Ulmer, supone una tarea en la que la paciencia y perseverancia se encuentran siempre presentes. Es por ello, que resulta grato encontrarse con uno de esos títulos ignotos, uno de aquellos cortometrajes de alcance didáctico rodados, en esta ocasión en 1940. Se trata de GOODBYE, MR. GERM en el que se narra en apenas catorce minutos la lucha contra las bacterias que provocaban en aquellos lejanos tiempos la tuberculosis. Para explicar dicho proceso el cineasta ofrece una curiosa triple estructura, que logra en primer lugar brindar al conjunto de un aire bizarro, en el que la amabilidad y alcance dialéctico de su trazado, no deja de ofrecer aspectos que conectan con el lado extraño y personalísimo del cineasta. La filmación se inicia con la presencia de un veterano investigador, decidido a explicar a su nieto el origen de los gérmenes generadores de tan grave enfermedad –sobre todo en aquellos tiempos, apenas emergidos de la Gran Depresión-. La propia configuración física del investigador –nos la acerca a un clásico mad doctor del cine de terror de la época-, será la primera pista a la introducción del aspecto más atractivo del corto, como es la traslación a un universo –el laboratorio del investigador-, que de repente se convertirá en un escenario extraño, y donde a la capacidad de Ulmer para la utilización de decorados, se incorporará el diálogo ficticio del veterano investigador con los animales que tiene dispuestos en jaulas en dicho recinto.

La evocación de tintes cercanos al universo de Lewis Carroll, nos trasladará a un insólito y convincente contexto, en el que el veterano doctor dialogará con uno de los gérmenes que este tenía cultivados –que será presentado mediante animación-, y con quien dialogará, explicándole dicha simpática bacteria los modos con los que sus “compañeros” atacan a sus víctimas propiciatorias. Esta insólita conjunción, nos permitirá comprobar la acción de todas ellas en el interior de un joven de buena presencia –conocido tanto del profesor como de su pequeño nieto-, integrando en ello un relato de breves pinceladas de imagen real, que se combinan con la actividad de las animadas bacterias. Nada de todo ello resulta extraordinario en sí mismo, pero lo cierto es que en su conjunción, y sobresaliendo de su asumida modestia, GOODBYE. MR. GERM constituye una muestra más que estimable e incluso en algunos aspectos modélicas, sobre como acercar determinados temas complejos y poco gratos, a un público cercano e incluso infantil, informando y entreteniendo al mismo tiempo. Destaquemos en esta modesta producción la agilidad de su montaje, esa capacidad innata en Ulmer para mostrarse siempre sombrío, pese a que en esta ocasión asistamos a un breve metraje, destinado en primera instancia a la información didáctica del espectador. Sin embargo, esos planos inclinados sobre las jaulas que son magnificadas en el laboratorio, la extraña configuración física del doctor, o incluso algunos planos de la animación –aquellos que detallan el ataque de las bacterias, provocando en el joven tos con sangre-, son destellos de un Ulmer que, justo es reconocerlo, tampoco tenía más margen de maniobra en este formato reducido, pero que, también es oportuno señalarlo, supo plasmar en él, -en una duración de apenas catorce minutos-, un producto entretenido, convincente y, hasta cierto punto, inquietante, como no podía ser de otra manera, viniendo de sus manos.

Calificación: 2’5

DAUGHTER OF DR. JEKYLL (1957, Edgar G. Ulmer) [La hija del Doctor Jekyll]

DAUGHTER OF DR. JEKYLL (1957, Edgar G. Ulmer) [La hija del Doctor Jekyll]

Para poderse hacer una idea del innegable talento que desarrolló siempre en sus tareas de dirección el austriaco Edgar G. Ulmer (1904 – 1972), solo tendríamos que tomar como elemento de referencia DAUGHTER OF DR. JEKYLL (1957), una de sus últimas películas, integradas dentro de la producción de cine de terror que el pequeño estudio Alliet Artists brindó a la serie B cinematográfica de los últimos años cincuenta. Es evidente que esta historia integra con nulo sentido de la sutileza el personaje de la novela de Robert Louis Stevenson, con ambientes dominados por panteones y lugares fúnebres, y la hipotética presencia de hombres lobo que se combaten con estacas. Todo un compendio de referencias literarias y mitos instaurados en el cine de terror, unidos a la imaginería gótica, son planteados –con mayor o menos grado de credibilidad- en este pequeño producto que apenas alcanza los setenta minutos de duración. Un título que se erige como una muestra perfectamente representativa de los modos que permitían a Ulmer demostrar su valía como cineasta, dignificando producciones que en manos menos adecuadas, estarían definidas con enorme facilidad en los tristes confines del bodrio más inapelable.

 

En su oposición, el ya veterano cineasta se toma el serio el material de base, obra de Max Pollexfen, logrando a través de su seguimiento la oportunidad de recrear un relato gótico con una notable convicción en su progresión. Puede decirse que pese a la pobreza de producción, ni falta ni sobra ningún plano de entre los que aplica Ulmer, contento como está de plasmar una historia cercana al cine de terror, y en la por otra parte jamás dejará de estar presente ese fatalismo consustancial al cine de su autor. Esa convicción logra que las insuficiencias del relato puedan ser dejadas en un segundo término, trascendiendo el exiguo interés argumental de un argumento que entremezcla diversas vertientes del cine de terror, a partir de la llegada de la joven Janet Smith (Gloria Talbott) a la mansión de su desaparecido padre, acompañada por su novio –George Hastings (el habitual en la serie B del cine de terror de la época, John Agar)-. Allí será recibida por el Dr. Lomas –Arthur Shields-, estrecho amigo de su padre, quien esperará a que la muchacha cumpla –apenas pocas horas después de su llegada- la mayoría de edad de 21 años, para explicarle la realidad que acompañó a su padre. Dicho y hecho, cumpliendo la promesa que formulara a este poco antes de que muriera, le expondrá a Janet la terrible realidad de su fallecido progenitor –quien le lega toda su fortuna y la mansión protagonista-; este era en realidad el Dr. Jekyll.

 

A partir de ese momento se instaurará en la muchacha un terrible remordimiento, que muy pronto evolucionará hasta unas pesadillas terriblemente vividas, en las que protagonizará una serie de crímenes contra jóvenes muchachas. Más allá del impacto al despertar, indicios como ver sus ropas y manos manchadas de sangre la harán concluir que ella es realmente la causante de dichos crímenes, ya que efectivamente los cadáveres son encontrados. Sin embargo, algo oscuro se esconde bajo la aparentemente bondadosa personalidad del Dr. Lomas, quien finalmente mostrará, pese a sus esfuerzos, el lado siniestro de su personalidad. Como antes señalaba, no será en su rigor argumental donde pueda ofrecerse una mirada más o menos interesante en el título que nos ocupa. No pocas son las licencias ante las que hay que demostrar ciertas tragaderas, una de las cuales son la intempestiva aparición de Lomas convertido en monstruo, que inician y concluyen con aparente sarcasmo –y maldita la gracia que tienen- la función. Del mismo modo, en el aire queda la relación que pudo haber entre Lomas y el desparecido Jekyll para que la afección de uno pasara a otro, o incluso el destino del cadáver de la primera muchacha asesinada una vez lo llevan a la mansión. Debilidades,  descuidos e incongruencias argumentales, que personalmente no me impiden disfrutar de la convicción con que Ulmer sabe planificar la película, en la necesidad de todos sus planos, en la manera como sabe relacionar las conversaciones que se desarrollan entre los personajes en el interior de la mansión, la destreza que tiene de integrar las pesadillas de la protagonista, o en la habilidad con la que utiliza buena parte de los elementos habituales en la iconografía del terror gótico –pasadizos, nieblas, exteriores con panteones y nieblas, la presencia del mad doctor, herencias de una familia enferma…-. Cualquiera diría que Roger Corman tuvo que tomar nota de esta película, a la hora de dar vida su ciclo de adaptaciones sobre Allan Poe, indudablemente confeccionada con mayores medios, sentido escenográfico y gama de matices.

 

No por ello vamos a desestimar esta simpática y pequeña serie B, que con una duración de menos de setenta minutos, prácticamente se ofrece como un pequeño y eficaz cuento de horror dotado de una adecuada atmósfera que logra sortear los lastres que la rodean. Cierto es que quizá nos encontremos con uno de los títulos menos inspirados de los que Ulmer realizara en la década de los cincuenta, como paso previo al oscuro cierre de su filmografía. Sin embargo, hablamos un director de primera fila, y aún contando con mimbres tan de escasa entidad como los presentes –y en ello incluyo la debilidad de su reparto-, posee más calidad, fuerza e interés puramente visual, que el que podría demostrar en aquel tiempo un William Castle en sus aportaciones al género rodadas para la Columbia –además más generosas en medios-.

 

Calificación: 2’5

MURDER IS MY BEAT (1955, Edgar G. Ulmer)

MURDER IS MY BEAT (1955, Edgar G. Ulmer)

Tras una primera mirada, y aunque desde el primer momento la película contenga numerosos rasgos y elementos propios del cine de Ulmer, creo que con MURDER IS MY BEAT (1955) se planteó una película –adscrita a la productora Alliet Artist-, que se integrara dentro de las tendencias que en aquellos años caracterizaban los thrillers de serie B, firmados por Phil Karlson, Gordon Douglas, Joseph H. Lewis y otros realizadores del mismo corte. Todos ellos fueron especialistas en títulos de gran fisicidad, escasa duración y concisión narrativa. Y junto a estos elementos concretos se da cita un sentido de lo inmediato, cercanía y contraste con un mundo urbano y rural en el que un aparente abrazo a la sociedad del bienestar, no logra ocultar los miedos y atavismos del ser humano. Pero del mismo modo, hay detalles que separan esta propuesta de aquellas caracterizadas por los rasgos que hemos apuntado. Una vez más, y pese a ubicarse dentro de unos parámetros poco habituales en su cine, Ulmer no dejó de ser Ulmer –era lógico que así suceda con un realizador de su acusada personalidad-. La primera de estas características se define en sus propias condiciones de producción –su reparto es totalmente anónimo- y no se puede ocultar que el director logró imprimir las coordenadas de su impronta cinematográfica, aunque quizá sea cierto que en esta ocasión se encuentre expuesta de forma más mitigada que en otros de sus títulos. Es curioso consignar este detalle, ya que puede que MURDER… sea un producto más sólido y estimulante que otros exponentes de su filmografía, aunque su resultado creo que aparezca como menos personal –lo cual quizá ponga en tela de juicio la real validez del concepto de “personal” en su definitiva plasmación cinematográfica-. En el contexto de un cineasta caracterizado por sus estrechos márgenes presupuestarios y el talento y personalidad que tenía que ofrecer para remontarlas, es fácil encontrarse con un rasgo aparentemente contradictorio como este.

MURDER… parte de un relato de corte policiaco que describe la inseguridad entremezclada de cierta fascinación, que un ya curtido oficial muestra hacia la acusada de asesinato de una joven. El oficial es Ray Patrick (Paul Langton), encargado de esclarecer el crimen señalado, cuyo cadáver se encuentra casi carbonizado y sin posibilidad de identificación. Dicha circunstancia es la que producirá esa afinidad, encontrándose el cuerpo en el apartamento de Elen Laine (Barbara Payton). Esta es detenida y acusada, trasladándose en tren desde la penitenciaría del estado, acompañada de Patrick. La muchacha no opone resistencia a la acusación, aunque en el trayecto señala haber visto a la aparentemente asesinada por la ventana del vagón del ferrocarril y en el andén de una estación. El detective desconfía de las afirmaciones de la detenida, pero la convicción con que esta las reitera, unido a un sentimiento aún no asimilado por Elen, llevará al veterano detective a virar el cumplimiento de su objetivo, y proporcionarle una semana para lograr dar con su paradero. Incluso la ayudará en unas pesquisas cuyos resultados le llevarán a sospechar de su compañera de apartamento, y le acercan al propietario de una fábrica, definido en el entorno de una adinerada y dominante esposa. El tiempo de la tregua finaliza sin embargo sin lograr el resultado apetecido, hasta que se incorpora el capitán Rawley (Robert Shyane), que la localizado la fuga de su subordinado con la encausada. Del mismo modo que a él lo convenció Elen, Patrick él lo hace con su superior, logrando la tregua de un día para lograr desvelar y probar la intuición que tiene de la inocencia de la acusada.

El relato del argumento, de forma clara nos acerca a los cánones expresados en el thriller de los cincuenta en los exponentes antes señalados al inicio, pero la propuesta de Ulmer se distancia de estos por la aplicación de una mayor frialdad, dotando al propio tiempo a sus imágenes de un aire bastante perturbador. Algo que se aprecia en esos momentos iniciales, definidos por el discurrir de un coche por un bosque. Un título como el que nos ocupa, no deja de recordarme –con cierta desventaja- las abstracciones que en aquellos años puso en practica Jacques Tourneur en NIGHTFALL (1957) o NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1958). La importancia determinante de los exteriores –la secuencia en la que el protagonista busca a la huída a través del temporal de nieve-, la sequedad de su tratamiento –esa irónica denominación de la localidad que centran las pesquisas; “Lindaville”, o las composiciones arquitectónicas que se describen en la película-, son una querencia especial del cine de Ulmer. Algo que tiene una especial expresión en las visitas a la fábrica de cerámica y, muy especialmente, en la breve secuencia desarrollada en la iglesia, donde la simetría de su diseño y planificación, nos remiten a uno de los rasgos más personales de su cine. Y señalo esta circunstancia, cuando es facil de apreciar las semejanzas que se plantean con la célebre DETOUR (1945). MURDER… se desarrolla en un flash-back y lo hace además a través de caminos, carreteras y trayectos en tren. Resultará a este respecto interesante comparar lo que significa la figura del ferrocarril en esta película y en Ulmer, con otros thrillers desarrollados en este medio de transporte, firmados por el ya citado Tourneur, Fleischer o Anthony Mann. Es en ese contraste, esa frialdad, y ese elemento de ascendencia europea, donde hay que buscar las mayores virtudes de una película extraña e imperfecta, aplicada y por momentos ausente del arrojo de otros títulos avalados por su realizador. Con todas estas características, con uso menguado de su tan útil y recurrente “retroproyección”, y una querencia también puntual de sus primeros planos que hablan de terrores escondidos. En esta ocasión ello se expresa en las secuencias finales con la mrs. Sparrow, que se suicida siendo incapaz dentro de su férreo puritanismo, de aceptar la infidelidad constante de su esposo. Una conclusión esta que se basa en una intuición mostrada en muy pocos planos de acertada disposición. Con ellos, concluirá esta rareza –si se le puede denominar así- que supone encontrar un título relativamente entroncado con un género y una época determinada. Y ello es extraño en el realizador que discurrió siempre por senderos totalmente personales y a contracorriente; que se lanzara a una película que recurre a un relativo a al mismo tiempo noble convencionalismo como género.

Calificación: 3

THE NAKED DAWN (1955, Edgar G. Ulmer)

THE NAKED DAWN (1955, Edgar G. Ulmer)

La segunda mitad de los cincuenta fue un periodo dorado en el cine del Oeste, que posibilitó la existencia de neo-westerns –uno de los más reconocidos es BAD DAY AT BLACK ROCK (Conspiración de silencio, 1955. John Sturges), de propuestas definidas en su carácter fronterizo entre México y Estados Unidos, demostraciones de índole psicológica, las primeras muestras del denominado western "crepuscular” –que tendrían una especial incidencia en la década siguiente- y, finalmente, auténticos límites a los que llegó el género, logrando en esa frontera como tal varios de sus más memorables exponentes cinematográficos. Cineastas de la talla de Tourneur, Lang, Dwan, Fuller, Mann, Boeticher, Parrish… fueron quienes hicieron realidad esos extraños productos, que en buena medida permanecen en la cima de lo más logrado del género, y al mismo tiempo hay que situar en la galería de las grandes obras cinematográficas de un periodo de especial brillantez para la industria norteamericana.

Pero cuando el extraño, fascinante y errático Edgar G. Ulmer se sumó al género por excelencia del cine USA, lo primero que pareció plantearse es dinamitar cualquier frontera que existiera en sus coordenadas como tal vertiente. Hasta tal punto reinventó el western, que en muchos momentos nos hace dudar si realmente se interesa por sus códigos, o realmente los utilizó únicamente como una fachada para desarrollar un insólito melodrama triangular. Una propuesta en la que se describe una parábola bíblica, y se hace referencia a esa figura del ser errante en el mundo -¿Una transposición de la propia situación personal del realizador emigrado a tierras americanas?; quizá la referencia al contraste de culturas que se manifiesta con la diferencia de idiomas existente entre los protagonistas, sea otra señal indicativa de ello-, que desde el principio de la película intuye la cercanía de su fin, y desea dejar la huella de su paso por el mundo. El recuerdo de su propia existencia quedará depositado en una joven pareja de pobres mexicanos, que en realidad solo se ha unido para intentar sublimar su humilde condición. Pero lo que en apariencia –y en realidad-, no responde más que a los cánones de una producción de serie B de la Universal –apenas tres actores, escasos escenarios centrados en una pequeña cabaña, y una historia sencilla y con pocos hechos reseñables-, para Ulmer constituyó tanto un nuevo reto, como la posibilidad de expresar de nuevo su singularidad como artista de las emociones trasplantadas a la imagen.

En la estación de tren de una indeterminada localidad mexicana, dos bandidos roban una caja de mercancías de uno de sus vagones. Uno de ellos -Vicente (Tony Martínez)-, es alcanzado por los disparos de un viejo vigilante del ferrocarril, y finalmente muere consolado por la calidez que le brinda Santiago (un excelente e insólito papel para Arthur Kennedy). Este tras enterrarlo deambula hasta que encuentra a una joven pareja de campesinos, proponiendo al marido –Manuel (Eugene Iglesias)- que le lleve en su vieja furgoneta hasta una localidad cercana donde dejará la carga robada y teniendo finalmente que amenazar al intermediario para cobrar el importe estipulado. Los dos hombres recalarán posteriormente en una cantina, donde vivirán un altercado, dilapidando Santiago parte del dinero que este porta y entregando al ingenuo campesino otra parte importante de dicha cantidad. Los dos regresan a la cabaña, mostrando Manuel una negativa y repentina transformación de su carácter que expresará con su joven esposa –Maria (Betta St. John)-. Esta, harta de la mediocridad de su existencia, pedirá al veterano invitado marcharse con él, accediendo este finalmente a sus peticiones. Sin embargo, cuando Santiago va a despedirse de Manuel, el joven campesino está dispuesto a matarle, pero un golpe del destino permitirá que el salvado por el primero sea el propio Manuel, provocando en el muchacho un sentimiento de arrepentimiento, aunque esto no evite la cólera de Santiago, quien finalmente no acaba con él por intercesión de su mujer. Quizá para el singular asaltador sea el pago de su deuda con la vida: haber logrado unir a dos jóvenes que no sentían hasta entonces nada el uno por el otro. Cumplido este deseo, parece ya no tener lugar en este mundo.

Probablemente el pequeño relato argumental de THE NAKED DAWN –sobre el que existe bastante controversia, ya que su guión procede de algún blackisted, camuflado con pseudónimo- no sea muy sugerente, pero su resultado representa uno de los más valiosos exponentes tardíos del cine ulmeriano. Una validez que se describe en un título totalmente inclasificable, que conserva algunos elementos comunes en ciertos westerns de serie B de la época –entre ellos, un uso muy peculiar del tecnicolor que quizá con el paso del tiempo se ha deteriorado en las copias-. No obstante, desde el primer momento Ulmer juega la baza de lo insólito, proponiendo un relato que se inicia durante los propios títulos de crédito y con una insólita cadencia musical –la columna sonora de la película, obra de Herschel Burke Gilbert, es sorprendentemente brillante-. Se trata de la escenificación del asalto de los dos bandidos a un vagón extrañamente moderno. En el contraataque, un sorprendentemente viejo guardián los ataca, alcanzando con un disparo a Vicente y recibiendo un golpe de Rodrigo –una secuencia llena de precisión en la exposición de los diversos puntos de vista de los personajes-. El otro bandido –Santiago- huirá con la carga y junto a su compañero, acompañándole en sus últimos momentos de vida en unos instantes de gran intensidad. “Tengo miedo” le dirá el herido de forma reiterada, ante su intuición de ir al infierno. Las palabras de su compañero, convertido en improvisado sacerdote, le confortarán y al mismo tiempo harán comprender a este que lo que va a vivir –y constituye la razón de ser de la propia película-, no será más que una prórroga en su recorrido vital, que desea aprovechar. Poco después se producirá el encuentro con Maria y Manuel, cuya presencia ejercerá sobre ellos un claro revulsivo. Una sensación que logrará manifestar el realizador con gran acierto, describiendo con sobriedad el comportamiento de estos, y quizá precisamente a través de ese rasgo, una enorme densidad dramática. Un nuevo elemento que convertirá al esposo en un ser avaricioso y sin escrúpulos, que no duda en humillar cuando puede a su esposa. Por su parte, María confesará a Santiago su deseo de vivir la vida –“a veces rompo cosas para sentir que pasa algo”, llegará a exclamar desesperada a este-, y no duda en hacer valer sus encantos luciendo sus mejores galas para poder convencer al bandido y acompañarle en su peregrinar futuro.

Todo ello es narrado por Ulmer con una total tendencia a la abstracción y la potenciación de la extrañeza –como esa camioneta que parece violentar un peculiar paisaje westerniano-, que es desarrollada a través de una película en las que son constantes las referencias y elementos de índole religiosa. Pero lo más admirable de THE NAKED DAWN –que, con ser estupenda, no me parece que logre apurar totalmente sus posibilidades con una conclusión hermosa aunque algo apresurada-, es la completa libertad dramática de la que hace gala el realizador, que filma de modo inusual esa visita a la cantina que culmina con una también extraña pelea, que plasma con un enorme sentido del erotismo la ducha a que se somete Maria con la ayuda de un simple cántaro, o que expresa de un modo tan sobrio el modo con que Santiago logra el dinero que se le debía –despreciando con esa amenaza de horca al intermediario sin escrúpulos, la posibilidad de una secuencia de mayor espectacularidad-. Esa tendencia a lo extraño, a proponer nuevos elementos que contradicen los códigos genéricos en los que aparentemente se inserta la película, me recordó mucho la única película de Marlon Brando como realizador ONE-EYED JACKS (El rostro impenetrable, 1961), con la que comparte más de una afinidad –la menor de las cuales no es el hecho de la vinculación o deseo de sus protagonistas por contemplar el mar-. Estoy convencido que Brando tuvo presente esta película, a la hora de plasmar su singular, interesante, –y conflictiva- apuesta como director-.

Pero por encima de todas estas cualidades, hay dos fragmentos en THE NAKED DAWN que pueden incluirse entre los más perdurables de la filmografía de Ulmer. El primero, de notable extensión, es la larga secuencia que se desarrolla en el interior de la cabaña entre Santiago y Maria. Allí, esta se “desnuda” psicológicamente ante él, teniendo como únicos elementos de puesta en escena los dos intérpretes y el sencillo decorado –que al disponer de una puerta abierta, ofrece un forillo bastante evidente, que paradójicamente potencia la abstracción del conjunto-. El segundo instante –bastante más breve-, parece una herencia narrativa del célebre asesinato del teléfono en DETOUR (1945); un primer plano del revolver que lleva Manuel apuntando furtivamente a Santiago para matarlo y robarle el resto de su dinero, en apenas un instante se convierte en una situación en la que el amenazado salva al joven de morir por el ataque de una serpiente de cascabel. Una secuencia espléndida, que uno de los más increíbles realizadores logra hacer –valga la redundancia- creíble, aunque ello no sea más que la última pequeña tregua del ya cansado bandido, hasta llegar a ver las puertas del cielo de la mano de San Pedro.

Calificación: 3’5

THE STRANGE WOMAN (1946, Edgar G. Ulmer) La extraña mujer

THE STRANGE WOMAN (1946, Edgar G. Ulmer) La extraña mujer

Una señal de que la oferta de DVD en España está ya lo suficientemente consolidada lo puede ofrecer el hecho de que por fin aparezca un título del extrañísimo y apasionante Edgar G. Ulmer entre sus propuestas. Por más que la edición que ofrece Suevia deje mucho que desear, la misma supone el contacto con un título ciertamente difícil de encontrar y finalmente brillantísimo dentro de la trayectoria del realizador. Como quiera que en USA son diversas las obras de su sorprendente filmografía que se han editado en este formato –con el título genérico de the Edgar G. Ulmer colecction-, esperemos que en breve plazo de tiempo las mismas puedan ser publicadas en España.

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Dicho esto hay que reseñar que LA EXTRAÑA MUJER (The Strange Woman, 1946) se sitúa dentro de la trayectoria de Ulmer en el periodo –breve, por otra parte- en que pese a estar siempre encuadrado dentro de los postulados de la serie B, sus películas contaron con unas relativas mayores condiciones de producción. Es el periodo en el que realiza la igualmente brillantísima RUTHLESS (1948) –con la que este título guarda diversas semejanzas centradas fundamentalmente en el carácter destructivo y ambivalente de su personaje protagonista-. Esta sencilla producción se define en el retrato de Jenny Hager, una muchacha que de niña destaca por su tempestuoso carácter y la obsesión que tiene por el logro de la riqueza y una posición social. Argumento que sin duda no resulta novedoso en el cine pero que en este caso adquiere una enorme fuerza por la realmente deslumbrante inventiva visual que en todo momento derrocha la puesta en escena de Ulmer.

Desde su primer fotograma –esa originalísima traslación del grabado de un calendario que retrocede en la cámara para ubicarnos en la ciudad portuaria de Bangor en 1820-, la película es el ejemplo perfecto de un talento cinematográfico sorprendente que logra remontar las estrecheces de un planteamiento de género –el melodrama desaforado- que precisamente requería un hombre detrás de la cámara que supiera trascender sus limitaciones.

La primera imagen que vemos de Jenny es siendo aún niña y en ella intenta que su pequeño amigo Ephraim aprenda a nadar y casi pierda la vida en un río, hasta que ante la presencia de adultos lo rescata aduciendo que lo ha salvado. La transición de Jenny niña a joven es plasmada en el film por Ulmer con un fundido-encadenado en el que observamos su reflejo en el río, reflejándonos rápidamente a una mujer ya adulta (bajo los rasgos de la agresiva Hedy Lamarr). Desde ahí se sucede la trayectoria de esta muchacha que trabaja como cantante en un club de poca reputación y lograr alcanzar el respeto de toda la comunidad y ser una acaudalada dama. Todo ello es mostrado por Ulmer por un continuo derroche de talento cinematográfico. Desde el uso de las grúas, picados y contrapicados, travellings laterales que prolongan el sentido de determinadas secuencias, primeros planos con el uso de iluminaciones contrastadas o efectos dramáticos con elementos metereológicos.

Ulmer se muestra realmente sensacional a la hora de extraer rendimiento dramático con escasos elementos escenográficos, logrando una estilización de exteriores siempre rodados en estudio. Ello tiene uno de sus principales exponentes en el momento en el que vemos un sencillo reflejo del incendio que se muestra en la ciudad, mientras la pasión amorosa de Jenny y Ephraim (Louis Haywarth) se manifiesta entre ellos. Al mismo tiempo es constante la incorporación de constantes fundidos encadenados siempre relacionados con el devenir dramático del film.

Pero con ser interesantísimos estos rasgos, estimo que el principal mérito de THE STRANGE WOMAN reside en haber logrado retratar con la suficiente entidad la ambigüedad de la joven protagonista, que oscila en su comportamiento de un lado con instinto predador, la posesión de un amor que nunca logra encontrar a ciencia cierta y al mismo tiempo el retrato de la hipocresía moral de una sociedad victoriana en la Nueva Inglaterra. Será precisamente en dicho contexto contra el que luchará Jenny poniendo en practica la falsa caridad para así lograr el respeto y el olvido de sus orígenes poco recomendables para dicho entorno –es significativo en ese contexto la singular secuencia en la que una función teatral escenificada en la parroquia, titulada como la propia película; the strange woman, sirve para desenmascarar la falsa moralidad de la pequeña comunidad que asiste paralizada a las alusiones que hacen sobre algunos de sus más distinguidos vecinos-.

LA EXTRAÑA MUJER es el ejemplo perfecto de un melodrama limitado en sus costes, quizá apenas evocado por aquellos que solo aprecian la historia del cine en aquellos títulos reconocidos –y que en algunas ocasiones ni han llegado a contemplar-. Es evidente que en su modestia tiene ecos de los más conocidos melodramas de la MGM y la Warner, que su estilo fotográfico utiliza la profundidad de campo habitual en William Wyler y, por lo general, el director de fotografía Gregg Toland (ecos hay incluso de aquellas secuencias de CIUDADANO KANE (Citizen Kane, 1941. Orson Welles) en las que por la ventana veíamos al niño Kane jugar con el trineo). Pero sinceramente, me quedo antes con el talento cinematográfico envuelto en escasez de medios de Edgar G. Ulmer que en la perfección de estudio mostrada por un Wyler –ya ni que hablar de los Sam Wood o Irving Harper de turno-.

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Ni que decir tiene que como en toda obra de Ulmer, las imperfecciones –transparencias demasiado visibles, por ejemplo en la secuencia en la que Ephraim mata a su padre en un río maderero- son demasiado evidentes e incluso la labor de algunos intérpretes deja que desear –es el caso de Louis Hayward-. Sin embargo justo es destacar en este capítulo el aprovechamiento que se hace de Hedy Lamarr y la siempre notable profesionalidad de George Sanders –que en esta ocasión interpreta un personaje positivo-. En su conjunto, supone una muestra de la personalidad de uno de los realizadores más singulares de la historia del cine, que aún resta de una completa y estoy seguro que sorprendente retrospectiva en algún certamen cinematográfico.

Calificación: 3’5