LA STRADA (1954, Federico Fellini) La Strada
No soy persona que se deje impresionar en el terreno de la mítica cinematográfica. Por el contrario, me gusta forjarme mis propias pasiones, felicidades, y también decepciones a partir de mi condición de espectador. Es por ello que quizá adquiera para más validez el hecho de reconocer desde los primeros fotogramas de LA STRADA (1954, Federico Fellini) la vitola del clásico. Esa sucesión de planos fijos, que se romperán con el travelling lateral mostrando el inicio de la nueva andadura vital de la protagonista del relato, portarán ya la esencia de esta excelente muestra de la madurez expresiva que en esta una de sus primeras películas, evidenciaba ya el director de Rimini. Esos encuadres imperturbables fijos nos describirán el entorno triste de la familia de Gelsomina (Giulietta Masina), una muchacha tan simple como inocente, hija mayor de una familia en la ruina de la que sobreviven su madre y sus pequeñas hermanas casi en la miseria. Hasta su entorno llegará Zampanò (Anthony Quinn), un brusco animador que recorre pueblos en ferias para exhibirse como forzudo. Este ha estado casado con una de las hermanas de la protagonista, pagando diez mil liras a la madre de ambas para que Gelsomina se convierta en su compañera. Será el inicio de un nuevo rumbo para un ser que hasta el momento ha vivido sin vivir, que intentará abrir los ojos a su existencia. No supondrá un camino lleno de facilidades, pero poco a poco ese ser incapacitado para la maldad asumirá un contexto en el que la fantasía se da de la mano con la miseria, en el que una Italia se muestra aún desgarrada por el trauma de la II Guerra Mundial, pero que no se desprende del atavismo con una sociedad en la que la influencia del catolicismo sigue siendo hegemónica, y en la que aparece ese poso por la fantasía, por lo onírico, como válvula de escape, que Fellini iría situando en un progresivo lugar hegemónico en el posterior devenir de su obra.
Entronizada cuando se estrenó –Oscar a la mejor película extranjera, León de Plata en el Festival de Venecia-, recibida en su momento con calidez en nuestro país debido a su fachada externa ligada a la presencia religiosa –algo que también sucedió en el primer cine de Bergman-, lo cierto es que con el paso del tiempo su égida quedó diluida y su prestigio quedó en entredicho. Para los amantes del posterior Fellini, más radical en la plasmación de una personalidad muy singular, y para los que nunca han tenido en gran aprecio a su figura, LA STRADA apareció como un título blando y sensiblero, como si se expresara a través de sus imágenes una huída de la realidad, que en aquellos años estaba planteando la derivación del neorrealismo italiano. Enorme error de percepción, en la medida que cada obra fílmica se ha de defender o censurar en función del aporte de sus imágenes. Y en ese sentido, nos encontramos con una propuesta que deviene de una enorme delicadeza en sus formas, en su entramado dramático, en la propia configuración de su insólito personaje protagonista. Pero al mismo tiempo, a través de sus ojos se percibe esa realidad en la que la miseria, en la que el lastre de un pasado, en la que ese tímido progreso desea cernirse sobre una sociedad que parece enquistada con su historia más o menos cercana, y que pretende huir de su miseria sublimando su frustración a través de la religiosidad o de la magia que le proporcionan fiestas y celebraciones, entre las cuales el mundo del circo emerge como el nexo de unión entre ese inmenso fresco social que describen en segundo término las poderosas imágenes del film de Fellini, y los protagonistas del relato.
Ese contraste entre el segundo término que imprimen sus imágenes –ayudadas por el pregnante tono de su fotografía en blanco y negro, obra de Otello Martelli y el no acreditado Carlo Carlini-, se ofrece como constante telón de fondo para lo que en realidad supone una insólita road movie, una ficción que se desarrolla a lo largo de una Italia que, casi de una secuencia a otra, abandona lo rural, para internarse en ese marco urbano de una Roma desoladora, dominada por impersonales edificaciones de nueva creación, construido en torno a calles asfaltadas que ya parecen viejas, y en la que se percibe la ausencia de humanidad. La capacidad descriptiva mostrada por Fellini es tan admirable como la cualidad que esgrime para saber expresar el marco coral e insertar en el mismo sus personajes sin provocar distorsión. Una ejemplar construcción dramática, que alcanza episodios tan memorables como el que muestra la primera huída de Gelsomina del amparo del hosco Zampanò. Su recorrido solitario por el campo se verá inesperadamente interrumpido por la presencia de tres músicos. Será el hermoso anuncio de la fiesta en la vieja ciudad, mostrando con una fuerza irresistible, casi provocando un sentimiento de irrealidad, esa procesión en la que sus habitantes vuelcan sus miserias y anhelos, e iniciando una fiesta que tendrá un nuevo episodio con la espectacular actuación como equilibrista del tercer vértice del triangulo dramático mostrado en su ficción. Se trata del provocador Il Matto (Richard Basehart), un hombre sensible y al mismo tiempo rebelde al momento que le ha tocado vivir. Será esta la primera ocasión en la que la entristecida protagonista compruebe que es apreciada e incluso deseada por otras personas, que aprecian en ella esa sensibilidad que Zampanò nunca le ha puesto de manifiesto. Será avisada por parte de los componentes de ese lúgubre circo en el que este ha sido expulsado por su comportamiento, para que prosiga la andadura uniéndose a ellos. Será un ofrecimiento que rechazará, como de alguna manera dejará perder la oportunidad de ligarse con Il Matto, que no dejará de fascinarle por su extraña lucidez, pero que en último término comprenderá que ella sigue sintiendo por su compañero un sentimiento de amor y lealtad, que este en el fondo nunca ha sabido sentir y apreciar.
LA STRADA es un bello poema visual, un recorrido por diversos recovecos de esa Italia que se enfrentaba con su propio ayer, mostrándolo bajo la personalísima visión de un cineasta capaz de episodios de una sinceridad casi dolorosa, como el encuentro nocturno entre Gelsomina y el personaje encarnado por Richard Basehart, en donde este le brinda su visión sobre el sentido de la existencia, las secuencias del enfrentamiento de Zampanò con este, resuelta con una insólita pelea que acabará inesperadamente con la muerte del equilibrista –un instante antes comprobará que el forzudo le ha roto el reloj-, las escenas que se muestran en un convento donde Gelsomina y Zampanò –otra ocasión en la que nuestra protagonista dejará de lado la oportunidad de introducir un nuevo sentido a su peregrinaje existencial-, o las estremecedoras secuencias desarrolladas bajo la nieve, en medio de unas viejas ruinas, donde este último decidirá abandonar a la que ha sido su fiel compañera. Serán unos instantes conmovedores, pura poesía cinematográfica, que aún nos espera a unos minutos finales estremecedores. Una de las más admirables elipsis que jamás he contemplado nos traslada a varios años después. En un circo situado junto al mar actúa un Zampanò ya más envejecido. Tras su eterna representación de fuerza, escuchará casi de manera furtiva el sonido de la melodía que Gelsomina aprendió a tocar con la trompeta –un inolvidable tema musical que ya ha pasado a la historia del cine-. Lo tararea una joven que se encuentra en un pequeño huerto tendiendo la ropa, mientras las sábanas se balancean cadenciosas por la fuerza del viento. Esta recordará a una mujer que murió de melancolía sin revelar su identidad, llegando a ser enterrada de forma anónima. La noticia revertirá como un mazazo para un hombre abatido –excepcional instante interpretativo de Quinn-, quien solo entonces comprenderá lo que esa mujer tan simple y revestida de inocencia, supuso para su vida. Y si junto al mar comienzan sus imágenes, junto al mar culmina esta bella, dura y sensible LA STRADA, por medio de ese doloroso travelling de retroceso que despedirá a un desolado Zampanò, comprendiendo sin solución posible que al saber que Gelsomina ha desaparecido, en realidad el sentido de su vida se ha diluido como esas olas que le rodean.
El film de Fellini no se puede entender ni aprehender, sin paladear la hermosa, bellísima, aportación brindada por Nino Rota, uno de los grandes aliados del realizador, hasta el punto de no saber donde empieza la labor del director y la del músico, sabiendo el segundo realzar o envolver aquellos momentos donde la intensidad melodramática alcanza su cenit, o bien aquellos otros caracterizados por la melancolía o una cierta aura intimista. Y a ello cabe unir la aportación de su trío protagonista, en la que a la hondura de la labor de Anthony Quinn, se une la extraña ambivalencia que brinda la interpretación de ese excelente y singular actor que siempre fue Richard Basehart. Los dos mostrarán su apoyo a la estremecedora labor que Giulietta Masina ofrece de su inolvidable rol protagonista. Se suele decir –y hay justificación en ello- que en su personaje se detectan ecos de esa poesía chaplianiana. Sin embargo, personalmente opondría a ello una mayor semejanza ocasional con el sentido de la pantomima gestual expresado por Stan Laurel y, de modo muy especial, la enorme semejanza que la configuración de su personaje brindada con el universo cómico del olvidado Harry Langdon. Sin duda, LA STRADA emerge como una de las primeras grandes muestras de la obra felliniana.
Calificación: 4
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