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CINEMA DE PERRA GORDA

Fred Zinnemann

TERESA (1951, Fred Zinnemann) Teresa

TERESA (1951, Fred Zinnemann) Teresa

El caso de Fred Zinnemann, como en otra vertiente el de George Stevens, o William Wyler -cada uno en su medida-, es extraordinariamente sorprendente. Y lo es, por los enormes vaivenes albergados en la valoración de una obra, en su momento colmada como epítome del cine de ‘calidad’, y progresivamente inclinada hacia determinados ‘grandes temas’, acompañando dicha tendencia, en medio de producciones de alto presupuesto, dominadas por cierta morosidad narrativa y, eso sí, por lo general, reiteradamente galardonadas. Unos reconocimientos que, en buena parte, el paso del tiempo ha ido oscureciendo, pero de forma paralela, ha permitido el redescubrimiento de otros títulos de su obra, generalmente enclavados en sus primeros años como realizador, que se mantienen con enorme vigencia y que, de alguna manera, inducen a pensar el hipotético posterior desarrollo de su cine, si este no se hubiera descendido por las aguas de la producción de ‘qualité’. Me refiero con ello, de manera muy especial, al profundo análisis del florecimiento del nazismo, que proponía THE SEVENTH CROSS (1944), y al denso thriller ACT OF VIOLENCE (1949) -ambas, por cierto, carentes de estreno comercial en nuestro país-.

Pues bien, muy poco tiempo después de este último título, Zinnemann se imbricó en una serie de apreciables relatos que alternaban aciertos y limitaciones, siempre intentando buscar una mirada que alternara el elemento crítico y la visión humanística, de elementos de actualidad en la sociedad americana de aquel tiempo. Fue una corriente que se inició con THE SEARCH (Los ángeles perdidos, 1949), se prolongaría en THE MEN (Hombres, 1950), y tendría una exitosa conclusión con TERESA (Idem, 1951). Fue un drama que cosechó en su momento un gran éxito, pero lo cierto es que el paso del tiempo la ha mantenido oculta durante décadas, hasta el punto de ser citada casi de pasada, casi subrayando el detalle anecdótico de la incorporación de la italiana Pier Angeli a Hollywood -sí, la supuesta novia desdeñosa de James Dean-. Esa intuida tendencia a la supuesta cursilería, proclive con el estudio anfitrión de la película -la Metro Goldwyn Mayer-, y la presencia como coprotagonista del pétreo John Erickson, de efímera andadura artística, hasta fagocitarse en una olvidable andadura televisiva, he de reconocer que las expectativas que me podía brindar la película, eran escasamente halagüeñas. Sin embargo, contra todo pronóstico, me he encontrado con una película que no solo mantiene vigente su interés, imbricando con acierto ciertas subtramas de denuncia de la vida norteamericana de aquel tiempo, con un melodrama de tintes sombríos, hasta el punto de erigirse, bajo mi punto de vista, como uno de los títulos más interesantes de la obra de su director. En pocas palabras, TERESA brinda una curiosa combinación, a mucha menor escala, entre el King Vidor de THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928), la mirada sombrío y crítica del excelente y olvidado Edward Dmytryk de TILL THE END OF TIME (Hasta el fin del tiempo, 1947), con la visión sangrante del universo familiar, que plasmaba la admirable, vilipendiada, e inmediatamente posterior MY SON JOHN (Mi hijo John, 1952), la gran película maldita de Leo McCarey.

Un primer plano de una empleada de la oficina de empleo, pronto dará paso a un plano de grúa, que nos describe tanto la inmensidad de la misma, lo frecuentado de la misma, y la frialdad de su trato. Será la manera en la que se nos presentará al joven Philip Cass (Erickson), un joven atractivo de apariencia perdida, que pronto huirá de dicha oficina, aquejado de algún conflicto emocional. Lo veremos intentando desahogarse con un psiquiatra, encarnado por Rod Steiger, de cuya consulta se marchará sobrepasado. El regreso a su casa, una vieja vivienda de un edificio de apartamentos, no será más que la ratificación de la asfixia emocional que le brinda el desapego con su padre –(Richard Bishop)-, al tiempo que vislumbrar la personalidad absorbente de la madre -Clara (Patricia Collinge)-. Hastiado de ese entorno, se tumbará en su cama, retrocediendo su mente a su pasado en los últimos pormenores de la II Guerra Mundial, en la Italia de 1944, llamando al sargento Dobbs (Ralph Meeker), y trasladándose la acción a dicho contexto en un flashback que se extenderá a buena parte del metraje. El mismo, combinará en su desarrollo la timidez y la inadecuación de este universitario, en el seno de la crueldad de la lucha bélica, con el incipiente e inesperado romance con Teresa (Angeli), una muchacha, procedente de una modesta familia de la Italia rural. Un romance que se iniciará prácticamente en un día, y que se mantendrá tiempo después, mientras Philip resulta ingresado en un hospital por un ataque de ansiedad, debido al horror que le ha producido una emboscada a los nazis. Tras recuperar la normalidad, se enterará de la muerte del sargento, pero no podrá evitar reencontrarse con la muchacha, lo que confluirá en una rápida boda en el pueblo. Pese a la breve felicidad de su modesta luna de miel, con permiso en Roma, pronto se impondrá la realidad del retorno de Philip a Nueva York, dejando a su esposa en Italia, a la espera de que se arreglen los trámites, para que esta pueda viajar hasta USA, y reiniciar su vida con él. Será el primer aviso, pronto conformado por el miedo que el muchacho albergará, al omitir a su familia -sobre todo a su posesiva madre-, la boda contraída. De manera inesperada y traumática, Clara se enterará finalmente de  dichas nupcias -descubrirá mientras quita el polvo del armario, la foto de la misma, que su hijo ha ocultado- y, pese a estos negros augurios, Teresa llegará a la gran urbe, siendo recibida junto a otras parejas que esperan reunirse en el puerto de New York.

Pese a la apariencia de un cordial recibimiento, muy pronto surgirán las reticencias de la madre, a perder el dominio posesivo de su hijo, e incapaz de asumir que este ha decidido su futuro, a lo que contribuirá la personalidad inmadura y taciturna del muchacho, o la incapacidad de una sociedad como la norteamericana de aquel tiempo, para proporcionar una especial comprensión a estos voluntarios, que retornaron traumatizados de la experiencia bélica, y no han logrado acomodo en esa colectividad, para la que, de manera indirecta, ejercen como molestos corpúsculos. Ello irá ennegreciéndose en un espiral destructiva, en la que se insertará el embarazo de esta joven cada vez más desdichada que, harta de no encontrar la receptividad en su marido, decidirá abandonarlo.

Lo señalaba anteriormente, TERESA aparece como fruto de diferentes corrientes y ámbitos insertos ya en el cine de su tiempo. Sin embargo, ello nos permite reconocer en la plasmación fílmica de la historia de Alfred Hayes y Stuart Stern, una sinceridad, incluso en sus mejores momentos una dureza y, al mismo tiempo, un notable grado de acierto, al insertar este elemento de crítica, en diferentes aspectos, con las pinceladas románticas que envuelven los momentos más vitalistas e íntimos del relato. Nos encontramos, por tanto, con una película, de precisa estructuración dramática, carente de baches de ritmo. Carente al mismo tiempo de cualquier tendencia el convencionalismo, provista de una magnífica dirección de actores -Pier Angeli aparece revestida de manera etérea, y Erickson está muy bien utilizado por Zinnemann, que logra revertir sus carencias dramáticas, para con ello completar los perfiles de ese joven desorientado e incluso inmaduro-.

Nos encontramos, por tanto con una película que sabe discurrir sin subrayados -tan solo, objetar, en ocasiones, el molesto fondo sonoro de Louis Applebaum- y, sobre todo, que alcanza un conjunto equilibrado, al compaginar esa mirada en torno al horror a la guerra -no solo es magnífico el pánico que, con enorme sencillez, asume el joven soldado, antes del contrataque a los nazis, o el previo diálogo entre Philip cuando, caminando, le dice a Dobbs “tengo frío”, mientras el sargento se sincera a él, respondiéndole “tengo miedo”, o la frialdad con la que el joven soldado escucha cuando acaba de recuperarse en el hospital, que Dobbs ha muerto en la cama-. Pero ello irá acompañado con la sobriedad y la delicadeza con la que se describirá el rápido enamoramiento de la pareja en el viejo pueblo -el primer en rato que conversan, subido encima de un tanque abandonado, y ante la presencia del hermano más pequeño de la muchacha; la manera con la que se describe la evolución en el trato hacia el americano, del hermano manco de Teresa, la fuerza que revela el retorno de Philip entre la nocturnidad de la lluvia o, por supuesto, el conmovedor y, al mismo tiempo, austero episodio, de la boda de ambos, en una iglesia totalmente en ruinas y sin techos, tal vez, describiendo los mejores pasajes del conjunto-.

Zinnemann acierta al ir al grano. A despojar del relato los elementos que incidan en el subrayado, dejando el mismo, por tanto, provisto de una notable efectividad, y en donde en muchas ocasiones parece que nada falta ni sobra. El traslado en barco de Philip será consumido por la elipsis, mientras que un alcance más progresivo, irá adueñándose del mundo del ex soldado, agobiado por su absorbente madre, al tiempo que rompiendo la distancia que sigue manteniendo con su padre. Dicho desasosiego albergará un intermedio con la llegada de Teresa -la antes señalada secuencia de la llegada de las esposas italianas, pese a sus convenciones, no deja de mostrar un elemento que sucedió en realidad, y que por lo general apenas ha tenido presencia en la pantalla-. Esa creciente infelicidad de su esposa, y la progresiva frustración de Philip, incapaz de encontrar un empleo, o incluso de ejercer como vendedor de ollas, irá creando una espesa tela de araña, que estallará con la separación de la pareja, en medio de la inmensidad de la noche urbana.

La asfixiante atmósfera, casi obligará a la película a volver al momento en que empezó, decidiéndose el protagonista a abandonar la casa de su familia, al obtener un trabajo. Será el momento en el que el padre imponga su punto de vista, defendiendo la decisión del muchacho. Pronto estará el reencuentro de la pareja. Un pequeño espacio de luz, en el que, al menos, y pese a las penurias que describe este frio apartamento que han alquilado, y del que se alejará una grúa en un plano general que cerrará la función, aportará cierto grado de esperanza en el futuro.

Austera, capaz de ir a lo esencial, eliminando convenciones frecuentes en este tipo de cine, realzada por la admirable fotografía en blanco y negro de William J. Miller -especialmente desatacada en los nocturnos y secuencias urbanas-, lo cierto es que, desde su nivel, TERESA me parece una pequeña gran película. Una inesperada gema, a la que el hecho de encontrarse olvidada y casi invisible, durante tantos años, hace que mi entusiasmo, sea más activo.

Calificación: 3

THE MEMBER OF THE WEDDING (1952, Fred Zinnemann) [Frankie y la boda]

THE MEMBER OF THE WEDDING (1952, Fred Zinnemann) [Frankie y la boda]

Realizada entre dos producciones “de prestigio” –tras HIGH NOON (Solo ante el peligro, 1952), y antes de FROM HERE TO ETERNITY (De aquí a la eternidad, 1953)- en la filmografía de Fred Zinnemann, THE MEMBER OF THE WEDDING (1952) aparece en nuestros días como un film pequeño, semidesconocido y con cierto culto a sus espaldas. Cierto es que dicha característica puede verse favorecida por el hecho de ofrecerse como una crónica intimista del tránsito de la infancia a la madurez de una muchacha –Frankie Addams (Julie Harris)- de apenas doce años de edad, que exterioriza de manera constante el conflictivo estado intermedio existencial vivido por esta joven de extraña sensibilidad y poco cuidado aspecto exterior. Lo hará en un corto espacio de tiempo, el que se inicia con la víspera de la boda de su hermano mayor –Jarvis (Arthur Franz)-, soldado combatiente de la fuerza aliada en la II Guerra Mundial, de permiso unos pocos días. Los suficientes para contraer nupcias con Janice (Nancy Gates), no sin antes provocar una extraña sensación en Frankie, mezcla de celos y fascinación. Esta reside en un ambiente sureño, en una vieja casa junto a su padre viudo, siendo atendida en todo momento por la veterana sirvienta negra Berenice (Ethel Waters), y teniendo casi como fiel acompañante al pequeño y siempre impertinente John Henry (Brandon De Wilde). Con estos sencillos mimbres, Zinnemann acometió esta adaptación de una novela de Carson McCullers que fue trasladada como obra teatral por el propio escritor, y llevada con éxito a los escenarios de Broadway.

En su traslación a la pantalla, se aprecia casi desde el primer momento la marca humanista aplicada por el productor Stanley Kramer, en propuestas que intentaban ofrecer una mirada más o menos cercana a la intrahistoria estadounidense, en títulos que podrían definirse como una prolongación del Americana, aunque en líneas generales caracterizados por un cierto grado de blandura. Es algo que podría extenderse a esta película, por más que tenga sus adeptos, en la que Zinnemann no hace más que plegarse a las convenciones de una obra teatral que, en sí misma, tampoco aporta más que una serie de estereotipos, en una historia que destaca por mostrarnos un ámbito y un contexto que antes y después sería mostrado en la pantalla con mayor presteza, rigor o emotividad. Pese a esa corriente que tiene en tan gran estima sus imágenes, lo cierto es que su discurrir –pese a una duración no muy dilatada-, deviene premioso, en una película que pese a contar con un magnífico y creíble diseño de producción, ayudado por la magnífica fotografía en blanco y negro de Hal Mohr –que casi nos hace respirar aquellos densos parajes rurales sureños- y el aporte del fondo sonoro de Alex North, en realidad son elementos que se sumaron a esta clara apuesta de qualité a la americana. En ella, un director como Zinnemann decidió de manera clara la traslación casi literal del original escénico, hasta el punto de prolongar dicho referente merced a la inclusión de largos planos e incluso angulaciones de cámara que incidieran en el seguimiento el discurrir de los actores, en un drama en el fondo bastante liviano, destinado al lucimiento de los intérpretes, en ocasiones sin encontrar debajo de dicha circunstancia, una justificación dramática.

Hasta cierto punto es comprensible que un relato así prendiera en un determinado público norteamericano. Nos encontramos con un drama que habla de la llegada de la edad adulta, de la fugacidad del tiempo, de temas como el racismo, el inconformismo vital, o la incomprensión de padres a hijos. Sin embargo, es tan predecible lo que se contempla en el film de Zinnemann, que incluso aparece poco creíble dramáticamente la escasa relación entre padre e hija, los estallidos emocionales de Frankie, las siempre impertinentes intervenciones de John Henry –dispuestas en la conclusión de cada secuencia-, o las convenciones de “negra amantísima de buen corazón” que encarna Ethel Waters. Resulta todo tan previsible, tan dirigido a un público medio estadounidense. Aparecen tan inverosímiles los repentinos estallidos emocionales de la Harris –por más que su performance resulte notable y algunos de sus primeros planos aparezcan casi abrasadores-, que en pocos momentos se tiene la sensación de asistir a una película que pueda engrosar la nómina de grandes exponentes de dicho subgénero. Y es que, preciso es reconocerlo, son escasos los instantes en los que THE MEMBER OF THE WEDDING prende como tal producto cinematográfico, despegándose de las convenciones escénicas que asume sin pudor –y que de entrada no debería suponer ninguna rémora para dejar de reconocer sus valores dramáticos-. Es en sus minutos finales, cuando el film de Zinnemann adquiere una temperatura emocional de la que carece el conjunto del metraje. Lo hará a partir de su instante más memorable, esa grúa ascendente que describirá de manera tan clara y triste la inesperada desaparición de John Henry. Será el preludio a esa despedida entre Frankie y Berenice, puesto que la joven se dispone a mudarse de vivienda junto a su padre, en la que contarán con la ayuda de su cuñada. El tiempo pasa, los recuerdos del muchacho que ha desaparecido meses atrás ya se borran en la mente de una niña ya convertida de joven, mientras que la criada asumirá en su semblante un aura de melancolía. Hermosa conclusión para un relato en voz callada que no apura casi nunca sus posibilidades, que está lejos de erigirse a la altura de títulos como el previo STARS IN MY CROWN (1950, Jacques Tourneur) o el posterior TO KILL A MOCKINGBIRD (Matar un ruiseñor, 1962. Robetr Mulligan) o, incluso, la británica WHISTLE DOWN THE WIND (Cuando el viento silba, 1961. Bryan Forbes)

Calificación: 2

EYES IN THE NIGHT (1942, Fred Zinnemann)

EYES IN THE NIGHT (1942, Fred Zinnemann)

Aunque nunca me he situado entre los admiradores –si es que a estas alturas tiene alguno- de la obra de Fred Zinnemann, resulta sorprendente encontrarse ante un título tan gris como el que supuso su segundo largometraje –EYES IN THE NIGHT (1942)- cuando apenas un año después firmó una de sus obras más valiosas –THE SEVENTH CROSS (1944)-. Cabe la posibilidad de que en esos dos años su oficio fuera refinándose, y también que la base dramática que podía ofrecer el –según las referencias- excelente material literario de Anne Seghers, adecuadamente transformado en guión para la pantalla de la mano de Helen Deutsch, supusiera un punto de partida en el que Zinnemann se implicó de forma especial. Sin embargo, y aún reconociendo esta circunstancia, cuestra trabajo asumir que el firmante de títulos más o menos brillantes, estimables o sobrevalorados –táchese lo que no proceda- como THE SEARCH (Los ángeles perdidos, 1948), ACT OF VIOLENCE (1948), THE MEN (Hombres, 1950) o HIGH NOON (Solo ante el peligro, 1952) –confieso mi debilidad por el segundo y cuarto de los citados-, fuera el responsable de una película tan despersonalizada. Quizá como el caso de los primeros trabajos de Jules Dassin –THE CANTERVILLE GHOST (1944)-, las presumibles cualidades del autor de FROM HERE TO ETERNITY (De aquí a la eternidad, 1953), quedaron por completo apagadas al asumir la realización de un encargo impersonal, en el que la poderosa máquina de la Metro Goldwyn Mayer apenas pudiera ser sobrepasada, dentro del cúmulo de convenciones y estereotipos planteados por esta ingenua mezcla de melodrama policíaco con un no menos ingenuo planteamiento antinazi.

EYES IN THE NIGHT se inicia con la exhibición realizada por Duncan Maclain (Edward Arnold), un invidente especializado en las dotes detectivescas, a las que cabe añadir su destreza en la autodefensa, para la cual tendrá un fiel aliado en su perro Friday –uno de los elementos más molestos de la función; el servilismo hacia la destreza del mencionado animal-. Maclain recibirá de manera inesperada la visita de una antigua amante suya –Norma Lawry (Ann Harding)-, casada con un prominente científico –Stephen Lawry (Reginald Denny)- confesandole la difícil situación que mantiene su hijastra –Bárbara (una jovencísima Donna Reed)-, al haberse prendado de un actor teatral de dudosa catadura con el que ella mantuvo en el pasado una relación –Paul Gerente-. Duncan le aconsejará que hable con Gerente para intentar cortar de raíz la situación, pero lo único que logrará –en una de las escasas secuencias que gozan en la película de cierta entidad propia, al proyectar la impostura y personalidad histriónica de este egocéntrico actor, quien discutirá ante Norma en pleno escenario tras uno de los ensayos; subrayando Norma la performance de este con un aplauso- es que su hijastra se enfrente directamente, exteriorizando la latente rivalidad que ha mantenido hasta entonces con ella. La situación adquirirá un inesperado cariz dramático al aparecer Paul asesinado de un golpe en la cabeza. Será el inicio de una espiral de misterio que se trasladará a la mansión de los Lawry, precisamente cuando el cabeza de familia está a punto de probar un descubrimiento de gran trascendencia para la ciencia aeronáutica en la que desarrolla sus investigaciones. La realidad es que su entorno de servidumbre se encuentra por completo dominado por una ofensiva nazi encabezada por Cheli Scott (Katherine Emery), la profesora de interpretación de Barbara, encaminada a hacerse con el poder del contenido de la fórmula que está a punto de ser autentificada por su artífice. La situación se convertirá casi en una pesadilla en una mansión Lawry en apariencia pacífica, acudiendo hasta ella Maclain simulando ser un tío de Norma, y basando el fingido aspecto exterior de su excéntrico comportamiento, como una auténtica impostura de cara a contrarrestar el elemento siniestro que se está desarrollando en la trastienda de una velada llena de tensiones.

Destacada en su vertiente positiva por poseer una escueta duración de apenas setenta y cinco minutos, EYES IN THE NIGHT aparece como una clara serie B dentro de la producción de la Metro de la época. Sin embargo, esta circunstancia no repercute en la posibilidad de que Zinnemann extrajera elementos de interés –más allá de la pertinencia de ciertos movimientos de cámara-, de un planteamiento argumental que en algunos momentos roza lo ridículo, y que incluso en su alternancia de puntos de vista no llega a adquirir la más mínima coherencia –pienso en el contrapunto de la actuación del comando nazi contra los Lawry y el propio detective ciego, mientras el perro Friday realiza sus tareas de rescate-. No existen en la función personajes dotados de la menor consistencia –con especial mención a lo ridículos que aparecen los criados / ladrones nazis-, y tan sólo la función despierta cierto interés al atender algunas de las estratagemas de Maclain; las escaramuzas que mantiene con el encargado de retenerlo al mostrarle trucos con las cartas, la situación que desarrolla con la criada Vera por medio de un mensaje escrito, evitando con ello que los que están escuchando tras la puerta adivine sus intenciones, el instante percutante del asesinato de esta, o el duelo en la plena oscuridad de un sótano, en el que nuestro detective logrará vencer al mayordomo que pretendía asesinarlo. Es muy poco, la verdad, para por el contrario tener que soportar algunas situaciones de humor chusco –situadas al inicio y la conclusión del relato, centradas en la destreza en la defensa del protagonista ciego- y, sobre todo, la ya mencionada y vergonzante definición que muestra este grupo de enviados nazis, que ha ideado un maquiavélico plan para acercarse a la familia Lawry, violentando su cotidianeidad con el único objetivo de apoderarse de la fórmula que persiguen. Todo el episodio del robo, al autentificación de la fórmula, y el intento de tortura de su artífice, resultan casi letales de puro aburrimiento.

Lo cierto y verdad es que además de la mediocridad que manifiesta, uno solo añora viendo el film de Zinnemann, que transcurriera algo más de una década, para que con un planteamiento de tintes más o menos semejantes, Henry Hathaway rodara para la 20th Century Fox una de sus propuestas policíacas más inteligentes. Me refiero en concreto a 23 PACES TO BAKER STREET (A 23 pasos de Baker Street, 1956), en el que sí estaba presente la agudeza y la tensión interna, que se encuentra por completo ausente en esta película primeriza, que en modo alguno hacía presagiar el predicamento que su realizador adquiriría muy pronto en la industria cinematográfica de Hollywood.

Calificación: 1’5

THE MEN (1950, Fred Zinnemann) Hombres

THE MEN (1950, Fred Zinnemann) Hombres

Probablemente, no habrá mejor manera para intentar apreciar las cualidades que, casi seis décadas después de su realización, sigue atesorando THE MEN (Hombres, 1950. Fred Zinnemann), que intentar dejar de lado el elemento que probablemente sirvió como mayor reclamo en el momento de su estreno. Me estoy refiriendo, por supuesto, al pretendido y envejecido alcance humanista de esa visión de los mutilados de contienda, en este caso centrando su mirada a los procedentes de la Guerra de Corea. No hacía falta remontarse demasiado en el tiempo, para recordar referentes indudablemente más valiosos y penetrantes en este sentido, que los ofrecidos por este excesivamente mitificado film de tandem Zinnemann – Kramer – Foreman. En este sentido, las aportaciones que marcaban títulos como THE BEST YEARS OF YOURS LIVES (Los mejores años de nuestra vida, 1946. William Wyler), PRIDE OF THE MARINES (1945, Delmer Daves) o TILL THE END OF TIME (En algún lugar del tiempo, 1946. Edward Dmytryk), indudablemente deja en mantillas el pretendido alcance de esta finalmente pequeña y discreta película, que tuvo la virtud, si se le puede denominar así, de ser realizada en un contexto bélico oportuno, definida dentro del marco de las producciones –y posteriormente, realizaciones- del liberal Stanley Kramer. Un contexto de producción que además definía sus títulos dentro de un marco más o menos cotidiano, apostando por el uso de un blanco y negro de carácter realista, y abordando problemáticas generalmente envueltas en la polémica. Pero una cosa es el sendero que podía guiar a un Otto Preminger cuando a partir de esta década encaminó su cine, dentro de dicho sendero de confrontación –THE MAN WHIT THE GOLDEN ARM (El hombre del brazo de oro, 1955)-, y otra hacerlo de una manera finalmente tan renuente y limitada como la que se plantea en este film de Zinnemann, que quizá haya perdurado en el recuerdo por suponer el debut cinematográfico de Marlon Brando.

 

THE MEN se inicia con unas imágenes simbólicas del frente de contienda. Unos instantes estos planteados con cierta estilización, que vienen definidos por la voz en off del oficial Ken Wilcheck (Brando). A raíz de un disparo recibido en plena espalda, quedará paralizado en sus extremidades inferiores. Consumado deportista, Ken no asumirá durante bastante tiempo su nueva condición de inválido, mostrándose especialmente renuente en el hospital que para soldados de dichas características, se encuentra comandado por el doctor Gene Brock (Everett Sloane). El recinto será un microcosmos en el que todo tipo de parapléjicos de guerra convivirán su dura cotidianeidad, y en el que nuestro protagonista será un paciente de especial dureza. Unas reticencias que intentará vencer su antigua prometida –Elly Wilosek (Teresa Wright)-, a la que este ha intentado evitar denodadamente, pero que se mantendrá firme en su intención de mantener la continuidad de su compromiso. La fuerza manifestada por Elly serán, sin lugar a dudas, un soporte que permitirá a Ken iniciar su lucha por la recuperación, Un sendero en el que quizá albergue demasiadas ilusiones, pero en el que logrará notables progreso que permitirán afrontar la posibilidad de contraer matrimonio con su prometida. Una ceremonia contra la que intentarán luchar infructuosamente los padres de la novia, y que a poco de celebrarse revelará las grietas de una relación compleja y, en apariencia, condenada al fracaso.

 

Si realmente hemos de intentar entresacar los valores –que los tiene, aunque de forma muy intermitente- un título como THE MEN, nos hemos de centrar en la capacidad descriptiva que se ofrece de ese hasta cierto punto siniestro hospital de recuperación, basado en las potenciación de los contrastes de luz y de sombras y en una acusada profundidad de campo, que años después sería retomado por Sam Fuller para su psiquiátrico de SHOCK CORRIDOR (Corredor sin retorno, 1963). En ese contexto, dominado por el pesimismo y la abnegación, la película discurrirá a través de una serie de personajes en los que en muy pocas ocasiones se advertirá un esfuerzo por emerger del estereotipo, no pocos momentos que han envejecido en su afán didáctico –la charla inicial del Dr. Brock- o puramente melodramático –la chirriante secuencia que se desarrolla en el domicilio del ya ratificado matrimonio; el mismo instante en la ceremonia en el que el protagonista intenta desafiar inútilmente su invalidez-. Pero frente a ellos, y oponiéndose a sus notorias insuficiencias, es indudable que restan momentos en los que la película sigue manteniendo su fuerza. Entre ellos, habría que destacar la secuencia de la ceremonia entre los protagonistas, la previa conversación entre Elly y sus padres –francamente reveladora de la hipocresía de una sociedad USA, que inicialmente tanto alentaba a sus jóvenes a acudir a la guerra-, la manera con la que se muestra la muerte del voluntarioso Angel o, por encima de todos los momentos anteriormente citados, el casi conmovedor fragmento en el que Elly se reencuentra con Ken, estableciéndose entre ellos un contacto que resulta casi doloroso. Evidentemente, en ella se encuentra el momento más álgido en la labor del magnífico debut cinematográfico de un jovencísimo Marlon Brando, que sabe combinar el esplendor de su magnetismo, atractivo y fuerte presencia física, con una vulnerabilidad que pocas veces más se darían cita en su andadura cinematográfica. Nunca he sido un especial admirador del talento –indudable- de Brando. Sin embargo, confieso que en esta ocasión se encuentran uno de sus trabajos más admirables. Todo lo contrario, bajo mi punto de vista, del efecto absolutamente negativo que en el film produce el fondo sonoro, estridente, molesto, e incluso disuasorio en la búsqueda dramática del film, propuesto por Dimitri Tiomkin. Sorprende que el artífice de esta lamentable banda sonora sea considerado uno de los más valiosos compositores clásicos de Hollywood.

 

Así pues, entre una mirada voluntariosa y honesta, al tiempo que esquemática y escasamente sutil a nivel cinematográfico, se define esta muestra de un tipo de cine en su momento pretendidamente comprometido su ámbito social, aunque en realidad el alcance de su denuncia haya quedado envejecido notablemente con el paso del tiempo.

 

Calificación: 2

ACT OF VIOLENCE (1948, Fred Zinnemann)

ACT OF VIOLENCE (1948, Fred Zinnemann)

Es más que probable que algunos espectadores de nueva hormada, se sorprendieran por encontrar planteamientos tan sorprendentes como el que iniciaba la estupenda A HISTORY OF VIOLENCE (Una historia de violencia, 2005) de David Cronenberg, en el que una familia idílica escondía en su responsable masculino una andadura previa llena de recovecos siniestros. Como quiera que el cine ha explorado ya realmente todos los argumentos posibles –otra cuestión serían las variaciones o miradas que un mismo material de base pudiera ofrecer como modo de expresión artística-, este que tenemos bien cercano en el tiempo ha sido lógicamente recurrente en muchos títulos. Películas generalmente brindadas a modo de apólogo moral, en el que una culpa o un posterior arrepentimiento de un pasado que ha intentado ser escondido u olvidado, y que aparece de nuevo de manera física, como símbolo para una necesaria catarsis, exorcismo y superación de su solapado remordimiento. ACT OF VIOLENCE (1948, Fred Zinnemann) es un destacado ejemplo de este enunciado y, justo es señalarlo, a mi juicio una de las mejores y menos recordadas películas de este sobrevalorado cineasta. Cierto es, a este respecto, que su propio planteamiento ofrece ciertos elementos que dejan entrever una cierta inclinación a la falsa audacia –el inserto de los títulos de crédito al final de la función, el alcance discursivo del relato, la búsqueda de una conclusión que, sin obviar el dramatismo, intente apostar por un relativo grado de esperanza…-. Sin embargo, y sin negar estas circunstancias –que francamente apenas tienen incidencia en el conjunto de la película-, nos encontramos con un relato oscuro y penetrante, que va directamente al grano, no elude ninguno de los apuntes que desprende a lo largo de su muy ajustado metraje y que, con muy leves altibajos de ritmo, plantea a primera instancia un panorama descriptivo marcado por el trauma de la posguerra en la aparentemente acomodada sociedad norteamericana. Se trata, indudablemente, de un contexto que será largamente utilizado en el conjunto del cine noir USA en diversas de sus variantes, por medio de títulos como las posteriores, WHERE THE SIDEWALK ENDS (Donde vide el peligro, 1950. Otto Preminger) o THE SNIPER (1952, Edward Dmytryk), entre tantos y tantos ejemplos válidos. Junto a ellos, el primerizo film de Zinnemann puede situarse sin complejo alguno, a través de esta historia de reencuentro de un pasado casi innombrable. Un ayer que llegaría a resultar hasta incómodo para una sociedad superficialmente encaminada al progreso y amparada en un semblante más o menos cómodo y basado en el bienestar. Una vez más, el cine de Hollywood se planteaba una cierta mirada crítica a ese American Way of Life tan recurrente en sus pantallas.

 

Desde el primer momento, el espectador que asiste a ACT OF VIOLENCE sabe que Joe Parkson (Robert Ryan) tiene en mente matar a alguien. La cámara de Zinnemann se centra con verdadera intensidad en los preparativos de un hombre caracterizado por su personalidad introvertida y taciturna. Parkson recoge una pistola y deambula como si fuera un autómata por un contexto urbano que es mostrado con maestría por el realizador, realzando esa soledad urbana que se desprende de un contexto dominado por la alienación e incluso por estereotipos patrioteros –ese pequeño desfile patriótico que nuestro protagonista sortea con indiferencia-. La intención de este hombre dominado por su cojera, pronto advertirá el espectador que se centra en el intachable y emprendedor Frank Enley (Van Hefflin). Enley es un respetado empresario, casado con la joven Edith (Janet Leigh) y padre de un niño. La tranquilidad de esta modélica familia pronto se verá violentada con la llegada de Parkson, quien viajará incluso hasta la pequeña localidad californiana donde residen los Enley como auténtico portador de un recuerdo que para Frank se revelará auténticamente angustioso. El suceso se produjo durante la II Guerra Mundial el mando de un comando que fue capturado por los nazis. Un grupo ante el que finalmente actuó como soplón en un intento de huída, y del que finalmente solo logró sobrevivir –sobrellevando desde entonces su cojera-, ese mismo Joe Parkson que desde entonces ha deseado vengarse de su antiguo amigo. A partir de este espinoso argumento, basado en una historia de Collier Young, la virtud del film de Zinnemann se centra fundamentalmente en la fisicidad del relato –a la que ayuda poderosamente la labor del operador de fotografía Robert Surtees-, potenciada por una planificación en la que se intenta dejar de lado cualquier debilidad por su vertiente discursiva. En su lugar, marcará la progresión de su metraje en función de constantes destellos puramente cinematográficos, quizá en algunos momentos escorados a esteticismos y artificios visuales, pero en líneas generales revelando una inspiración francamente poco habitual en el cine del posteriormente prestigiado cineasta. La planificación y desarrollo de la secuencia descrita en los minutos iniciales en el lago, los planos en los que Frank huye por las calles nocturnas de Los Angeles tras haberse encontrado en un restaurante con su perseguidor y haberle propinado un puñetazo –en un momento, por lo demás, poco logrado-, el encuentro con la veterana, mundana y al mismo tiempo humana Pat (una estupenda Mary Astor), la manera de describir una sociedad gris, sombría, y dominada por la alienación y una tipología humana escasamente recomendable, la estupenda secuencia, espléndidamente descrita por la iluminación y la manera con la que el magnífico Van Hefflin se intenta expresar y buscar una imposible compasión ante su esposa al recordarle ese hecho reprobable de su pasado, o ese fragmento final –de resonancias crísticas-, en el que los dos protagonistas acuden uno a otro –ambos saben desde el primer momento que antes o después hay que saldar la deuda del pasado con un encuentro que se ha ido solapando durante demasiado tiempo-, planificado con inspiración e incluso dotado de una capacidad para la emoción y el logro de esa deseada dignidad, la magnífica labor del conjunto de actores, o la clara apuesta por restringir al máximo la presencia de diálogos. Son, sin lugar a duda, motivos suficientes para avalar por sí sola una película estupenda que, cierto es, se encuentra en sus últimos minutos con la difícil circunstancia de resolver un planteamiento de elementos incómodos, y en el que no se podía incurrir en un convencional happy end, puesto que ACT OF VIOLENCE en definitiva es la expresión física de un problema de conciencia, y la búsqueda de una solución moral que permita de alguna manera redimir un hecho que, por mucho que se intente justificar, no puede llevar a su protagonista a la vivencia de esa anhelada vida normal.

 

En este sentido, justo es señalar que el realizador se desenvuelve con verdadera inspiración por los recovecos del relato, logrando plantear un conjunto interesante ya en su rasgo descriptivo y meramente policíaco, y dominando los riesgos que podía plantear en la película, el desarrollo del drama moral vivido por Enley. Llegados a este punto, lo cierto es que por un lado, sorprende el hecho de que la muy conservadora Metro Goldwyn Mayer auspiciara un título de estas características, y por otro, quizá pudieramos intuir que si la carrera posterior de Fred Zinnemann hubiera mantenido las facultades como cineasta de género demostradas en esta película, en vez de inclinarse por títulos que le llevaron a ser un cineasta progresivamente más pesado –y al mismo tiempo, aclamado por el público y la crítica USA de su tiempo-, creo que esa filmografía que en Europa provoca un considerable desapego, hubiera alcanzado una mayor valoración. En cualquier caso, hablamos de un posible. Lo que resulta innegable es que ACT OF VIOLENCE es una brillante película, que debe ser destacada, incluso para aquellos que, como yo, no estimamos demasiado la obra de su reiteradamente galardonado director.

 

Calificación: 3

MENSCHEN AM SONNTAG (1930, Edgar G. Ulmer, Fred Zinnemann, Robert Siodmak y Curt Siodmak) [Gente en Domingo]

MENSCHEN AM SONNTAG (1930, Edgar G. Ulmer, Fred Zinnemann, Robert Siodmak y Curt Siodmak) [Gente en Domingo]

Es obligado destacar que tras un título tan paradigmático y excelente al mismo tiempo como es BERLIN: DIE SIFONIE DER GRUBSTADT (Berlín: sinfonía de una gran ciudad, 1927) su realizador Walter Ruthmann logró sentar unas determinadas bases estéticas en la cinematografía alemana de los últimos años del mudo, centradas en el logro de una implicación de cualquier película con la vida real de sus ciudades de origen que permitieran la coexistencia paralela de la obra de creación y el testimonio documental. Un caso muy concreto de seguimiento de estas premisas con un resultado magnífico fue el ofrecido por los fragmentos iniciales de ASPHALT (Asfalto, 1928. Joe May).


Y también de aproximación de aquel referente estético,  se puede ejemplificar aunque de forma tardía, este MENSCHEN AM SONNTAG (1930) –que se podría titular como GENTE EN DOMINGO- en donde, más allá de sus resultados, de antemano hay que destacar por la presencia en su equipo de nombres como Robert Siodmak, su hermano Curt, Edgar G. Ulmer, Billy Wilder o Fred Zinnemann. Nos encontramos, por tanto, con una conjunción de jóvenes talentos, que pronto tuvieron su importante repercusión en el cine norteamericano –bien es cierto que en diferentes ámbitos; unos más reconocidos en su momento y hoy quizá devaluados (Zinnemann), mientras los más modestos fueron los que finalmente lograron ganar la batalla del reconocimiento (Ulmer)-. Lo cierto es que con una polémica aún no resuelta en torno a la verdadera aportación de cada uno de estos nombres, MENSCHEN... queda como una insólita –es un film mudo filmado cuando el sonoro se encontraba ya implantado- y atractiva visión de la rutina del Berlín de preguerra, y los modos con que sus habitantes participaban en propuestas de ocio durante las jornadas festivas –imagino de forma bastante semejante a la de otras grandes ciudades europeas-. A partir de esa base se introdujeron cinco personajes –dos masculinos y tres femeninos-, encarnados por actores no profesionales. Su sencilla andadura se definirá con eficacia en una breve descripción inicial, y el posterior y casi casual encuentro de dos de ellos, confluyendo finalmente en esas dos parejas que decidirá pasar un domingo en el campo –tal y como realizan buena parte de sus conciudadanos-.


En esta breve jornada se mostrarán una serie de mutuas atracciones y rechazos entre todos ellos, como si se planteara realmente de un paréntesis en una vida dedicada al trabajo y en el que sus sentimientos florecen en un panorama definido por la alienación, la rutina y la grisura de un entorno laboral dominado por la masificación.


En una entrevista efectuada a ese tan sorprendente realizador como notable falsario en sus manifestaciones como fue Edgar G. Ulmer, prácticamente se adjudicaba la autoría del film. No es menos cierto que sus imágenes destilan una singularidad notable, que también definió buena parte de la andadura posterior de Robert Siodmak –quien se situó en primer plano profesional tras el éxito de la película-. Cierto es que en esta obra de realización coral se detectan rasgos descriptivos posteriormente trasladados por Fred Zinnemann –THE SEARCH (Los ángeles perdidos, 1948)- y también fundamentalmente en la definición del personaje del joven taxista aparecen ironías familiares años después en el cine de Billy Wilder. Pero con todo, creo que la influencia o carácter más potente en sus fotogramas provienen de la labor de Eugene Shüfftan, de quien estoy convencido marcó esa ligereza con la cámara o esos planos en movimiento rodados en medio de la vorágine urbana berlinesa.


Cierto es que pese al impacto logrado en su día en su combinación de aire documental, experimentación formal e incipiente y fresca dramatización, en el fondo MENSCHEN... no aportaba gran cosa con referentes tan ilustres como los inicialmente reseñados. Pero es quizá a partir de su extraña combinación, cuando surge ese fantasmal aire documental de un Berlín casi desierto en la mañana del domingo, o la acertada combinación de esas secuencias –muy bien filmadas y montadas- en su interacción con las andanzas de los cuatro personajes protagonistas –el quinto, la amiga del taxista, queda muy pronto minimizada en su presencia-.


Y es precisamente de este personaje un tanto marginado pese a las expectativas iniciales, de donde surge uno de los mejores momentos de la cinta; una panorámica descrita de izquierda a derecha que se inicia en una pared llena de imágenes de estrellas cinematográficas, hasta describir en su recorrido un ambiente de hogar realmente empobrecedor. La visión que se adquiere del personaje, dominado por la desidia y la alienación que le sustenta esa fijación con el mundo del cine es desoladora.


Pero es en esa misma línea, donde cabe destacar el plano más hermoso y atrevido formalmente de la película. En pleno campo se consuma la atracción de Wolf hacia Brigitte. La cámara se elevará en ese momento mostrando el frondoso bosque y se desplazará hacia la izquierda –ambos están haciendo el amor-, luego descenderá y relativizará la intensidad dramática del momento mostrando una serie de desperdicios en el campo –lo que parece un instante memorable para la pareja, en realidad ya ha sucedido en el mismo entorno en muchas ocasiones-, retornando a sus personajes. En un conjunto de notable y experimental alcance documental, descriptivo, tan bien planificado en sus secuencias más o menos dramatizadas, también en algunos momentos dejaba aflorar la fuerza de la expresión cinematográfica más pura.

Calificación: 3

THE SEVENTH CROSS (1943, Fred Zinnemann) [La séptima cruz]

THE SEVENTH CROSS (1943, Fred Zinnemann) [La séptima cruz]

Creo que somos legión los que consideramos a Fred Zinnemann uno de los realizadores más sobrevalorados del Hollywood clásico. Diversas serían las razones para tal calificación en un hombre de cine que, en sus años de mayor prestigio, fue colmado con premios y distinciones, y cuya obra, en líneas generales, queda representada como uno de los mayores exponentes del falso “film de calidad” norteamericano.

Sin embargo, este escaso aprecio al conjunto de su cine no me impide una valoración bastante positiva de THE SEVENTH CROSS (1944) –uno de sus primeros títulos, lógicamente ausente en su momento de las pantallas españolas por su evidente carácter antinazi-. Basado en una al parecer espléndida novela de Anna Seghers –de quien algunos comentaristas señala proceden los auténticos valores del film, y que fue trasladada a guión cinematográfico por Helen Deutsch-, la película se inicia con el relato en off de Ernest Wallau (Ray Collins). Es uno de los siete evadidos de un campo de concentración nazi, que será también el primero de ellos que sea capturado de nuevo y ejecutado –tras haber sido torturado- ante una cruz ubicada en el patio de las instalaciones del recinto. Su oficial ordenará instalar otras seis cruces más para incrustar en ellas los cuerpos recuperados de los fugados. El relato de Wallau –incluso después de muerto-, apelará a la búsqueda de esa cualidad noble en el ser humano que le diferencia de los animales y las bestias.

Nos encontramos en la Alemania del otoño de 1936, y en el entorno de los fugados la esperanza prácticamente se reduce al hundido George Heisler (Spencer Tracy). Él será el epicentro de una película que oscila entre su tono sombrío, la mirada inicial llena de pesimismo que desprende sobre una sociedad en el fondo cómplice con el nazismo –y es relevante el interés que hay en el film de exponer las diferentes maneras que el alemán medio tenía para resultar, incluso de forma involuntaria, cómplice con el III Reich-. Pero al mismo tiempo, el objetivo último de THE SEVENTH CROSS está centrado en una llamada al optimismo, a la esperanza por la dignidad del ser humano, y algo de ello se podrá trasladar en la pantalla.

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Para poder estructurar todos estos conceptos, Zinnemann sigue las características del cine de suspense, y plásticamente destaca el uso de la grúa en numerosos momentos, con el que logra dinamizar un conjunto que quizá en algún momento se resiente de un cierto acartonamiento, propio de una producción M. G. M. En esta búsqueda de Heisler en su propia ciudad de Hainz –en la que se sentirá como un auténtico desplazado- se encontrará el detonante para descubrir hasta que punto el nazismo ha arraigado en la sociedad civil –incluso un hermano del protagonista se ha afiliado a las SS-. Pero en la película hay ejemplos más sutiles de ello, como la visita a su antigua amante, que pronto comprueba se ha olvidado de él y se ha casado, y que lo recibe con fría hostilidad. La propia opinión que refleja su fiel amigo Paul Roedor (Hume Cronyn), como perfecto ejemplo de obrero que no desea implicarse en la vida política, prefiriendo por el contrario valorar las aparentes ventajas del régimen alemán –tienen un trabajo mejor remunerado, aunque sea confeccionando armas-. Hay veces en la que los planteamientos de esta índole permanecen vigentes, debidamente actualizados, en nuestros días. Lo cierto es que en el desarrollo de THE SEVENTH CROSS se exponen a través de sus personajes todo un catálogo de modos y costumbres en referencia a la vivencia, implicación y aceptación del régimen de Hitler en la sociedad alemana.

Retornando a sus estrictos valores cinematográficos, creo que a la película de Zinnemann le sobra un poco de retórica –el recurso de esas siete cruces es innecesario, la caracterización de los nazis del campo de concentración es sumamente esquemática, y la voz en off resulta algo redundante-. En su oposición, además de acertar en la descripción de una sociedad enferma y convulsa en su aparente cotidianeidad y progreso y en su complicidad con el nazismo, hay que destacar momentos de gran brillantez cinematográfica. Entre ellos no se puede omitir el encuentro de Heisler con otro de los fugados, quien decide entregarse, harto de huir para tener la convicción de que finalmente será de nuevo capturado; la explicación que Paul le ofrece a Heisler en la que, de forma totalmente cotidiana, se declara cómplice con el régimen del III Reich –poco después este advertirá el verdadero horror del mismo y se convertirá en un ferviente miembro de la resistencia-. Algo que también sucederá con ese arquitecto de aparente acusada personalidad –su casa denota un considerable estilo y elevado gusto artístico-, pero que en el fondo es un hombre cobarde y dubitativo, temeroso de perder su status y que finalmente se verá atraído a los miembros de la resistencia –en el que al parecer ya estuvo implicado lejanamente-.

En este tránsito de situaciones, cabría destacar un brillante momento cinematográfico cuando la esposa de Paul abra la puerta de su vivienda temerosamente. Frente a la misma se encuentra Franz Marnet (Herbert Rudley). Con el encuadre dividido por la puerta, a su izquierda la esposa expresa terror, mientras que a la derecha Franz se muestra con semblante esperanzado, despidiéndose ambos con un obligado pero casi susurrante "Hail, Hitler”.

Serían bastantes los detalles a destacar, entre lo que habría que resaltar la magnífica labor del estupendo reparto del film, encabezado por un Spencer Tracy especialmente brillante-. Por todo ello creo que sería justo que THE SEVENTH CROSS –que incluso en sus últimos compases logra integrar una efímera e intensa situación melodramática en la historia de amor establecida entre Heisler y la camarera Toni (Signe Hasso)- fuera reconocida entre esa amplia aportación que el Hollywood de aquellos años, destinó para denunciar los modos que el III Reich. Lo hizo a partir de productos de desiguales calidades pero en ocasiones de gran nivel. Este es uno de sus buenos exponentes, aunque no pueda ser ubicado en una cima ocupada esencialmente por las aportaciones de Fritz Lang.

Calificación: 3