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CINEMA DE PERRA GORDA

ROMA (1972, Federico Fellini) Roma

ROMA (1972, Federico Fellini) Roma

El equipo de filmación que ronda buena parte de ROMA (1972, Federico Fellini), participará del encuentro de un colmillo de elefante que ha aparecido en las excavaciones del metro de la ciudad. Acompañado por el responsable del mismo, muy pronto adquirirán conciencia de la casi imposibilidad de realizar la prolongación de sus líneas. El peso de un pasado tan denso como el de la capital italiana se erige como una densa maraña; en esta ocasión casi como un inexorable bagaje que quizá impida su desarrollo de progreso. Las explicaciones del responsable se ven acompañados por la evidencia de unas imágenes que adquieren tintes casi kafkianos. La puesta en escena felliniana nos describe travellings laterales y movimientos de grúa reveladores de la extraordinaria imaginación de su artífice, mostrando la repentina aparición de criptas y elementos históricos que, casi de forma consustancial, han ido ralentizando la consecución de las líneas del ferrocarril subterráneo. De repente, algo anuncia la presencia de una oquedad en la pared. Por medio de una perforadora se traspasa el muro que permanecía erguido durante siglos, protegiendo toda una serie de pinturas, estancias y esculturas que se conservan en excelente estado, como si para ellas se hubiera detenido el tiempo. Obras majestuosas de arte se ofrecen ante la mirada maravillada de los inesperados espectadores, entre los que se encuentran los miembros del equipo de filmación. Rostros pétreos que se muestran por encima de las tranquilas aguas que discurren en su interior. Colores vivos de unas pinturas que parecen mirar a los recién llegados como privilegiados testigos de un tiempo ya fenecido, pero que sigue presente e inalterable en las entrañas de la ciudad eterna. De repente, la presencia del aire externo deteriorará hasta hacer desaparecer unas muestras de arte que quedarán como un sueño repentino, fugaz, y finalmente, aterrador, para esos testigos privilegiados de esa maravilla que han podido retener –siquiera sea por unos instantes- al ayer. La mera existencia de este fragmento –bajo mi punto de vista uno de los más hermosos del cine de Fellini, y del conjunto del cine filmado en el cine de los setenta-, serviría para elevar el conjunto de una película tan personal, tan hermosa y al mismo tiempo tan inconstante como es ROMA. Una obra que más que existir en ese cúmulo de recuerdos, obsesiones y referencias para el director de Rímini, puede decirse que preludiaba buena parte del cine posterior de su artífice. En esa amalgama se aúnan recuerdos –que adelantan buena parte del que sería el gran éxito comercial de Fellini –AMARCORD (Mis recuerdos, 1973)-, y preludian también ese grado de pesimismo que, poco a poco, se irá adueñando de su obra. En esta ocasión todo vendrá dado en una estructura discontinua que entremezcla recuerdos con fabulaciones en presente. Pero en todas ellas se deja entrever el peso de un pasado, la descomposición de una sociedad y las posibilidades expresivas de un realizador para el que la imaginación visual parece que no tenía casi límites, sabía expresarla con pertinencia y, sobre todo, gozaba igualmente de los medios de producción necesarios para poder plasmarlas debidamente.

 

Con la impagable anuencia del operador Giuseppe Rotunno y la complicidad musical de Nino Rota, Fellini logra un auténtico ballet en el que pasado y presente de dan de la mano de manera casi imposible, en el que un sentimiento fantasmagórico parece impregnar las calles, las paredes y las estancias de una ciudad que ha sido eje de civilizaciones, de dictaduras y democracias y, sobre todo, de un carácter, de un temperamento, y de una manera de entender la existencia. Es por ello que resulta pertinente la breve declaración de Gore Vidal, revelando las razones por las que –en el momento de realización de la película- se definía como residente en la capital italiana. Esa sensación de residir en una avanzadilla del principio del fin de la civilización, es un pavoroso enunciado que las imágenes de la película demuestran en todo momento, y que hablan de decadencia, de decrepitud, de caos y de imposibilidad de proseguir en un camino errático. Esa sensación de una colisión, no por cotidiana menos palpable, otorgan a las secuencias de esta obra felliniana, cerca de cuatro décadas después de su realización, un rasgo casi de visionario, que en el fondo no es más que la prolongación de la visión que ya expresaba la lejana LA DOLCE VITA (1960) –que sigue siendo mi título preferido de cuantos he venido contemplando en su filmografía-.

 

Personalmente, prefiero en ROMA los episodios que se desarrollan “en presente”, que aquellos que describen anécdotas y situaciones del pasado –ejemplificadas en torno a la personificación de la figura del joven realizador (Peter Gonzales)-. Es más, todo el fragmento que se desarrolla en una calle romana incluso no me interesa en exceso –por más que constituya un referente para el ya señalado éxito popular posterior de AMARCORD-. Sin embargo, en la lógica interna de la aparente anarquía de la película se establece un sentido de la progresión admirable, una combinación extraordinaria de fragmentos, como si fueran spots de diferente duración, dominados por la capacidad creativa de su artífice. Y poco a poco, siempre en línea ascendente, la película logra ir elevando su casi hipnótica capacidad de fascinación. Se trata de una sensación que propician episodios tan aterradores en su propia cotidianeidad, como el que se desarrollará con el ya mencionado equipo de filmación, comprobando en carne propia el caos que puede registrar la autopista de entrada a la capital italiana. O lo hará el que supone el fragmento más recordado de la película; el desfile de última moda eclesiástica, quizá más evocado por el alcance de su dirección artística que por la delicadeza que muestra esa auténtica sinfonía de la decadencia –los sollozos y comentarios de la vieja noble anfitriona, constatando la imposibilidad de retener un pasado para ella glorioso-, o la musicalidad de su puesta en escena, finalmente coronada por la aparición –entre grotesca y realmente impactante-, de una vieja y apergaminada personalidad eclesial.

 

La breve pero maravillosa presencia de una Anna Magnani ya muy cerca de su muerte –un presagio más de la irremisible decadencia que presiden los fotogramas de ROMA-, y unas magníficas secuencias nocturnas de un grupo de motoristas por varios de los más significativos –y avejentados- monumentos de la ciudad, culminan una de las películas menos consideradas pero al mismo tiempo más libres de su autor. Una propuesta que –personalmente- fue impregnándome de manera mágica, y que no dudo en considerar entre los mejores títulos de su filmografía –la ubicaría junto a la mencionada LA DOLCE VITA y la posterior 81/2 (Fellini, ocho y medio, 1963)- que he podido contemplar. Iconoclasta, sorprendente, sincera y llena de arrojo, es difícil negar que con ROMA nos encontramos ante uno de los títulos más fascinantes, al tiempo que más personales del cine de los setenta. No puedo considerarme un experto en la filmografía felliniana –lo que en mi caso tampoco resulta un inconveniente para poder degustarla con placer-. Sin embargo, las imágenes del título que nos ocupa, prolongan ese sendero de experimentación que el italiano llevaría a cabo en el último tramo de su filmografía.

 

Calificación: 4

1 comentario

Eugenio Murcia -

A mi Fellini casi nunca me defrauda. No conozco toda su filmografía, pero quizá el único film que me parece insatisfactorio sea "Satirycon". En cambio, me parecen magistrales todos los demás que he visto: "I vitelloni", "La strada", "Le notti di Cabiria", "Il bidone", "La dolce vita", "Otto e mezzo", "Giulietta degli spiriti", "Toby Dammit","Roma","Amarcord", "Prova d´orchestra" y "La voce della luna". En definitiva, considero que Fellini es, junto a Bergman y Dreyer, el mejor director europeo.