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CINEMA DE PERRA GORDA

Federico Fellini

LE NOTTI DI CABIRIA (1957, Federico Fellini) Las noches de Cabiria

LE NOTTI DI CABIRIA (1957, Federico Fellini) Las noches de Cabiria

Como cualquier otra gran obra cinematográfica -y LE NOTTI DI CABIRIA (Las noches de Cabiria, 1957. Federico Fellini) lo es-, puede ser sometida a múltiples lecturas, análisis y, sobre todo, a diferentes maneras de contemplarla y disfrutarla. Lo cierto es que cuando el cineasta de Rimini acomete el que será su sexto largometraje -incluyamos entre ellos el debut conjunto con Alberto Lattuada con LUCI DEL VARIETÀ (1950), y excluyamos el episodio -AGENZIA MATRIMONIALE- con el que participó en la colectiva L’AMORE IN CITTÀ (1953)-, Fellini había saboreado las mieles del éxito mundial, con la conmovedora LA STRADA (Idem, 1954) pero, apenas un año después, vivió la frustración del fracaso, con la estupenda IL BIDONE (Almas sin conciencia, 1955), que proclamaba un giro, una mirada a la amargura, que estoy seguro pilló con el pie cambiado, a todos aquellos que esperaban una prolongación en esa sensibilidad, que había manifestado en su largometraje previo. 

Pero sucede que las auténticas figuras del cine. Las que han utilizado la pantalla para plasmar un mundo personal y creativo que les identificara, y en el que plantearan su visión del mundo, evolucionaron con el paso del tiempo. Algo que en Fellini se fue manifestando de manera muy temprana, y que le planteó no pocos problemas, a la hora de dar vida LE NOTTI DI CABIRIA, que finalmente declinó producir Godofredo Lombardo, mandamás de la Titanus, debido al ya señalado fracaso comercial cosechado por la citada IL BIDONE. Por fortuna, Fellini pudo recurrir al emergente Dino de Laurentiis, responsable financiero del gran éxito que fue LA STRADA y, en modo de coproducción con Francia -lo que obligó a la presencia de François Périer en el reparto-. A partir de estas coordenadas de producción, Fellini, junto a Ennio Flaiano y Tullio Pinelli, formulan un guion, en el que contará con una nada casual colaboración de Pier Paolo Pasolini, experto conocedor de la vida diaria de los bajos fondos de esa nueva Italia urbana, crecida de manera rápida y anárquica, una vez los traumas de la II Guerra Mundial iban diluyéndose, y pocos años antes, de que decidiera formular su debut en la realización, con ACCATONE (1961).

A partir de estos mimbres, la película de Fellini aparece como furto de uno de los periodos más febriles del cine mundial, y de la industria italiana en particular. Son numerosos los realizadores, que están dando lo mejor de sí mismo, en una de las cinematografías de más relieve del continente europeo, y las imágenes de LE NOTTE DI CABIRIA se impregnan de ello. De ese sentido de la inmediatez, que aparece en una historia que se desarrolla, fundamentalmente, en los barrios más pobres y degradados de esa Roma aún rota. En uno de dichos suburbios reside Maria Cercarelli, llamada por todos Cabiria (Giulieta Massina), una pobre mujer, que vive en una triste vivienda, edificada en medio de uno de dichos tugurios, prácticamente sin ninguna garantía, y que ejerce como pobre prostituta, siendo en todo momento objeto de mofa por parte de sus compañeras, aunque entre ellas, siempre la llame al orden su verdadera amiga, compañera de práctica, y vecina -Wanda (Franca Marzi)-. En realidad, la película -que se inicia de manera circular, comprobando como se ha atentado contra su vida, por distintas personas, pero con idéntica intención de robarle-, se erige en una crónica de ese despertar italiano. En una mirada repleta de dureza y sensibilidad al mismo tiempo, de una sociedad llena de claroscuros, abriendo nuevos senderos de cara a la personalidad de nuestro cineasta. Y es que, por un lado, su recorrido argumental, no deja de suponer una relativa continuidad del universo de LA STRADA. Sobre todo, por el protagonismo de esa inolvidable Giulieta Massina, que imprime todos y cada uno de los fotogramas, de esta película bella y triste al mismo tiempo. Un personaje y un entorno, que en no pocas ocasiones apela a una pátina y una herencia chapliniana, y en el que, con todo, hay que destacar, no obstante, ese detalle en su caracterización, que suponen la abrupta conclusión de sus cejas, como simbólica seña de rebeldía, a un entorno social, en el que aparece como un ser marginal. Es por ello, que el recorrido de LE NOTTE DE CABIRIA aparece, en su mirada ante el nihilismo urbano que plantea, y en la sombría visión del mundo de la farándula, un preludio de la posterior LA DOLCE VITA (Idem, 1960), auténtica inflexión en la obra felliniana y, si se me permite la digresión, la propuesta del cineasta que prefiero en toda su obra.

Y es que el film de Fellini es, sobre todo, un relato sobre soledades. Bien es cierto que ello queda representado en su personaje protagonista. Pero esa soledad, esa sensación de desamparo existencial, se extiende a todos y cada uno de sus personajes, tengan estos una mayor o menor presencia en sus imágenes. Da igual que sea ese astro cinematográfico -Alberto Lazzari (magnifico Amedeo Nazzari)-, con el que Cabiria vivirá un inesperado encuentro, o con ese ser extraño e introvertido -Oscar D’Onofrio (Périer)-, en quien nuestra protagonista, tras ir derribando las barreras que ha ido poniendo ante él, escamada ante tanta decepción en su búsqueda del afecto y que, pese a la maldad que ha ido escondiendo, en realidad estallará finalmente como un pobre miserable solitario, incapaz de encontrar la sangre fría necesaria, para matar a esa mujer a la que ha engatusado -en un momento de estremecedor dramatismo que, por momentos, parece evocarnos, una de las escenas más memorables de FRANKENSTEIN (El doctor Frankenstein, 1931. James Whale).

Y esta semejanza no me parece casual, ya que uno de los elementos que proporcionan especial singularidad a esta película de Fellini, reside en su querencia con el fantastique. De una parte, destacará quizá por vez primera en su obra, una decidida apuesta por una estructura en episodios interconectados, que se consolidarán como uno de sus rasgos de estilo más personales, y facilitando asimismo esa libertad formal de la que caracterizará su andadura posterior. Y es que, unido a la sombría y lívida fotografía en blanco y negro, que brinda la portentosa labor del operador Aldo Tonti, en buena parte de su metraje, Fellini apuesta por esa querencia por un mundo visual libre, alejado de la realidad, pese a estar anclado en la misma, basado en todo momento, en su propia manera de mirar las cosas, y entenderlas como personalísima creación cinematográfica. Unido a esa textura visual que acompaña el conjunto de la película, la voluntad por una narrativa personal, queda expresada por ese admirable episodio, en el que Cabiria se somete, pese a sus reticencias, a la experimentación de un viejo y achacoso mago, desnudando a partir de su hipnotismo, la personalidad frágil y quebradiza de esa mujer débil, pero que en lo profundo de su alma, desea ocultar algo que nadie percibe; su dignidad.

Sin embargo, hay una secuencia en LE NOTTI DI CABIRIA, que además de incidir en esa querencia fantastique, aparece como uno de los pasajes más deslumbrantes de la obra felliniana, erigiéndose como una de las cimas de su cine. Me refiere al magistral episodio que contemplará la protagonista cuando, en medio casi de un amanecer, vea discurrir al denominado ‘hombre del saco’, alguien decidido en su vocación de ayuda a los necesitados, que aparecen casi como si surgieran de un grabado de la época romántica, describiendo como ayuda a pobres y necesitados, que malviven incluso en emplazamientos indignos de un ser humano. La propia configuración del episodio, dominado por un aura casi espectral -en su discurrir, se producirá un amanecer-, no impidió que por presiones eclesiales y de la propia productora, que apreciaba un exceso en su duración fuera suprimida de la película, y hasta la restauración de principio del siglo XXI, se recuperara, enriqueciendo una obra admirable, conmovedora -esa mirada a cámara final de Giulietta Massina, rodeada de esos jóvenes y espontáneos músicos-, en una conclusión llena de esperanza e incertidumbre al mismo tiempo.

Así culminará esta magnifica película, con momentos tan emocionantes, como la despedida entre Cabiria y Wanda. La humanización que, dentro de su mezquindad, se acierta a descubrirse, en esa estrella de cine cansada y hastiada de la propia inutilidad de su vida. O la casi irresistible fuerza dramática, lindando en su planificación con el más desaforado surrealismo, que adquiere el, por otra parte, muy emotivo episodio, describiendo la visita de la protagonista y sus amigos, a ese santuario, en donde se comenta haberse producido milagros, y en donde esta quedará conmovida, y al mismo tiempo asustada, ante el dramatismo de los ruegos de todos los asistentes. Una secuencia que, por otra parte, no deja de mostrar cierta semejanza con el Luis García Berlanga de la coetánea LOS JUEVES, MILAGRO (1957), sin que ello mengue, por supuesto, la grandeza de esta propuesta felliniana, perfecto eslabón, recopilando el sendero previo legado por el cineasta, y abriendo nuevos caminos, en una trayectoria, tan personal como admirable.

Calificación: 4

LA STRADA (1954, Federico Fellini) La Strada

LA STRADA (1954, Federico Fellini) La Strada

No soy persona que se deje impresionar en el terreno de la mítica cinematográfica. Por el contrario, me gusta forjarme mis propias pasiones, felicidades, y también decepciones a partir de mi condición de espectador. Es por ello que quizá adquiera para más validez el hecho de reconocer desde los primeros fotogramas de LA STRADA (1954, Federico Fellini) la vitola del clásico. Esa sucesión de planos fijos, que se romperán con el travelling lateral mostrando el inicio de la nueva andadura vital de la protagonista del relato, portarán ya la esencia de esta excelente muestra de la madurez expresiva que en esta una de sus primeras películas, evidenciaba ya el director de Rimini. Esos encuadres imperturbables fijos nos describirán el entorno triste de la familia de Gelsomina (Giulietta Masina), una muchacha tan simple como inocente, hija mayor de una familia en la ruina de la que sobreviven su madre y sus pequeñas hermanas casi en la miseria. Hasta su entorno llegará Zampanò (Anthony Quinn), un brusco animador que recorre pueblos en ferias para exhibirse como forzudo. Este ha estado casado con una de las hermanas de la protagonista, pagando diez mil liras a la madre de ambas para que Gelsomina se convierta en su compañera. Será el inicio de un nuevo rumbo para un ser que hasta el momento ha vivido sin vivir, que intentará abrir los ojos a su existencia. No supondrá un camino lleno de facilidades, pero poco a poco ese ser incapacitado para la maldad asumirá un contexto en el que la fantasía se da de la mano con la miseria, en el que una Italia se muestra aún desgarrada por el trauma de la II Guerra Mundial, pero que no se desprende del atavismo con una sociedad en la que la influencia del catolicismo sigue siendo hegemónica, y en la que aparece ese poso por la fantasía, por lo onírico, como válvula de escape, que Fellini iría situando en un progresivo lugar hegemónico en el posterior devenir de su obra.

Entronizada cuando se estrenó –Oscar a la mejor película extranjera, León de Plata en el Festival de Venecia-, recibida en su momento con calidez en nuestro país debido a su fachada externa ligada a la presencia religiosa –algo que también sucedió en el primer cine de Bergman-, lo cierto es que con el paso del tiempo su égida quedó diluida y su prestigio quedó en entredicho. Para los amantes del posterior Fellini, más radical en la plasmación de una personalidad muy singular, y para los que nunca han tenido en gran aprecio a su figura, LA STRADA apareció como un título blando y sensiblero, como si se expresara a través de sus imágenes una huída de la realidad, que en aquellos años estaba planteando la derivación del neorrealismo italiano. Enorme error de percepción, en la medida que cada obra fílmica se ha de defender o censurar en función del aporte de sus imágenes. Y en ese sentido, nos encontramos con una propuesta que deviene de una enorme delicadeza en sus formas, en su entramado dramático, en la propia configuración de su insólito personaje protagonista. Pero al mismo tiempo, a través de sus ojos se percibe esa realidad en la que la miseria, en la que el lastre de un pasado, en la que ese tímido progreso desea cernirse sobre una sociedad que parece enquistada con su historia más o menos cercana, y que pretende huir de su miseria sublimando su frustración a través de la religiosidad o de la magia que le proporcionan fiestas y celebraciones, entre las cuales el mundo del circo emerge como el nexo de unión entre ese inmenso fresco social que describen en segundo término las poderosas imágenes del film de Fellini, y los protagonistas del relato.

Ese contraste entre el segundo término que imprimen sus imágenes –ayudadas por el pregnante tono de su fotografía en blanco y negro, obra de Otello Martelli y el no acreditado Carlo Carlini-, se ofrece como constante telón de fondo para lo que en realidad supone una insólita road movie, una ficción que se desarrolla a lo largo de una Italia que, casi de una secuencia a otra, abandona lo rural, para internarse en ese marco urbano de una Roma desoladora, dominada por impersonales edificaciones de nueva creación, construido en torno a calles asfaltadas que ya parecen viejas, y en la que se percibe la ausencia de humanidad. La capacidad descriptiva mostrada por Fellini es tan admirable como la cualidad que esgrime para saber expresar el marco coral e insertar en el mismo sus personajes sin provocar distorsión. Una ejemplar construcción dramática, que alcanza episodios tan memorables como el que muestra la primera huída de Gelsomina del amparo del hosco Zampanò. Su recorrido solitario por el campo se verá inesperadamente interrumpido por la presencia de tres músicos. Será el hermoso anuncio de la fiesta en la vieja ciudad, mostrando con una fuerza irresistible, casi provocando un sentimiento de irrealidad, esa procesión en la que sus habitantes vuelcan sus miserias y anhelos, e iniciando una fiesta que tendrá un nuevo episodio con la espectacular actuación como equilibrista del tercer vértice del triangulo dramático mostrado en su ficción. Se trata del provocador Il Matto (Richard Basehart), un hombre sensible y al mismo tiempo rebelde al momento que le ha tocado vivir. Será esta la primera ocasión en la que la entristecida protagonista compruebe que es apreciada e incluso deseada por otras personas, que aprecian en ella esa sensibilidad que Zampanò nunca le ha puesto de manifiesto. Será avisada por parte de los componentes de ese lúgubre circo en el que este ha sido expulsado por su comportamiento, para que prosiga la andadura uniéndose a ellos. Será un ofrecimiento que rechazará, como de alguna manera dejará perder la oportunidad de ligarse con Il Matto, que no dejará de fascinarle por su extraña lucidez, pero que en último término comprenderá que ella sigue sintiendo por su compañero un sentimiento de amor y lealtad, que este en el fondo nunca ha sabido sentir y apreciar.

LA STRADA es un bello poema visual, un recorrido por diversos recovecos de esa Italia que se enfrentaba con su propio ayer, mostrándolo bajo la personalísima visión de un cineasta capaz de episodios de una sinceridad casi dolorosa, como el encuentro nocturno entre Gelsomina y el personaje encarnado por Richard Basehart, en donde este le brinda su visión sobre el sentido de la existencia, las secuencias del enfrentamiento de Zampanò con este, resuelta con una insólita pelea que acabará inesperadamente con la muerte del equilibrista –un instante antes comprobará que el forzudo le ha roto el reloj-, las escenas que se muestran en un convento donde Gelsomina y Zampanò –otra ocasión en la que nuestra protagonista dejará de lado la oportunidad de introducir un nuevo sentido a su peregrinaje existencial-, o las estremecedoras secuencias desarrolladas bajo la nieve, en medio de unas viejas ruinas, donde este último decidirá abandonar a la que ha sido su fiel compañera. Serán unos instantes conmovedores, pura poesía cinematográfica, que aún nos espera a unos minutos finales estremecedores. Una de las más admirables elipsis que jamás he contemplado nos traslada a varios años después. En un circo situado junto al mar actúa un Zampanò ya más envejecido. Tras su eterna representación de fuerza, escuchará casi de manera furtiva el sonido de la melodía que Gelsomina aprendió a tocar con la trompeta –un inolvidable tema musical que ya ha pasado a la historia del cine-. Lo tararea una joven que se encuentra en un pequeño huerto tendiendo la ropa, mientras las sábanas se balancean cadenciosas por la fuerza del viento. Esta recordará a una mujer que murió de melancolía sin revelar su identidad, llegando a ser enterrada de forma anónima. La noticia revertirá como un mazazo para un hombre abatido –excepcional instante interpretativo de Quinn-, quien solo entonces comprenderá lo que esa mujer tan simple y revestida de inocencia, supuso para su vida. Y si junto al mar comienzan sus imágenes, junto al mar culmina esta bella, dura y sensible LA STRADA, por medio de ese doloroso travelling de retroceso que despedirá a un desolado Zampanò, comprendiendo sin solución posible que al saber que Gelsomina ha desaparecido, en realidad el sentido de su vida se ha diluido como esas olas que le rodean.

El film de Fellini no se puede entender ni aprehender, sin paladear la hermosa, bellísima, aportación brindada por Nino Rota, uno de los grandes aliados del realizador, hasta el punto de no saber donde empieza la labor del director y la del músico, sabiendo el segundo realzar o envolver aquellos momentos donde la intensidad melodramática alcanza su cenit, o bien aquellos otros caracterizados por la melancolía o una cierta aura intimista. Y a ello cabe unir la aportación de su trío protagonista, en la que a la hondura de la labor de Anthony Quinn, se une la extraña ambivalencia que brinda la interpretación de ese excelente y singular actor que siempre fue Richard Basehart. Los dos mostrarán su apoyo a la estremecedora labor que Giulietta Masina ofrece de su inolvidable rol protagonista. Se suele decir –y hay justificación en ello- que en su personaje se detectan ecos de esa poesía chaplianiana. Sin embargo, personalmente opondría a ello una mayor semejanza ocasional con el sentido de la pantomima gestual expresado por Stan Laurel y, de modo muy especial, la enorme semejanza que la configuración de su personaje brindada con el universo cómico del olvidado Harry Langdon. Sin duda, LA STRADA emerge como una de las primeras grandes muestras de la obra felliniana.

Calificación: 4

ROMA (1972, Federico Fellini) Roma

ROMA (1972, Federico Fellini) Roma

El equipo de filmación que ronda buena parte de ROMA (1972, Federico Fellini), participará del encuentro de un colmillo de elefante que ha aparecido en las excavaciones del metro de la ciudad. Acompañado por el responsable del mismo, muy pronto adquirirán conciencia de la casi imposibilidad de realizar la prolongación de sus líneas. El peso de un pasado tan denso como el de la capital italiana se erige como una densa maraña; en esta ocasión casi como un inexorable bagaje que quizá impida su desarrollo de progreso. Las explicaciones del responsable se ven acompañados por la evidencia de unas imágenes que adquieren tintes casi kafkianos. La puesta en escena felliniana nos describe travellings laterales y movimientos de grúa reveladores de la extraordinaria imaginación de su artífice, mostrando la repentina aparición de criptas y elementos históricos que, casi de forma consustancial, han ido ralentizando la consecución de las líneas del ferrocarril subterráneo. De repente, algo anuncia la presencia de una oquedad en la pared. Por medio de una perforadora se traspasa el muro que permanecía erguido durante siglos, protegiendo toda una serie de pinturas, estancias y esculturas que se conservan en excelente estado, como si para ellas se hubiera detenido el tiempo. Obras majestuosas de arte se ofrecen ante la mirada maravillada de los inesperados espectadores, entre los que se encuentran los miembros del equipo de filmación. Rostros pétreos que se muestran por encima de las tranquilas aguas que discurren en su interior. Colores vivos de unas pinturas que parecen mirar a los recién llegados como privilegiados testigos de un tiempo ya fenecido, pero que sigue presente e inalterable en las entrañas de la ciudad eterna. De repente, la presencia del aire externo deteriorará hasta hacer desaparecer unas muestras de arte que quedarán como un sueño repentino, fugaz, y finalmente, aterrador, para esos testigos privilegiados de esa maravilla que han podido retener –siquiera sea por unos instantes- al ayer. La mera existencia de este fragmento –bajo mi punto de vista uno de los más hermosos del cine de Fellini, y del conjunto del cine filmado en el cine de los setenta-, serviría para elevar el conjunto de una película tan personal, tan hermosa y al mismo tiempo tan inconstante como es ROMA. Una obra que más que existir en ese cúmulo de recuerdos, obsesiones y referencias para el director de Rímini, puede decirse que preludiaba buena parte del cine posterior de su artífice. En esa amalgama se aúnan recuerdos –que adelantan buena parte del que sería el gran éxito comercial de Fellini –AMARCORD (Mis recuerdos, 1973)-, y preludian también ese grado de pesimismo que, poco a poco, se irá adueñando de su obra. En esta ocasión todo vendrá dado en una estructura discontinua que entremezcla recuerdos con fabulaciones en presente. Pero en todas ellas se deja entrever el peso de un pasado, la descomposición de una sociedad y las posibilidades expresivas de un realizador para el que la imaginación visual parece que no tenía casi límites, sabía expresarla con pertinencia y, sobre todo, gozaba igualmente de los medios de producción necesarios para poder plasmarlas debidamente.

 

Con la impagable anuencia del operador Giuseppe Rotunno y la complicidad musical de Nino Rota, Fellini logra un auténtico ballet en el que pasado y presente de dan de la mano de manera casi imposible, en el que un sentimiento fantasmagórico parece impregnar las calles, las paredes y las estancias de una ciudad que ha sido eje de civilizaciones, de dictaduras y democracias y, sobre todo, de un carácter, de un temperamento, y de una manera de entender la existencia. Es por ello que resulta pertinente la breve declaración de Gore Vidal, revelando las razones por las que –en el momento de realización de la película- se definía como residente en la capital italiana. Esa sensación de residir en una avanzadilla del principio del fin de la civilización, es un pavoroso enunciado que las imágenes de la película demuestran en todo momento, y que hablan de decadencia, de decrepitud, de caos y de imposibilidad de proseguir en un camino errático. Esa sensación de una colisión, no por cotidiana menos palpable, otorgan a las secuencias de esta obra felliniana, cerca de cuatro décadas después de su realización, un rasgo casi de visionario, que en el fondo no es más que la prolongación de la visión que ya expresaba la lejana LA DOLCE VITA (1960) –que sigue siendo mi título preferido de cuantos he venido contemplando en su filmografía-.

 

Personalmente, prefiero en ROMA los episodios que se desarrollan “en presente”, que aquellos que describen anécdotas y situaciones del pasado –ejemplificadas en torno a la personificación de la figura del joven realizador (Peter Gonzales)-. Es más, todo el fragmento que se desarrolla en una calle romana incluso no me interesa en exceso –por más que constituya un referente para el ya señalado éxito popular posterior de AMARCORD-. Sin embargo, en la lógica interna de la aparente anarquía de la película se establece un sentido de la progresión admirable, una combinación extraordinaria de fragmentos, como si fueran spots de diferente duración, dominados por la capacidad creativa de su artífice. Y poco a poco, siempre en línea ascendente, la película logra ir elevando su casi hipnótica capacidad de fascinación. Se trata de una sensación que propician episodios tan aterradores en su propia cotidianeidad, como el que se desarrollará con el ya mencionado equipo de filmación, comprobando en carne propia el caos que puede registrar la autopista de entrada a la capital italiana. O lo hará el que supone el fragmento más recordado de la película; el desfile de última moda eclesiástica, quizá más evocado por el alcance de su dirección artística que por la delicadeza que muestra esa auténtica sinfonía de la decadencia –los sollozos y comentarios de la vieja noble anfitriona, constatando la imposibilidad de retener un pasado para ella glorioso-, o la musicalidad de su puesta en escena, finalmente coronada por la aparición –entre grotesca y realmente impactante-, de una vieja y apergaminada personalidad eclesial.

 

La breve pero maravillosa presencia de una Anna Magnani ya muy cerca de su muerte –un presagio más de la irremisible decadencia que presiden los fotogramas de ROMA-, y unas magníficas secuencias nocturnas de un grupo de motoristas por varios de los más significativos –y avejentados- monumentos de la ciudad, culminan una de las películas menos consideradas pero al mismo tiempo más libres de su autor. Una propuesta que –personalmente- fue impregnándome de manera mágica, y que no dudo en considerar entre los mejores títulos de su filmografía –la ubicaría junto a la mencionada LA DOLCE VITA y la posterior 81/2 (Fellini, ocho y medio, 1963)- que he podido contemplar. Iconoclasta, sorprendente, sincera y llena de arrojo, es difícil negar que con ROMA nos encontramos ante uno de los títulos más fascinantes, al tiempo que más personales del cine de los setenta. No puedo considerarme un experto en la filmografía felliniana –lo que en mi caso tampoco resulta un inconveniente para poder degustarla con placer-. Sin embargo, las imágenes del título que nos ocupa, prolongan ese sendero de experimentación que el italiano llevaría a cabo en el último tramo de su filmografía.

 

Calificación: 4

GIULIETTA DEGLI SPIRITI (1965, Federico Fellini) Giulietta de los espíritus

GIULIETTA DEGLI SPIRITI (1965, Federico Fellini) Giulietta de los espíritus

Rodada a continuación de la excelente OCHO Y MEDIO, GUILIETTA DE LOS ESPÍRITUS -cuyo argumento sirvió años después como base a NOCHES EN LA CIUDAD, de Bob Fosse- supone una bella disgresión sobre la mediocridad de la vida burguesa, el engaño, el peso del pasado, siempre tamizada por la poderosísima personalidad de su artífice; Federico Fellini. Sin lugar a dudas pocos realizadores europeos contemporáneos han sido tan admirados como el cineasta de Rímini e Ingmar Bergman por sus propios colegas de profesión. En el caso que nos ocupa es evidente esa progresión desde su apuesta por la evolución del modelo neorrealista hacia una capacidad de fabulación realmente paralela a su experto manejo del lenguaje cinematográfico.

El film que nos ocupa es una muestra más de ello, personificado en el personaje de Giulietta -la siempre maravillosa Giulietta Masina, esposa del realizador-, una mujer procedente de una familia voluptuosa, perteneciente a una clase acomodada, y que descubre de repente que está siendo engañada por su marido cuando este se relaciona con una modelo.

A partir de ahí Giulietta se desarrolla en un mundo que para ella tiene una percepción casi extrasensorial -así se lo ha vaticinado el adivino de la primera secuencia-, mientras que recuerda sus fantasmas familiares y unas vivencias de infancia caracterizadas por su represiva religiosidad. En realidad no se trata más que de una excusa para dar rienda suelta al enorme talento visual de Fellini, dentro de una película sorprendentemente "sixtie" en el conjunto de su obra, que goza de una extraordinaria plasticidad en su fotografía en technicolor de Gianni di Venanzo, y de la que cabría destacar algunas de sus magníficas "set pieces". De entre ellas no podría dejar de destacar la que practicamente abre el film presentandonos los invitados de su marido -una tan deslumbrante como ya habitual sucesión de primeros planos, entrecruce de personajes, servido por grúas, panorámicas-... todo un mundo irreal y cuasi fantástico para un hombre que sabía las enormes posibilidades de su talento.
Junto a ellos, se ofrecen numerosos momentos de especial sensibilidad -el instante en que en la cama el esposo de Giulietta está con la venda en los ojos y a ella le iluminan los suyos; ha descubierto el engaño que le rodea-; la vaciedad que se ofrece en el decorado del hogar con encuadres descompensados cuando se ha marchado definitívamente su esposo; el plano en el que sobre la pantalla del investigador que proyecta las películas de la infidelidad de su marido se ofrece el perfil cada vez más pequeño de Giulietta...

Estoy seguro que en un film de esta enorme riqueza -a la que aporta no poco de nuevo su talento el gran Nino Rota-, cada uno podrá elegir sus momentos preferidos. Pero dentro de su valía, no puedo omitir una cierta irregularidad en su metraje, o una recuerencia a planos cortos en algunos momentos que no se encuentran tan integrados como en el precedente film de su autor. Aún pareciendome un titulo de gran brillantez, no logró conmoverme como si lo lograron otros films de su filmografía, lo cual no va en menoscabo de sus múltiples cualidades, seguramente apreciables en más de un visionado.

Calificación: 3’5