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CINEMA DE PERRA GORDA

Ernst Lubitsch

THAT UNCERTAIN FEELING (1941, Ernst Lubitsch) Lo que piensan las mujeres, 1941

THAT UNCERTAIN FEELING (1941, Ernst Lubitsch) Lo que piensan las mujeres, 1941

Como podría suceder con la peluca que lucía Cary Grant en I WAS A MALE WAR BRIDE (La novia era él, 1949. Howard Hawks), o el plano inquietante de una pistola que emerge de entre un ataúd en COMRADE X (Camarada X, 1941. King Vidor), hay un rasgo que –guste más o menos-, distingue a THAT UNCERTAIN FEELING (Lo que piensan las mujeres, 1941. Ernst Lubitsch), dentro del panorama de la comedia norteamericana de los años cuarenta. Me refiero a la presencia de un detalle que –pese a no ser utilizado en exceso-, queda en la memoria del espectador tras contemplarla. Me refiero a la divertida utilización de ese peculiar keets que, en repetidas ocasiones, brindará Larry Baker (Melvyn Douglas) con un ligero toque táctil al estómago de estómago de su esposa Jill (Merle Oberon). Será un simple gesto, que al mismo tiempo define la complicidad y la rutina de un matrimonio acomodado, y sobre el que girará el conjunto de esta comedia en principio atractiva, pero que poco a poco va descendiendo por una peligrosa pendiente, que podríamos definir entre la falta de inspiración o ausencia de un necesario timming. Es tan perceptible dicha circunstancia, que no solo sorprende el hecho de que la película se encuentre enclavada en la filmografía de Lubitsch tras SHOP AROUND THE CORNER (El bazar de las sorpresas, 1940) –que sigo considerando su obra cumbre-, y antes de la magnífica TO BE OR NOT TO BE (Ser o no ser, 1942) –quizá su título más conocido-. No solo cuesta asumir encontrarnos ante un título que genera las suficientes expectativas, pero irá descendiendo en su interés hasta niveles poco habituales en su obra. Es más, según va discurriendo su metraje, y aunque siempre tendremos la oportunidad de contemplar en el mismo determinados detalles que avalan la brillantez e ingenio del cineasta –apoyado en esta ocasión por la aportación como guionista de Donald Ogden Stewart, partiendo de la adaptación del referente original de manos de Walter Reisch-, lo curioso del caso es que la matriz teatral del film surge de la obra Divorçons, escrita por Victorien Sardou y Emile de Najac, de la cual ya Lubitsch partió en 1925 para rodar KISS ME AGAIN (Divorciémonos). Desconozco aquel título de su prolijo periodo silente, pero lo cierto es que el que comentamos revela en su base argumental una simpleza que, unido a una insólita desgana por parte del realizador, permite que su resultado no solo quede limitado como uno de sus títulos sonoros menos atractivos, sino que la propuesta aparezca inferior en líneas generales a los que podrían proporcionar en aquellos mismos años, cineastas menos prestigiosos ligados al género, como Harry C. Potter, Alexander Hall,  Richard Wallace o incluso de forma ocasional William Keighley.

THAT UNCERTAIN FEELIGN se inicia con ingenio. Un rótulo provisto de gran cinismo habla del único lugar en el que la conquista del hombre jamás ha podido llegar, deteniéndose la cámara en la puerta de una toilette de mujeres de alta sociedad. Será el atractivo modo de introducirnos al sofisticado mundo que rodea la vida burguesa de nuestra protagonista femenina. La cámara del realizador muestra con pertinencia la superficialidad que le rodea, sufriendo un desvanecimiento que forzará a sus amigas a que consulte al dr. Vengald (Alan Mowbray) –al parecer, de gran predicamento entre sus acaudaladas compañeras-. El espectador intuye una previsible gravedad en su estado de salud, más la visita a Vengald –que propiciará uno de los episodios más divertidos de la función-, se revelará un autentico tête à tête entre un psicólogo que intuirá con rapidez  la personalidad de su clienta –el detalle de la verdadera edad que esta oculta-, indagando con facilidad en el drama que acecha a esta mujer en el fondo carente de horizonte existencial, y envuelta en la rutina de una vida acomodada ¡Padece hipo en ocasiones determinadas! Un hipo provocado por lo general ante algunas situaciones incómodas generadas por su esposo, que en realidad será la demostración física de la dificultad de proseguir con su matrimonio. El médico llegará a provocar incluso a su cliente, haciendo saltar en ella ese hipo que tanto la enerva, mientras el espectador conocerá muy pronto a Larry, su esposo, un reconocido hombre de empresa quien, desconocedor de la situación de infelicidad vivida por su esposa, solo estará preocupado por programar una cena de negocios con los representantes de una firma húngara. Para lograr un clima especial en la velada, encargará a su esposa la pronunciación de una especie de palabra mágica que exaltará los sentimientos de los invitados aunque, en un alarde de sinceridad, Jill ruegue a su marido que no le obsequie con ningún keets más.

En una de sus visitas a Vengald, Jill conocerá a un individuo extravagante –Alexander Sebastian (Burguess Meredith)-, un pianista misántropo y de nada oculto individualismo con quien de forma incomprensible congeniará, quizá debido a mostrar una personalidad opuesta a la de su esposo. Sebastian será invitado por ella a la fiesta de los empresarios húngaros –comandado por el empresario Kafka, encarnado por el veterano Sig Ruman-, y en la que la pronunciación del ensayado término egekseguera por parte de la esposa, logrará el efecto deseado entre los comensales invitados. Sin embargo, la fiesta estará a punto de arruinarse cuando Sebastian acceda a intervenir como pianista. Un músico que incluso ha sido retratado de forma extraña en un insólito cuadro que la cada vez más admirada Jill comprará en una reproducción, siendo este el primer indicio por parte de Larry de que su esposa le está siendo infiel. Será el inicio de la separación de ambos, dejando el esposo en un alarde de generosidad a los nuevos amantes la que había sido su residencia matrimonial, que abandonará para residir en la habitación de un hotel. Lo que para la hasta entonces Sra. Baker aparente suponer un nuevo y en teoría vivificante modo de vida, pronto se revelará poco menos que insoportable, al tener que aguantar a un ser egocéntrico incapaz de demostrar la menor capacidad de comunicación con esa mujer, a la que había conquistado aún a pesar suyo.

Poco más ofrece este THAT UNCERTAIN FEELING, que va sumando una peligrosa tendencia a la indiferencia, y en la que tendrá bastante que ver el grado de irritación que provoca el creciente protagonismo alcanzado por la presencia de Burguess Meredith, encarnando a uno de los personajes más antipáticos de la comedia norteamericana de su tiempo. En la ausencia de una verdadera química en el trío protagonista –Douglas se muestra apagado, y solo la Oberon brinda un trabajo con los suficientes matices-, en realidad el film de Lubitsch se sustenta con la jugosa aportación de secundarios como el citado Mowbray o el siempre excelente Harry Davenport –encarnando a uno de los ayudantes del despacho del esposo-. Previsible y ausente de ese sentido de la inspiración y el carácter transgresor –en esta ocasión transmutado por un inocente moralismo burgués- que caracterizó el conjunto de la obra de Lubitsch, lo cierto es que si por algo destaca la película –además de por los fragmentos antes citados-, es en la oportuna incorporación de detalles, que en más ocasiones de las deseables logran salvar la insipidez que va teniendo más presencia de la deseable en la función. Serán esos esfuerzos de Sebastian por esconder el jarrón que, a su juicio, desentona en el salón de los Baker. La explicación que el vendedor de arte ofrece a Larry de ese cuadro que ha contemplado en un escaparate, recordando la reproducción que ha colgado su esposa, y que le hará descubrir la relación que mantienen ambos. La manera con la que se muestra la insoportable relación de Sebastian junto a su amada; sus empleados han ‘huido’ de la misma, este no deja de martillear los oídos de Jill y las amigas que se atreven a visitarle con su incesante teclear de piano, o la manera final con la que este se despide de la que ha sido su residencia provisional, recogiendo una sucesión de fotografías que había ido desperdigando por sus dependencias, en una nueva prueba de su irrefrenable egocentrismo, finalizando la película con un divertido rótulo que revela que en el matrimonio Baker ya no hubo mas keets. No se puede decir que sea un bagaje negativo, pero sí poco representativo siquiera del nivel medio manifestado por su magnífico realizador.

Calificación: 2’5

THE SMILING LIEUTENANT (1931, Ernst Lubitsch) El teniente seductor

THE SMILING LIEUTENANT (1931, Ernst Lubitsch) El teniente seductor

Si hubiera que definir THE SMILING LIEUTENANT (El teniente seductor, 1931) dentro de la obra de Ernst Lubitsch, sería fácil articularla como una versión sonora y escorada a la comedia de la previa THE STUDENT PRINCE IN OLD HEIDELBERG (El príncipe estudiante, 1928), adelantando al mismo tiempo el triángulo amoroso que establecería en otra de sus obras –DESIGN FOR LIVING (Una mujer para dos, 1933)-. Entre ambas, el título elegido puede quedar empequeñecido en sus valores. Ello no debe sin embargo permitir menospreciar el conjunto de cualidades que presenta la que supone una de sus cinco aportaciones dentro del subgénero de operetas de ambiente centroeuropeo, que sigue apareciendo como uno de los títulos menos conocidos y estimados de su obra. Triste valoración, en la medida no solo de encontrarnos ante un título atractivo que se conserva con un notable vigor, al tiempo que ofrece en su estricto caudal cinematográfico una auténtica lección de modernidad visual. La película nos narra la apurada situación vivida por Niki von Preyn (Maurice Chevalier), teniente de la guardia vienesa, conocido por sus conquistas femeninas. Una de ellas será la violoncelista Frenzi (Claudette Colbert), con la que parece haber encontrado el amor de su vida. No obstante, un inoportuno equívoco le hará ligarse de forma absurda con la princesa Anna (Miriam Hopkins), heredera del trono de Flausenshaum, con la que por razones de estado tendrá que casarse, aunque ello ni le complazca ni, llegado el momento, impida que su relación con Frenzi vuelva a prender.

Son numerosos los atractivos que presenta THE SMILING LIEUTENANT, que convendría destacar para intentar hacer emerger su notable conjunto. Si tuviera que citar el más importante, y el que a mi modo de ver proporciona más singularidad a su resultado, sería la manera con la que Lubitsch incorpora al relato una extraña impronta musical, basada en la adaptación de una narrativa en la que tiene una gran importancia la presencia de secuencias sin diálogos. Es ahí donde la aportación de Adolph Deutsch como arreglista de su partitura resulta esencial, proporcionando una personalísima pátina a buena parte de sus secuencias. Se trata de un rasgo que quedará patente en el magnífico episodio inicial, donde con una clara herencia del slapstick mudo, la subida y bajada de las escaleras de la residencia de Niki está punteada por una combinación de melodías, proporcionando una extraña cadencia al episodio y obviando la necesidad alguna de diálogos. Se trata de una tendencia que se establecerá en numerosas de las secuencias del film, estructurado a modo de viñetas separadas por fundidos en negro, en donde ese trabajado componente visual irá acompañado por la intuición a la hora de saber elegir el tipo de planificación que hará resaltar el sentido y espíritu de cada episodio planteado. Y es que Lubitsch era ya en aquellos momentos un consumado estilista, sabiendo incardinar en la película elementos que cualquier otro realizador sin duda se hubiera visto imposibilitados de armonizar. Sin embargo, este articula episodios dominados por la melancolía y el romanticismo, otros por completo escorados por la comedia sutil, integra la presencia de canciones –apenas cuatro-, que complementan el sentido de sus personajes y, por último, asume una franqueza y doble sentido notable en sus alusiones sexuales –no olvidemos que el Código Hays no había hecho aún acto de presencia-. Estas características, encontraron su adecuado acomodo en el seno de una productora como la Paramount, especializada entonces en la producción de alta comedia, de cuyo marco el exponente que comentamos ofrece un resultado aún hoy día dominado por su vigencia y una clara estilización formal.

Planteada a partir de la opereta The Waltz Dream, obra de Leopold Jacobson y Felix Dörmann, es innegable que Lubitsch logró extraer oro de un planteamiento de base no demasiado estimulante. Ya de entrada, el tratamiento que efectúa de toda esa parafernalia inherente a dicho género, parece preludiar lo alcanzado un par de años después por Leo McCarey y los Marx Brothers en DUCK SOUP (Sopa de Ganso, 1933) –también una producción Paramount-. Pero lo realmente atractivo del film, reside en la estupenda simbiosis de elementos contrapuestos, que son integrados con una narrativa adecuada en cada uno de sus fragmentos. Ya hemos señalado esa disposición centrada en el vigor y elegancia de sus secuencias, que en unos casos son plasmadas en plano fijo –extrayendo sus máximas posibilidades-, en otros con el aporte de precisos travellings y movimientos de grúa –algunos teniendo como apoyo la espléndida dirección artística de los lujosos interiores palaciegos-, y en no pocos ejemplos acudiendo a la elipsis –ese recurrente uso de puertas que se abren y cierran-, que en esta ocasión irá acompañado por diálogos cargados de alusiones sexuales, que en la letra de las canciones tienen uno de sus modos de expresión más hilarantes. Dichos elementos, permiten a Lubitsch elaborar el que quizá sea uno de los primeros “musicales” en su acepción más rotunda ofrecidos hasta entonces por la pantalla. Y esta definición no proviene por la presencia –siempre integrada en la acción- de esas canciones que funcionan con presteza, sino de la apuesta por un ritmo interno en el relato, que bien puede ofrecer tintes cómicos o, también en ocasiones, otros de clara expresión romántica –una de las vertientes del cine de Lubitsch que más me atrae-.

En el primero de los apartados, podemos destacar todo el alcance satírico que brinda el encontronazo de las diplomacias de Austria y el imaginario Flausenshaum –impagable la corte de solteronas que rodea a la princesa, la ingenuidad del rey Alfonso XV (George Barbier), o la visita protocolaria de los representantes de la casa real al dormitorio de los recién casados, para dar su aprobación al recinto-. Son todos ellos, detalles que el gran realizador iría perfeccionando en su obra posterior, aunque justo es reconocer que ya en esta película se encuentran presentes con una notable precisión. Sin embargo, y aún no resultando su vertiente de mayor presencia, lo cierto es que uno parece atisbar ecos de la ya citada THE STUDENT PRINCE IN OLD HEIDELBERG, incorporando a sus imágenes un grado de melancolía, que irá in crescendo según se va haciendo patente la imposibilidad de supervivencia de la relación amorosa entre Niki y Franzi –de destacar es la química que ofrecen el siempre cuestionado Maurice Chevalier, con ese físico frágil, tan cercano a cómicos como Chaplin o Harry Langdon, y una jovencísima Claudette Colbert-. Será en dichos momentos, donde ese componente de tristeza en torno a un amor imposible se adueñe de algunos de los fragmentos más memorables de la película. No cabe duda que entre ellos se encuentra el momento en el que Franzi abandona el palacio, en donde ha llegado a confraternizar con la heredera y ya esposa de Niki, entendiendo la fragilidad de su amor y aceptando el recuerdo que le queda de la relación mantenida con el teniente, mientras se aleja de la cámara, discurriendo por una de las enormes puertas del edificio, dentro de una secuencia revestida de dolorosa resignación. En esa misma línea, se encuentra el que considero mejor episodio del film, encuadrado entre dos fundidos en negro –un rasgo de montaje que será utilizado en el metraje como elemento de estilo-. Se trata del que muestra la reacción de Frenzi dentro de la habitación llena de flores de Niki, mientras lo esperan y advierte la inevitabilidad de su compromiso real. Su amada recogerá con delicadeza sus cosas, le escribirá “fue bonito mientras duró” y le adjuntará una de sus ligas, escondiéndose de su llegada en la penumbra, mientras contempla sin que él lo advierta su semblante derrotado. Niki entrará a su residencia, mientras Frazi llora y baja las escaleras entre sombras, dejando en la puerta la llave de la misma. Una escena modélica, que –como en tantas otras ocasiones- no requerirá la presencia de diálogo alguno, que no dudaría en incluir entre los mejores episodios de su cine, y que demuestra que pese a su general desconocimiento, THE SMILING LIEUTENANT no solo es un título que en modo alguno desmerece en la filmografía de su autor, sino que su recuperación se me antoja casi, casi, obligada.

Calificación: 3

THE LOVE PARADE (1929, Ernst Lubitsch) El desfile del amor

THE LOVE PARADE (1929, Ernst Lubitsch) El desfile del amor

Pocos son los títulos que hasta la fecha he podido contemplar del periodo silente de Ernst Lubitsch, pero la sola presencia en las postrimerías del mismo de la extraordinaria THE STUDENT PRINCE IN OLD HEIDELBERG (El príncipe estudiante, 1927), una de sus mejores obras, bastaría para confirmarlo como un cineasta conocedor de los mejores resortes fílmicos en aquel momento clave para la historia del cine. Sin embargo, y  pese a la popularidad que alberga –basada quizá más en la impronta musical que adquiere, que en la propia firma de Lubitsch-, acceder a THE LOVE PARADE (El desfile del amor, 1929), demuestra cierta regresión en el aporte de un director ya forjado en una personalidad definida, que quizá con la llegada del sonoro se estancó de manera relativa al debutar en esta nueva vertiente cinematográfica con la adaptación de una opereta, originaria de Leon Xanrof y Jules Cancel. Sería un ámbito en el que Lubitsch reincidiría hasta en cuatro ocasiones más, demostrando con dicha insistencia un creciente dominio y subversión de las limitaciones que planteaba un ámbito tan proclive al exceso kistch. No obstante, esa querencia se hará notar, más allá de lo debido, en esta su primera aportación al mismo, hasta el punto que en no pocos momentos, el servilismo a las convenciones de una vertiente tan caduca como la señalada, lastrarán parcialmente los logros –que aparecen, que duda cabe- en la película.

Amparada bajo el cuidado y elegante look de la Paramount, THE LOVE PARADE se inicia con una secuencia magnífica, llena de ironía y digna de figurar entre los grandes momentos legados por un director, que tenía además la oportuna costumbre, de abrir sus películas con una breve secuencia que atrajera de inmediato el interés del espectador. En esta ocasión nos encontramos en la habitación de un elegante hotel ubicado en Paris. Allí, con la inveterada complicidad de una puerta y el off narrativo, asistiremos al enfrentamiento –debido a disputas amorosas- entre el conde Alfred Rennard (Maurice Chevalier) y una de sus ocasionales amantes-. La salida y entrada de ambos, lo chispeante y equívoco de sus diálogos, la inoportuna presencia de una liga, y la aparición del iracundo marido de esta, tendrá una inesperada salida con un fortuito asesinato que no será tal, sirviendo el breve fragmento además, para definir con certeza la condición de conquistador de Rennard. Este es agregado militar de Sylvania destinado en Francia, y será desterrado de allí por un veterano diplomático, que también ha sido una de las víctimas de las conquistas del apuesto conde, en la persona de su esposa.

Ayudado por la utilización de un tempo narrativo que parece por momento asumido del slowburn, Lubitsch construye con agudeza estas secuencias en las que las conexiones con el slapstick son evidentes, erigiéndose estas como los instantes más atractivos del conjunto. Es un ámbito que se extenderá al mostrar el entorno que rodea a Sylvania –impagable esa presencia de turistas que solo miran al palacio real cuando les comentan su coste en millones de dólares-, con una corte y un gobierno caracterizado por su incompetencia. Es un contexto en el que la reina Louise (Jeannette McDonald), solo piensa en olvidarse de las insistentes advertencias que le hablan de su única obligación real; encontrar esposo. Lubitsch se mostrará divertido a la hora de aportar pullas en ese aspecto, no solo en el entorno de su corte de honor, sino en el de su propio gabinete. La presencia de Rennard supondrá para la monarca, la ocasión para encontrar un hombre que acepte ocupar un papel secundario y sumiso en las estrechas mentes allí existentes. Sin embargo, y pese a que en apariencia el amor ha nacido entre ellos, lo cierto es que tras convertirse en príncipe consorte muy pronto hará visible su hastío, mostrando una inicial rebelión contra su consorte, poniéndola en evidencia dentro del rígido protocolo asumido por ambos, y decidiendo plantearle el divorcio.

Ni que decir tiene, que el visionado de THE LOVE PARADE proporciona no pocos elementos de interés. Se aprecia el interés del realizador por proporcionar al conjunto una patina de ironía y puro sentido del humor, que en ocasiones llegan a bordear la frontera del ya señalado slapstick. Esas carreras de Rennard y Luoise por las grandes escaleras del palacio, el recurso al enfrentamiento de los criados de ambos en el momento en que sus amos se enfrentan –y, con ellos, los perros de los dos esposos-, los toques absurdos que adquiere el comportamiento de los caducos gobernantes, esos espectadores que aplaudirán de manera inesperada a Rennard cuando este acuda ya sin esperársele, al palco de la ópera. Episodios tan divertidos como el que se desarrolla antes de la ceremonia de esponsal entre ambos, con la aparición de diversos rasgos que harán intuir a Rennard en la mala suerte de la conversión en esposo –y nos permitirá un impagable “cameo” del gran Ben Turpin, haciendo de mayordomo bizco-, son detalles que provocan la ironía y la sonrisa, en un relato que, en última instancia, se define como una muestra repentina de la denominada “guerra de los sexos”, aunque mostrando en ella un prisma especial, ya que lo que se dirime es la rebelión del macho sobre el dominio de la hembra.

Curiosa perspectiva que proporciona un elemento de singularidad a una película que pese a su considerable diseño de producción –aunque quizá dicha circunstancia haya que ubicarla en el debe del resultado-, no deja de resentirse del excesivo respeto al original escénico del que procede. Si bien es cierto que Lubitsch iría desmarcándose de los mismos en posteriores incursiones en el subgénero, en esta no se distancia lo suficiente de los convencionalismos kitsch de no pocos de sus episodios, de sus convenciones escénicas, o de la excesiva recurrencia a un intérprete cargante como Maurice Chevalier y su molestísimo repertorio de sonrisas –otra cuestión es la naturalidad que desprende su oponente femenina, Jeannette McDonald-. Pese a esas constantes fugas humorísticas, hay que admitir que Lubitsch no es capaz aquí de evadirse de una serie de convenciones que lastran el conjunto, hasta tal punto que por momentos se tiene el deseo de que entren en sus imágenes aquellos célebres y belicosos Marx Brothers de DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933. Leo McCarey). Creo que con ello queda dicho todo.

Calificación: 2’5

THAT LADY IN ERMINE (1949, Ernst Lubitsch y Otto Preminger) [La dama del armiño]

THAT LADY IN ERMINE (1949, Ernst Lubitsch y Otto Preminger) [La dama del armiño]

Resulta curioso reflexionar ante la sempiterna admiración que Ernst Lubitsch prolongó siempre con un subgénero tan caduco, limitado y escasamente atractivo cinematográficamente como fue el de la opereta. Es innegable señalar que merced al mismo logró títulos  atractivos, que sabía aprovechar de sus pobres referentes elementos valiosos, y que en conjunto dominaba como pocos las limitadas posibilidades de sus propuestas. En cualquier caso, no es menos cierto que su implicación con la misma, se encuentra entre lo menos distinguido de una trayectoria brillante y reconocida.

Y en consecuencia a dicha adscripción, se carrera se cerró apresuradamente con una póstuma apuesta por la opereta historicista, que a su inesperada muerte tuvo que concluir su discípulo Otto Preminger. Nos referimos a THAT LADY IN ERMINE (1949), rutilante, recargada, apreciable, discreta, en ocasiones divertida y en otros momentos desangelada comedia musical de época, que se desarrolla en el norte de la frontera italiana en la segunda mitad del siglo XIX.

Estamos situados en el castillo de una localidad dominada por Angelina (Betty Grable), joven aristócrata que se acaba de casar con un oportunista oficial –Mario (César Romero)-. Poco después de la boda la población es invadida por oficiales del ejército húngaro, comandados por el coronel Ladislas Karolyi Teglas (Douglas Fairkbanks, Jr.). Mario huirá antes de la invasión para evitar ser ejecutado, mientras que los húngaros se hacen cargo de las dependencias, siempre al mando del enérgico y duro coronel.

No obstante, y pese a su adusto carácter, este no podrá evitar enamorarse del retrato de Francesca, una antigua antepasada de la actual propietaria, que conserva un asombroso parecido con esta. En realidad, los espíritus de estos nobles antepasados se han reunido para conjurar con su influjo la invasión húngara de estas instalaciones.

El núcleo argumental sobre el que se desarrolla THAT LADY IN ERMINE, en realidad bastante previsible, llega a evocar una lejana estampa de siglos atrás en la que un invasor precedente –igualmente encarnado por Fairkbanks- fue asesinado por la ya señalada Francesca para evitar la invasión de aquel entonces. En realidad, no se puede encontrar en la película un asidero de importancia, mientras que por contra se evidencian incoherencias de estructura –esa inocua secuencia musical de cierre-, así como una no muy afortunada combinación de elementos de índole fantástica –un poco en la línea de THE GHOST GOES WEST (El fantasma va al oeste, 1935. René Clair) o THE CANTERVILLE GHOST (1944. Jules Dassin). Si a ello unimos la escasa ductilidad de Betty Grable y el no suficientemente desmontado aire “kitsch” de la función, quizá nos permita concluir en el escaso nivel del conjunto.

Sin embargo, y pese a resultar una conclusión poco distinguida a su trayectoria –alberga similares aciertos y limitaciones que otra opereta cinematográfica realizada en aquel periodo por su discípulo y aún embrionario realizador, Billy Wilder -THE EMPEROR WALTZ (El vals del emperador, 1948)-, hay bastantes detalles que revelan el ingenio del realizador y hacen medianamente atractiva la función. Destellos y elementos que van desde el aprovechamiento que se hace de Douglas Fairkbanks Jr., sus juegos irónicos con ese gitano que resulta ser su rival amoroso, la presencia de secundarios como el mayordomo Luigi que encarna el gran Harry Davenport. Aspectos como esas “bombas mágicas” que se instalan delante de la orquesta cuando los dos contendientes amorosos se suben de tono, o la recurrencia al paso del tiempo en función del sentimiento amoroso.

Y es precisamente en esa vertiente, donde a mi juicio se alcanzan los mejores instantes de la película, ratificando una experta mano sensible y romántica que me sigue pareciendo una de las mejores cualidades de Lubitsch como realizador, y que puso de manifiesto en algunos de los mejores títulos de su última etapa –THE SHOP AROUND THE CORNER (El bazar de las sorpresas, 1940) , CLUNY BROWN (El pecado de Cluny Brown, 1946), HEAVEN CAN WAIT (El diablo dijo no, 1943)-. Y ello se manifiesta en esta ocasión en esa parte final en la que la pareja –que representan diferentes países- no puedan refrendar sus instantes amorosos. Y con ellos la nostalgia, la melancolía y la ausencia, finalmente resuelta con ese innecesario y breve número musical protagonizado por los fantasmas de los antepasados.

Calificación: 2

THE STUDENT PRINCE IN OLD HEIDELBERG (1927. Ernst Lubitsch) El príncipe estudiante

THE STUDENT PRINCE IN OLD HEIDELBERG (1927. Ernst Lubitsch) El príncipe estudiante

¡Que genial, maravilloso y hermoso es ser príncipe y posteriormente rey! Así lo proclamarán expectantes un grupo de niños y otro de muchachas ante la foto del pequeño príncipe heredero Karl Heinrich (encarnado en su corta edad con pasmosa sensibilidad por Philippe De Lacy), en uno de los pasajes iniciales de esta película. Y así lo hará un viejo matrimonio al contemplar la caravana real cuando este se ha casado y ya ha asumido el rostro de Ramón Novarro. Podría decirse que THE STUDENT PRINCE IN OLD HEIDELBERG (El príncipe estudiante, 1927. Ernst Lubitsch) supone una de las primeras recurrencias del gran realizador alemán en el mundo de la opereta, que más adelante se haría familiar en su trayectoria sonora.

Sin embargo, no son estos los principales objetivos de esta ya –digámoslo ya- extraordinaria comedia romántica, aunque se base en una obra de época original de Wilhelm Meyer-Förster –In Old Heidelberg-. El título que nos ocupa puede situarse por derecho propio entre las cimas del cine de su autor, pero fundamentalmente me hace pensar –y es algo que antes he leído manifestar en diversos comentaristas-, en la maestría de Lubitsch en un tipo de cine que realmente no cultivó en exceso en su trayectoria posterior. Y es que si bien nadie puede dudar de la ironía, capacidad de la sátira, franqueza y atrevimiento sexual y talento narrativo que desplegó el alemán a lo largo de una trayectoria, creo que me atrevería a preferir el Lubitsch romántico, delicado y evocador que predominó en algunas de sus películas o en fragmentos de algunas de ellas, y que bajo mi punto de vista no se expresó con más frecuencia de la deseable. Es por eso que se disfruta con la perfecta combinación de elementos satíricos, de juego escénico, de utilización de escenarios y decorados y de maestría cinematográfica que despliega la que quizá sea su cima en el cine mudo. Pero, con todo, creo que no seré el único en afirmar que por encima de todo, THE STUDENT... muestra una delicada historia de amor y, fundamentalmente, la trayectoria de un personaje que aparentemente lo ha tenido todo en su vida, pero en el fondo le falta lo fundamental en cualquier ser humano para desarrollarse como tal; libertad de elegir y de amar.

Es evidente que de no mediar las enorme capacidades del director, la historia que se nos muestra no dejaría de ser una vuelta más de tuerca en torno a la infelicidad de los ricos y los poderosos y la felicidad de los súbditos. Pero afortunadamente, había un gran hombre de cine por en medio, y con él, con su sutileza y sensibilidad se muestra una hermosísima, agridulce y finalmente frustrada historia de amor, que transformará a las dos personas que la han vivido y, sobre todo, a ese joven sensible y retraído, que solo tuvo en su vida una pequeña oportunidad para salir de esa verja real tejida por las instituciones, el estado y la tradición.

THE STUDENT... tiene un cuarto de hora inicial realmente asombroso. En él se mostrará la maestría de Lubitsch para describir los personajes con muy pocos trazos. Apenas unos escasos planos excelentemente planificados y unos pocos subtítulos nos definen al rey Karl VII (Gustav von Seyffertitz). Por la ironía de sus súbitos se desprende que es un hombre frío y adusto, y así nos lo manifestará su actitud al recibir a su sobrino y heredero Karl Heinrich. En una secuencia magnífica –que parece prefigurar el encuentro de John Sims ante el cadáver su padre en THE CROWD (...Y el mundo marcha, 1928. King Vidor)-, descubriremos la férrea educación que este ha tenido y, sobre todo, la ausencia del cariño de una familia –fundamentalmente, un padre-. El niño es separado de su cuidadora y prácticamente recluido tras las rejas de palacio. En su interior no podrá desarrollarse como un pequeño normal y contemplará con nostalgia como otros niños se divierten. Solo tendrá un asidero de sensibilidad en la figura de su preceptor -Friedrich Jüttner (Jean Hersholtz)-. Este intentará ofrecerle, mas allá de la educación propia de sus futuras responsabilidades, ese cariño ausente en su entorno.

El príncipe será enviado –junto a su preceptor- a Heidelberg a efectuar sus estudios. Aquello será para nuestro protagonista el auténtico “paraíso perdido” en su vida. Allí podrá convivir con otros estudiantes, evadiendo el rígido protocolo y, por encima de todo, encontrará sin pretenderlo el amor de su vida, representado en Kathi (Norma Shearer). En ella encontrará ese hálito vital hasta ahora ausente en su juventud, viviendo con ella un apasionado y al mismo tiempo sencillo romance a ras de tierra. Pero por encima de sus sentimientos se hará presente la fuerza y severidad de los aparatos del estado, que obligarán al heredero a retornar a palacio al enfermar gravemente el rey. Con la esperanza de volver a reunirse con su preceptor y su amada, Kart Heinrich se marcha... pero de allí el retorno se aparecerá realmente casi imposible, máxime cuando su tío muere y él asume la corona. Pese a su nostalgia y desapego al cargo, atenderá la solicitud del primer ministro y llegará a firmar la convocatoria de su boda por intereses de estado. Pero ello no le impedirá volver, siquiera sea por una vez, y cuando realmente en el fondo sabe que aquello no podrá ser más que una despedida, a reunirse con aquel paraíso que vivió y con la persona que despertó en él un sentimiento ya jamás alcanzado en su vida.

THE STUDENT... afortunadamente, apuesta claramente por el Lubitsch romántico, delicado, sensible e incluso conmovedor. No por ello quiere decir que en sus secuencias se omita esa querencia sarcástica de su autor, que se hace visible ya en esos planos en los que la muchedumbre muestra ridículamente sus respetos al paso de la comitiva del rey Karl VII. A lo largo de su metraje se desplegarán numerosas muestras en esa línea, o la presencia de personajes y situaciones decididamente inclinadas hacia la comedia –ese mayordomo estirado que aparece en los momentos menos oportunos, la secuencia en la que la pareja protagonista pasea en una canoa que conduce un anciano personaje que casi es sobrellevado por el peso de los amantes a un lado, y que respetuosamente se pone de espaldas a los amantes para preservar su intimidad, o las constantes ironías que se ofrecen con los estamentos estatales y militares, que son constantemente ridiculizados en sus amaneramientos.

De igual modo, es patente en todo momento la maestría narrativa de Lubitsch, que se manifiesta en la excelente planificación, la dosificación de los movimientos de cámara –ese travelling de retroceso que muestra la decepción del ya proclamado rey cuando acude de nuevo a la taberna donde encontró a su amada y la contempla casi abandonada-, la destreza a la hora de desplegar sobreimpresiones –esa rueda del carruaje en el que Karl se marcha de su paraíso ya para siempre, que funde con la carroza en la que discurre el cortejo del monarca recién casado-, e incluso en la imaginativa utilización de los subtítulos –los amantes pronuncian el nombre de su oponente en los momentos pasionales y el subtítulo se agranda- ciertamente el film de Lubitsch en un todo un catálogo de admirables decisiones cinematográficas, que en cualquiera de sus aplicaciones no solo tienen una justificación, sino que en muchos de sus momentos se antojan incluso obligadas.

Pero con admirar esa personalidad visual y cinematográfica, creo que lo que más cala a la hora de contemplar THE STUDENT... es la capacidad para la melancolía y la evocación. Es en ese encuentro del heredero todavía niño con ese preceptor que será para él su auténtico padre –y que además prefigura en sus rasgos y aspecto, maravillosos secundarios posteriores en el cine de su autor encarnados por actores como Félix Bressart o Frank Morgan-; en el dramatismo que tiene la forzada despedida previa de su niñera o el romanticismo que desprenden los instantes vividos con Kathi en una pradera cuyas flores son mecidas por el viento, o en la propia secuencia en la que los dos se despiden para siempre, sabiéndose partícipes de una sensación y sentimiento que perdurará en sus vidas –un hermoso y doloroso precedente de la memorable conclusión de SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1960. Elia Kazan). Pero por encima de estos y algunos otros momentos, hay dos secuencias que podría incluirse sin duda alguna entre los mejores momentos legados por el cine silente. El primero de ellos será el que muestra –con un absoluto off narrativo-, la muerte del preceptor de Karl. Un rótulo señala que el ya proclamado rey ofreció públicamente sus sentimientos por la muerte de su predecesor, pero secretamente lloró otra muerte. La cámara nos muestra un cementerio rural por el que aparece una melancólica Kathi llevando un ramo de flores a la tumba, de la que pronto veremos es el desaparecido doctor, y cuya lápida –se muestra- ha sido ofrecida por su agradecido alumno. Previamente, y antes de su marcha, la fortuita llegada del Primer Ministro a Heidelberg, le mostrará al heredero la necesidad de que regrese a palacio debido al delicado estado de salud del rey. Pocas veces el cine ha mostrado de forma tan efectiva ese estado de desconcierto, en el que el mundo se le viene encima a una persona. Con un montaje perfecto y una planificación atrevida en plano medio de Karl junto al gobernante, sentimos en carne propia ese desamparo emocional y la casi obligatoriedad de renunciar a aquello que deseamos y nos puede hacer feliz.

Mucho se podría hablar de esta espléndida película, en la que creo que resultó muy acertada la elección de Ramón Novarro en el personaje protagonista. Su semblante delicado y pasivo –unido a una buscada inexpresividad de matiz keatoniano-, se ajustan muy bien al personaje. No puedo decir lo mismo de una Norma Shearer que ya empezaba a demostrar ser una auténtica muñeca kitsch y que supone uno de los escasísimos lunares de este film admirable. Esa pequeña sombra y la recurrencia a algunos –afortunadamente contados- instantes de carácter coral y deudores de la opereta –afortunadamente subvertidos con sentido de la ironía-, no pueden, ni de lejos, empañar un título que cabe situar, por merecimiento, entre las cumbres del cine mudo.

Calificación: 4’5

TROUBLE IN PARADISE (1932, Ernst Lubitsch) Un ladrón en la alcoba

TROUBLE IN PARADISE (1932, Ernst Lubitsch) Un ladrón en la alcoba

Desde el primer momento, TROUBLE IN PARADISE (Un ladrón en la alcoba, 1932. Ernst Lubitsch) juega la baza del ingenio cinematográfico. Comenzando con unos títulos de crédito –suficientemente destacados por diversos comentaristas-, en los que  se juega con la insinuación y el doble sentido sexual –se muestra una cama tras insertar la palabra TROUBLE-, lo cierto es que en todo momento esta senda se sigue sin descanso –tras los créditos se muestra a un basurero que recorre en góndola las calles de Venecia-. A continuación contemplaremos el ataque que –entre sombras-, Gastón Monescu (Herbert Marshall) dirige al atolondrado millonario François Filiba (Edward Everett Horton) y un juego de panorámicas nos presentará al principal protagonista; ese elegante ladrón llamado Gastón, que se desenvuelve a sus anchas en medio de la alta sociedad, conociendo en su paso a una compañera de “profesión”, con la que pronto entabla relación –Lily (Miriam Hopkins)-. Ciertamente la secuencia en la que ambos conocen la “secreta” profesión que comparten, es un prodigio de intención y sutileza, combinando un original sentido de la comedia romántica, al tiempo que en ningún momento renuncia a su matiz irónico.

Será este el ritmo que empleará Lubitsch a lo largo de los menos de ochenta minutos de metraje de una comedia que se erige como un producto de notable relevancia en la filmografía del célebre realizador, aunque –y se que es una opinión personal no compartida por muchos, que sitúan esta película entre las cumbres de su cine-, bajo mi punto de vista esa en ocasiones excesiva inclinación por los senderos de la comedia brillante, en ocasiones deje traslucir un cierto descuido en un cariño hacia sus personajes, que muy poco después sí que serían dominados con mayor maestría por el alemán –DESIGN FOR LIVING (Una mujer para dos, 1933), sin por ello renunciar a su potente mordiente satírica-. Ello es lo que me impide –pese a su innegable brillantez- considerar esta película como una de las obras cumbres de Lubitsch.

Haciendo esa matización, que creo resulta pertinente destacar la modernidad cinematográfica que demuestra TROUBLE..., que no es más que una demostración de una sabiduría que su realizador había destilado ya desde su aprendizaje en el cine mudo, y que se plasma por medio de la aplicación de numerosos elementos narrativos. Desde el uso de planos cortos, cortinillas, utilización de espejos, puertas que se cierran, elipsis, sugerencias –la forma en que el personaje que encarna Everett Horton recuerda donde conoció a Herbert Marshall, al apagar su puro en un cenicero en forma de góndola- y dobles sentidos, hasta la impronta de unos diálogos brillantísimos, son parcelas que se dejan notar –para bien- en esta comedia sofisticada en la que se satirizan modos y costumbres de la alta sociedad de principios de siglo XX. Y al mismo tiempo, pese a que quizá no alcance la hondura que posteriormente sí que lograron los protagonistas de títulos posteriores del realizador, cierto es que se ofrece una estupenda descripción de la pareja de ladrones que pronto se introducirán en la vida de Colet (Kay Francis), la millonaria empresaria de colonias –impagable la descripción que se ofrece de sus productos mediante “spots” publicitarios radiofónicos y visuales-.

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Y es así, jugando con la apariencia de honestidad –Gaston descubre los entresijos tramposos que rodean a Colet-, un ladrón pronto demostrará ser más honesto que una serie de personajes despreciables, y pondrá en duda su propia elección del amor entre esta viuda que se siente atraída por un joven –aunque ladrón- galante y de aparentes sinceros sentimientos, aunque finalmente su decisión le lleve a distanciarse con unos modos sociales que se alejan de sus coqueteos con la alta sociedad, y retornar con esa compañera de “profesión”, a la que realmente conoce a la perfección, del mismo modo que sucede en el sentido contrario –y la demostración de eficacia en el robo que ambos se demuestran en los instantes finales es el colofón definitivo y la apuesta de futuro de la inusual relación que ambos van a formar, que subvierte los buenos modos sociales de la época-.

Como antes señalaba, más allá de ese despliegue de constante ingenio visual, de montaje y de diálogo que despliega en casi todo momento TROUBLE IN PARADISE, uno se queda con esas pinceladas del conocimiento de sus personajes, esa sinceridad en sus relaciones, en sus aparentes engaños y que tan bien encarnan ese excelente actor que fue Herbert Marshall –que aquí se revela como un interesante precedente del posterior Jack Lemmon-, Constante Cummings y la hoy día muy poco recordada Kay Francis.

Calificación: 3