JANE EYRE (1996, Franco Zeffirelli) Jane Eyre
Es probable que ‘Jane Eyre’, la novela escrita por Charlotte Bronté y publicada en 1847, sea uno de los textos de su tiempo que mayor fortuna en sus trasposiciones cinematográfica. Personalmente, no dudo en evocar la magnífica versión dirigida en 1943 para la RKO por un inspirado Robert Stevenson -bajo el título español de ‘Alma rebelde’- con Joan Fontaine y Orson Welles encarnando la pareja protagonista. Pero es que guardo un no menos estupendo recuerdo de la versión rodada para TV por Delbert Mann en 1970, aunque estrenada en pantalla grande en diversos países europeos, entre ellos España, con una dupla formada por Susannah York y -especialmente- un memorable George C. Scott. Han sido otras varias las adaptaciones cinematográficas y televisivas de una base dramática llena de posibilidades, máxime cuando la renovada consideración del papel activo de la mujer encaja muy bien con el rasgo feminista que la Bronté proporcionó a su personaje protagonista.
Dicho todo ello, el que, mediada la década de los noventa fuera proyectada una nueva adaptación al realizador florentino Franco Zeffirelli, podía proceder como figura adecuada para dar vida a una revisitación sobre esta novela, pero al mismo tiempo no dejaba de suponer un elemento de riesgo. Injustamente relegado de cualquier consideración a partir de su manifestación de manifestaciones reaccionarias, no es menos cierto que tras un cierto bache creativo Zeffirelli firmó en la década de los noventa una serie de atractivas películas destacadas en su depuración narrativa, su capacidad para potenciar los elementos de ambientación y su extraordinaria capacidad como director de actores.
Punto por punto, todo ello se cumple en la magnífica versión que firmara Zeffirelli. Esta JANE EYRE (Jane Eyre, 1996), que se convertiría en su antepenúltima película y en la que honestamente se implicó hasta la empuñadura. Para un espectador poco avezado, a primera vista se puede hablar de una pulcra adaptación de una novela provista de tantas posibilidades. Sin embargo, a poco que se haya tomado previamente contacto con algunos de sus títulos, se vislumbra con facilidad una puesta en escena de corte naturalista, afilando por tanto los contornos de la querencia por lo gótico que desprendía tanto la novela que le servía de base, como buena parte de las adaptaciones cinematográficas que le han precedido.
Por el contrario, Zeffirelli apuesta por la intensidad. Por la importancia reivindicativa del rol de Jane (magnífica Charlotte Gainsbourgh). Por la capacidad que alberga de denuncia del clasismo inglés, presente ya en esos primeros minutos que describen el mal trato de una niña Jane -encarnada por Anne Paquin- en el colegio a donde se le confina, a partir del rechazo recibido por parte de su tía, que siempre ha visto en ella su origen bastardo. Todo ello configurará una personalidad analítica y alejada de las emociones, que la cámara recreará con una enorme fisicidad ayudado de un magnífico y creíble diseño de producción, y la excelencia de la fotografía del veterano David Watkin. Será el marco, el contexto físico y narrativo sobre el que discurrirá una película de extrema sensualidad. En la que el espectador casi se encuentra a punto de empatizar con sus personajes. Que se siente cerca de ellos, por más que el argumental sea conocido por todos y se encuentre focalizado siglo y medio atrás.
Ni que decir tiene que Zeffirelli pone toda la carne en el asador en una puesta en escena elegante y feérica. Utilizando con innegable acierto la belleza de sus parajes exteriores, al tiempo que dotando de una especial vivacidad aquellas secuencias centradas en el interior de la mansión de los Rochester, en donde no se evitará la descripción de aquellos rincones y salas, en los que su abandono dejará paso a una cierta aura fantasmal.
JANE EYRE gozará, asimismo, de bellas soluciones visuales -resulta especialmente brillante esa elipsis que trasladará en un instante de la Jane niña a la ya crecida adolescente, dispuesta a abandonar el rígido colegio en donde ha estado residiendo, descrita delante de la tumba de la que fuera su amiga de infancia en el mismo-. En cualquier caso, lo que otorga su verdadera singularidad a la película. Lo que le permite adquirir personalidad propia, y hacia donde se dirigen los principales esfuerzos de su realizador, es en el logro de una de las más extraordinarias direcciones de actores del cine de su tiempo. En todo momento Zeffirelli apuesta de manera directa en la importancia de sus intérpretes, a los que sirve con elegancia una planificación limpia y sin interferencias, dejando que ellos con la intensidad de sus miradas, su dicción o su lenguaje corporal, nos permita a los espectadores en todo momento, precisar casi hasta los latidos del corazón de sus protagonistas. Lo veremos en la inesperada secuencia del primer encuentro de Jane y Rochester, con el pequeño accidente del segundo cayéndose de su caballo en pleno campo. En el progresivo acercamiento de estos, mucho más cerrado en el caso del señor. En la creciente simpatía de la hija apócrifa de Rochester con la nueva institutriz. En la mirada siempre compasiva del ama de llaves -la Sra. Fairfax (maravillosa Joan Plowright)-. En la humillación a la que la pretendida Blanche implicará hacia Jane, cuando la primera aparece como pretendiente femenina del señor de la casa, en realidad para dar buena cuenta de su fortuna.
Todo en JANE EYRE está admirablemente conducido por ese protagonismo sincero y honesto de un juego interpretativo admirable, con el que el espectador empatizará de manera directa. Secuencias como aquella en la que Jane y Rochester declaran su amor y deciden casarse, dan la medida de extraordinaria interpretación de sus actores. En especial de un William Hurt en estado de gracia, quien ofrecerá en esta película uno de los mejores trabajos de su carrera. Esa importancia, esa autenticidad de sus personajes a través de la entrega de sus intérpretes, se verá extendida en personajes de menor entidad como el apenas simulado odio que la tía de Jane manifestará en los pocos instantes que, a lo largo del tiempo, mantendrá con su sobrina. O la expresión de desolación que expresará la Sra. Fairfax, cuando encontrándose su señor a punto de contraer matrimonio con Jane aparezcan en el templo las acusaciones de bigamia. Son elementos todos ellos que no solo justifican la existencia de esta película, sino que, por encima de todo, le otorgan su debida validez e incluso importancia, dentro de las numerosas adaptaciones que la gran pantalla ha recreado de este universo literario de tantas posibilidades cinematográficas.
Calificación: 3’5