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CINEMA DE PERRA GORDA

Henry Cass

THE GLASS MOUNTAIN (1949, Henry Cass) La montaña de cristal

THE GLASS MOUNTAIN (1949, Henry Cass) La montaña de cristal

Dentro de la fascinación que sigo sosteniendo, a la hora de desentrañar la quintaesencia de cineastas dignos de reivindicación en el cine británico, en los últimos años tres de ellos se encuentran en mi nómina, a la hora de atender el visionado de cualquier título de su filmografía que estuviera más o menos a mano. Quiero que se me entienda bien, no se trata de personalidades de reconocido talento, en el que hubiera tramos de su filmografía de todavía lejano alcance genérico –el primer periodo de la obra de Terence Fisher, por ejemplo-. Se trata de algo más certero; la constatación de obras cinematográficas de alto calado, a partir de escasos exponentes contemplados con el paso del tiempo. Hoy por hoy, estas inquietudes las podría concretar en Thorold Dickinson ¡Cuando una retrospectiva total a su obra!, Anthony Kimmins y, en última instancia, Henry Cass. Fallecido este último en 1989 a los ochenta y seis años de edad, solo tres han sido los títulos que he podido contemplar hasta la fecha, de una andadura que se extiende en veinticuatro largometrajes, entre 1937 y 1968, varios de ellos inclinados en el cine policíaco y de misterio. THE GLASS MOUNTAIN (La montaña de cristal, 1949), es la tercera película suya a la que accedo y, de entrada, me confirma el sustrato cultural y la singularidad que ofrece su cine. Nos encontramos con otro ilustre partícipe de ese mundo, entre telúrico y fantastique, que se encuentra reconocido en la andadura de The Archers –Michael Powell & Emeric Pressburger-, y que supongo tuvo en Inglaterra una fecundidad más extensa de lo que se suele admitir. De entrada, el título que comentamos se inserta dentro de esa corriente existente en las décadas de los cuarenta y cincuenta, en la que a través de sus imágenes, y también a partir de sus criterios de producción, asistimos a producciones en las que la fuerza de las culturas imbricadas en su realización, permiten resultados cuanto menos sorprendentes. Al mismo tiempo, el film de Cass se inserta dentro del denominado film d’art, en una tendencia relativamente común en aquelos años, que incluso se extendió a nuestro pais –LA CORONA NEGRA (1950, Luis Saslawsky), DUENDE Y MISTERIO DEL FLAMENCO (1952, Edgar Neville), y que casualmente tuvo en el ámbito cinematográfico mundial un ejemplo bastante cercano en el tiempo –en el que quizá los responsables de la película bebieron a la hora de consolidar el proyecto-. Me refiero a I’VE ALWAYS LOVED YOU (La gran pasión, 1946. Frank Borzage), que en la crítica francesa albergó una serie de encendidos admiradores. En contraposición al asombroso cromatismo del referente  borzgauiano, el film de Cass –del que he podido acceder a su versión italiana, titulada como LA MONTAGNA DI CRISTALLO, - se desarrolla en un muy británico y notable blanco y negro, que se inicia –tras escuchar en los títulos de crédito el deslumbrante tema compuesto por Nino Rota-, en la Inglaterra de 1938. Una pareja –la formada por Richard (estupendo Michael Denison) y Anne Wilder (Dulcie Gray)-. Forman un feliz y joven matrimonio, en el que el marido es un músico en busca de la fama y el reconocimiento. Unos breves diálogos introducen la acción en una pequeña mansión ajardinada, ubicada junto al lago que surcan en una canoa. A deseos de Anne, ambos se introducen en el recinto abandonado, ofreciendo la cámara de Cass una mirada muy cercana al cine de terror, en unos apuntes que concluirán con la imaginación de ambos de un futuro en la misma… que muy pronto se hará realidad. Con un rápido y sorprendente montaje, comprobaremos el rápido éxito de Richard, y también la llegada de la II Guerra Mundial, en la que el esposo acudirá como combatiente en la aviación, quedando herido en un accidente aéreo, en una región del norte de Italia. Allí es rescatado por unos partisanos en plena tormenta de nieve, recibiendo la atención y la calidez de la joven Alida (exquisita Valentina Cortesa). Como si asistiéramos a una fantasía irreal, poco a poco, con enorme delicadeza, se producirá un extraño acercamiento –casi podríamos decir que se trata de un encantamiento- entre ambos. La confluencia de un marco natural dominado por la fiereza, permitirá el descubrimiento del músico de la leyenda de la Montaña de Cristal, que aparece imponente en el epicentro del valle. Allí podrá asistIr mientra se recupera de sus heridas, y hasta que finalice la contienda, de la personalidad de la zona en la que se ha visto forzado a residir, y casi como si despertara en realidad al mundo. Esos travellings laterales que acarician los rostros curtidos de los combatientes, mientras escuchan canciones populares, o se percibe la felicidad de los mismos en ese emotivo Te Deum al que asisten todos los habitantes de San Felice, al anunciarse el fin de la II Guerra Mundial. Será el momento de despertar, para un hombre y una mujer que casi sin darse cuenta, han despertado el amor; Richard y Alida. Por ello, la despedida será dolorosa, no pudiendo evitar un prolongado y casi interminable abrazo entre ambos, cuando Richard va a partir en tren de regreso a su hogar.

Una vez en Inglaterra, la ausencia en la inspiración que había iniciado para realizar una ópera basada en esa leyenda que tanto le ha impactado, le hará abandonar el proyecto. Es más, incluso el recuerdo de Alina aparecerá cuando esta ocupe la portada de una revista con motivo de un viaje a Inglaterra. Richard se tornará hosco, intuyendo su esposa la presencia de esa otra mujer, que él le confesará en una secuencia dotada de un gran pudor y delicadeza. Anne se resignará a perder a su marido, volviendo este a San Felice para reencontrarse con Aline –que incluso tiene novio-, y retomar sus tareas de compositor, recuperando su proyecto operístico. Allí recibirá de nuevo a su amigo partisano Tito Gobbi, quien le recomendará ante unos empresarios venecianos, a la hora de financiar su ópera y comprometerla en su estreno en la ciudad de los canales. Hasta allí viajarán Richard y Aline le acompañará, pero también acudirá el viejo poeta Bruce McLeod (Sebastian Shaw), quien aliado con Anne intentará con sutileza separar a la italiana del compositor inglés. Una vez más, el recelo hará acto de presencia, mientras Richard culmina una ópera, que finalmente dirigirá en medio de una gran expectación.

Bajo mi punto de vista, lo que impide que THE GLASS MOUNTAIN adquiera la categoría de logro absoluto, estriba en la sensación que se percibe de que su discurrir no sostiene la intensidad, la sensibilidad y la fuerza que emanan todos y cada uno de los fotogramas del film de Cass, hasta que se produce la dolorosa separación del músico y Alina en tierras italianas. Tendrá que desarrollarse el magnifico fragmento del concierto operístico –todo un placer para los sentidos-, para que la película adquiera esa dimensión que insinuaba ese largo fragmento inicial, posteriormente limitado por una conclusión no por efectiva, menos convencional y, si se permite, algo decepcionante. Ello no impide reconocer que nos encontramos con una obra con pasajes admirables, dotada de enorme singularidad, fronteriza a la hora de conciliar elementos y preferencias culturales –no dudo que hubiera sido una propuesta venerada por directores como Albert Lewin o Edgar G. Ulmer-. Lo señalé anteriormente, la exhibición musical que describirá el estreno de la ópera –que discurrirá de manera paralela con la dramática circunstancia del accidente de aviación de su mujer ¡en la auténtica Montaña de Cristal!-, nos permitirá el deslumbrante pasaje –el momento más asombroso del film- que servirá para describir dentro de la ópera, la presencia de esa voz fantasmal que daría pie a la leyenda. Todo ello dentro de una dramaturgia de marcada aura expresionista, en donde la presencia del viento, el uso de sombras y contraluces, y la propia tendencia de sus cantantes / actores, permitirán unos instantes de arrebatadora belleza. La ópera, en la que destacarán las butacas que Richard había concedido a su esposa, que permanecerán vacías. La aclamación del público no impedirá que este se aleje del eco de la fama, e incluso Alina le anuncie el accidente de su mujer y le anime a viajar a San Felice a por ella. Una vez más, el rastro de la nieve se verá surcado con esa extraña belleza por los rescatadores de Anne, ofreciendo ese elemento de refinamiento visual, a una conclusión que aparece con voz callada, casi sin molestar, pero que carece del aura transgresora que pedía a gritos una propuesta, con todo, tan atractiva como THE GLASS MOUNTAIN, que no hace sino reanudar mi interés en el seguimiento de la filmografía de este casi, casi, apasionante Henry Cass.

Calificación: 3

LAST HOLIDAY (1950, Henry Cass) Las últimas vacaciones

LAST HOLIDAY (1950, Henry Cass) Las últimas vacaciones

Apenas conocido por el ser el firmante de la cult movie BLOOD OF THE VAMPIRE (La sangre del vampiro, 1958) y, en los últimos años, conociendo la cierta reivindicación de THE GLASS MOUNTAIN (1949) –que no he visto hasta la fecha-, lo cierto es que es muy escaso lo conocido en la filmografía del londinense Henry Cass (1902 – 1989). Máxime cuando nos encontramos con una obra que se extiende en unos veinticinco largometrajes. Evidentemente, nos encontramos ante uno más de entre la sugestiva nómina de cineastas británicos merecedores de una visión relajada de su obra, con la intuición de encontrar tras ello la figura de un profesional no solo cualificado, sino poseedor de ciertos rasgos de personalidad dignos de ser reseñados. Lo cierto y verdad es que la oportunidad de contemplar LAST HOLIDAY (Las últimas vacaciones, 1950), no solo acrecienta esa impresión, sino que ante todo revela la mayúscula sorpresa de encontrarnos ante una de las producciones más valiosas de su tiempo en el seno del cine británico.

Extraña combinación de tragicomedia, crítica mirada al clasismo inglés, con oportunos y sombríos toques fantastiques, la película –que tuvo un poco recordado remake en 2006, de la mano de Wayne Wang- se basa en atrayente guión de J. B. Priestley –siempre insertando en ellos ciertos elementos de índole metafísica-, y proponiendo lo que en primera instancia podría erigirse como una variación del enunciado que en 1934 diera como fruto la estupenda DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones. Mitchell Leisen). En esta ocasión, la melodía de un sombrío flautista que se vislumbra en su sombra en el asfalto –y que al final de la película descubriremos se trata de una metáfora sobre la propia mortalidad-, dará paso a la secuencia de apertura, desarrollada en la antesala de un ambulatorio médico. La visión que Cass ofrece de dicho emplazamiento sanitario es casi devastadora, con una muchedumbre de enfermos casi enracimados y exteriorizando diversas enfermedades comunes. Uno de sus doctores recibe a George Bird (un superlativo Alec Guinness), gris vendedor de máquinas agrícolas, soltero y solitario, comunicándole sin especial miramiento que padece la extraña enfermedad de Lampington, que en un plazo breve le condenará a una muerte segura. Tras dejar a Bird atenazado, le recomienda que gaste el dinero que tiene –ya que se trata de un ser sin familia ni compañía- y disfrute del poco tiempo que le queda disfrutando lo que podrían ser sus “últimas vacaciones”. Será ese el planteamiento que con rotundidad ofrecerá este extraño y magnífico film, que muy pronto revelará su extraña y casi indefinible formulación genérica, unido a elementos fúnebres que se insertarán en numerosos instantes del relato. En esos primeros minutos, Bird será amonestado por el dueño de un local funerario ya que se ha apoyado en su cristal, verá discurrir un carro que circula sin ataúd, escuchará a un violinista ciego que toca el tema que emergerá como premonitorio del alcance del film, o se comprará ropa de segunda mano que modificará su aspecto, en una tienda que tiene como extraño maniquí un esqueleto. El Alec Guinness de LAST HOLIDAY aparecerá como un ser extrañamente rejuvenecido –siguiendo el consejo del empleado de la vieja tienda de ropa-, dominado por una iluminación que por momentos lo hace aparecer –en especial en secuencias nocturnas y de interior- como un auténtico cadáver viviente. También siguiendo los consejos del doctor, viajará hasta un hotel en donde se alojará, provocando casi desde el primer momento una soterrada revolución entre su personal y los propios moradores. Será a partir de ese momento cuando la película se abra en su vertiente coral, permitiéndonos conocer una representativa fábula en torno a la sociedad británica, en cuya interacción Bird se convertirá en todo un personaje de referencia. Lo hará al exteriorizar una nueva mirada sobre los comportamientos emanados de una persona que ya no tiene nada que perder. Ya en el mismo momento en el que había comunicado a su jefe laboral la marcha, verá como lo que hasta entonces era una sucesión de ninguneos, se transforma para él en un nuevo ámbito vital, en el que no solo se tiene en cuenta su opinión, es un hombre casi “de moda”, e incluso en ciertas ocasiones parece tener la sensación ¿o es una realidad? de poder convertir en realidad aquellos deseos que vienen a su mente –esa increíble lluvia que se produce cuando está jugando al críquet-. Todo sucederá una vez llegue a ese hotel que se erigirá en un extraño y al mismo tiempo delicado microcosmos, donde nuestro protagonista se paseará con el estoicismo de Mr. Hulot, provocando sin pretenderlo una pequeña revolución en un contexto donde el clasismo británico quedará siempre evidente, en seres como un ministro del gobierno, mujeres de avanzada edad y alto concepto de sí mismas, un joven matrimonio cuyo esposo se ha inclinado a actividades poco lícitas, un inspector de policía, o incluso el gerente de un hotel de amable y casi juguetón carácter, pero que declina la presencia de niños en el establecimiento. Con estos y otros personajes, se nutre el discurrir de Mr. Bird, cuya inesperada confluencia con todos ellos provocará un punto de inflexión en el modo de vida de todos ellos. Será algo que articulará Henry Cass con voz callada, atendiendo a la psicología de todos y cada uno de dichos seres, con unos modos ligeros pero no por ello desprovistos de densidad.

Esa mirada por momentos casi musical, en la que el rol encarnado por Alec Guinness aparece casi de la sombra a la luz, no dejará de asumir la extraña atracción que por él sentirá fundamentalmente Shelia (Beatrice Campbell), al servicio de la extraña y al mismo tiempo sensible gobernanta Mrs. Poole (Kay Walsh). Entre ellos se transmitirá una extraña empatía que trascenderá el ámbito del hotel, y fraguará en una extraña relación, dominada por la sinceridad, mientras que todas las que se desarrollan en el recinto estén presididas por la hipocresía o las falsas apariencias. Sin embargo, pese a su resignación, el protagonista manifestará una inesperada pero en el fondo deseada alegría, al comprobar por casualidad que el mal que el doctor le ha dicho que padecía, en realidad fue fruto de un error médico al confundir unas radiografías. Pedirá prestado el vehículo de un corredor de apuestas que se encuentra en el mismo hotel, para poder comprobar dicho error. Sin embargo, esa liberación no podrá evitar la serie de negros augurios que ha ido viviendo a lo largo del metraje, e incluso en estos últimos momentos –esa señal que preludia lo peor-. Mientras tanto, sus compañeros de hotel prepararán una cena en honor de Bird, asumiendo de alguna manera el papel que sobre ellos ha ejercicio a la hora de valorar lo mejor de ellos mismos. Sin embargo, el retraso motivará que esa inicial admiración pronto se transforme en un abierto cuestionamiento de su personalidad. Será un conato de rebelión que cortará de raíz Mrs. Poole con el trágico anuncio con el que culminará el film, reiterándose la presencia exterior de ese extraño violinista cuya sombra se proyecta sobre el suelo, punto de inicio del film.

Delicada, honda a partir de su aparente alcance liviano, LAST HOLIDAY es una –y van- joya del cine británico desconocida y que merece por derecho propio asumir dicho estatus. Dominada por una extraña densidad, narrada a través de la profusión de encuadres algo rebuscados, que por otra parte no aparecen como algo chirriante, una dirección de actores impecable y presidida por la ausencia de excesos histriónicos, y una sensación de algo evanescente. En su seno se producirán momentos de exquisita sensibilidad, como la secuencia en la que Bird ayudará a la sirvienta de una de las damas residentes, que la ha humillado públicamente, no logrando sin embargo que esta se emancipe de su ama, el admirable episodio en el que ante la huelga de personal de los hoteles, sus ocupantes se decidirán a asumir ellos mismos, la llevanza del mismo –una de las damas atenderá incluso las llamas de teléfono, señalando al requerimiento de un anónimo futuro cliente que sí podrían admitir niños-, asumiendo la preparación de la cena con la que pretenden sorprender a Bird. Todo el conjunto de LAST HOLIDAY deviene tan sincero en su equilibrio casi musical, como si nos encontráramos ante un relato insustancial que nos es contado en voz callada. Liviano en apariencia, escondiendo casi con reparo su condición de apólogo moral, trasladando al espectador la extraña sensación de asistir a una especie de extraña, cotidiana y mesurada ceremonia, en la que puede visualizarse una nada solapada metáfora sobre el clasismo de la sociedad inglesa. Adelantando algunos de los títulos que poco tiempo después firmaría Alexander Mackendrick –precisamente aquellos que protagonizó Guinness-, pero con una impronta narrativa y de tempo bastante personal, bueno es que nos sirva de punto de partida para intentar bucear en la filmografía de un Henry Cass que con probabilidad pueda erigirse como un nombre digno a tener en cuenta.

Calificación: 4

BLOOD OF THE VAMPIRE (1958, Henry Cass) La sangre del vampiro

BLOOD OF THE VAMPIRE (1958, Henry Cass) La sangre del vampiro

Artífice de una filmografía que atesora casi veinticinco títulos –rodados entre 1937 y 1968-, reconocido en su aportación como director teatral experto en la puesta en escena de obras shakesperianas durante la mitad de los años treinta, lo cierto es que muy poco se conoce de la figura del británico Henry Cass (1902 – 1989), siendo quizá su único film que atesora cierto culto, este BLOOD OF THE VAMPIRE (La sangre del vampiro, 1958), rodado en Inglaterra cuando la apuesta por el cine de terror lanzada por Hammer Films ya se había coronado con un extraordinario éxito de público. Al socaire de la clara inclinación del estudio comandado por Michael Carreras y Anthony Hinds, surgieron pequeños pero no desdeñables competidores, siendo uno de los más característicos el tandem formado por los productores Robert S. Baker y Monty Berman –que al mismo tiempo ejercerá en la película la función de brillante operador de fotografía-. Ambos produjeron algunos títulos dentro del género, caracterizados por su vertiente sombría, su misantropía, e incluso su clara inclinación sadiana. Películas quizá mitificadas en su conjunto por no pocos aficionados, que a mi modo de ver oscilan entre la mediocridad de THE HELLFIRE CLUB (Los caballeros del infierno, 1960. Robert S. Baker y Monty Berman), alcanzando quizá su mayor cota de brillantez en la espléndida THE FLESH AND THE FIENDS (La carne y el demonio, 1960. John Gilling). Muy cerca del título que protagonizara de forma magnífica Peter Cushing y Donald Pleasance, readaptando la novela de Robert Louis Stevenson The Body Snatcher, se encuentra la película que comentamos, que podría incluso situarse como la más singular y atrevida de cuantas acometieran dicha pareja de productores, hasta erigirse como toda una rareza. Algo difícil, situándonos en un periodo definido por una gran riqueza para el cine de terror británico.

BLOOD OF THE VAMPIRE tiene su prólogo en la Transilvania de 1874. allí asistiremos –en medio de un yermo paraje de sombríos tintes pictóricos-, a la destrucción de un ser que aparenta ser un vampiro. La obligada introducción violenta de la estaca sobre su corazón, dará pié a los impactantes títulos de crédito y,  de modo muy especial, la presencia de la sangre, detalle este que servirá para anunciar al espectador uno de los rasgos sobre los que se sustentará esta interesante e insólita historia. Tras la previsible ejecución, un ser de características deformes –más tarde sabremos que se trata de Carl (Victor Maddem)-, matará al enterrador –que se encuentra totalmente solo ejerciendo su lúgubre función en pleno monte- y recuperando el cuerpo del cadáver atravesado por la estaca, al cual efectuará una operación realizada por un doctor borracho de pocos escrúpulos, trasplantándolo por otro corazón que mantenía con vida. Cuando el galeno quiera percibir unos emolumentos superiores a lo acordado, Carl no dudará tampoco en apuñalarle. La acción se traslada seis años después, mostrando en la corte de Carlstadt el juicio por la conducta del dr. John Pierre (Vincent Ball), un honorable representante de la medicina que será juzgado y condenado en circunstancias extrañas, ante el inesperado fallecimiento de uno de sus pacientes. Totalmente destrozado por su inesperada condena, que le separa de su prometida Madeleine (la siempre maravillosa Barbara Shelley), mantendrá la esperanza de una revisión de su condena, basada ante todo en el testimonio de un viejo colega suyo. Sin embargo, su entrada en prisión pronto le modificará de emplazamiento, siendo destinado de forma inesperada a la prisión de dementes que comanda el siniestro dr. Callistratus (Sir Donald Wolfit). Aquello será el inicio de la vivencia de una atmósfera de pesadilla para un hombre educado y curtido en las buenas costumbres, encontrando su único asidero emocional en la figura de su compañero de celda, quien no obstante le pondrá al día de las atrocidades cometidas en aquel centro penitenciario aislado del mundo. Para su sorpresa, la llegada de Pierre a dichas instalaciones obedecerá a una calculada decisión surgida de la mente diabólica de su responsable –a quien pronto descubriremos como el cadáver que había sido sometido a la estaca y recuperado por operación en los primeros instantes del film-, ayudándole en sus tareas el fiel Carl, y que ha logrado en estos seis años comandar –nunca sabremos como- este recinto penitenciario como emplazamiento y nutriente  para realizar una incesante serie de experimentos, basados en el estudio de la sangre –que obtendrá de sus reclusos-, para alcanzar el tipo de líquido que sirva para obtener su tan deseada inmortalidad. En la medida que considera a Pierre capaz de serle eficaz en esta incesante tarea –que no le comentará en su vertiente más siniestra-, el doctor se aprestará a ayudarle, sirviendo al mismo tiempo estas tareas para vivir en el recinto con no pocos privilegios. Será no obstante una efímera ilusión, ya que poco a poco el joven galeno irá descubriendo el sórdido manto de crueldad y muerte que presiden los experimentos de Callistratus.

Lo cierto y verdad es que BLOOD OF THE VAMPIRE es una película que, de antemano, ha de ser disculpada en algunas de sus acciones –la facilidad con la que Pierre asciende y desciende de su estancia para alcanzar la parte baja de la prisión, el hecho de que en un momento dado los perros que se encuentran allí aparezcan tranquilos, cuando lo normal es que ofrezcan sus habituales alaridos-, que incluso se extenderían al hecho injustificado de que la prometida de este viaje hasta el recinto –sin razón alguna que lo justifique- para atender a la corazonada de que Pierre se encuentra con vida, ofreciéndose como ama de llaves –la anterior ha sido otra de las víctimas del dueño y señor de aquellos territorios, por inmiscuirse en demasía en sus actividades-. Pero aún reconociendo estas pequeñas o no tan pequeñas debilidades –debidas en su mayor parte a aspectos de un guión que firmaría el prestigioso Jimmy Sangster, en esta ocasión fuera de su hegemonía en la Hammer, no cabe duda que nos encontramos con un título que adquiere personalidad propia. Por momentos, parece que la propuesta desee aunar el terrible contexto de los mad doctor”, la iconografía de Bela Lugosi –representada en el rostro de Donald Wolfit, al que por cierto Ronald Harwood tomó como referente para realizar la obra teatral que posteriormente dio pie al espléndido THE DRESSER (La sombra del actor, 1983, Peter Yates)-, e incluso por momentos la propia simplicidad de su peripecia argumental, parecen remitirnos a un primitivo cine de terror enmarcado en la producción de los hermanos Halperin. Estos y otros aspectos se dan cita en una película en la que la representación del vampiro se centra en un ser mortal que en realidad busca sangre para poder subsistir. De alguna manera Terence Fisher logró un título de resonancias similares con la inmediatamente posterior THE MAN WHO COULD CHEAT DEATH (1959) –también con guión de Sangster, aunque en esta ocasión partiendo de una obra teatral precedente-, que considero eleva un poco el grado de atractivo que ofrece el título que comentamos.

En cualquier caso, y aún atendiendo a todos estos matices, no cabe duda que Henry Cass logro con esta película, una de las propuestas más ásperas, originales y al mismo tiempo hechizantes, ofrecidas por el vampirismo cinematográfico de la década de los cincuenta. Cierto es que no podemos situarla en la cima de logros que están en la mente de todos, pero ello no nos debe impedir reconocer en sus imágenes ese alcance transgresor que proporcionan unas imágenes en la que lo bizarro, la violencia extrema e incluso el sadismo se sitúan como principales elementos recurrentes. Con referencias concretas que van de obras literarias como “El Conde de Montecristo”, “El malvado Zaroff”, esa clara adscripción por un cierto primitivismo cinematográfico que contrastará con el insólito cromatismo de sus secuencias, una realización que en ningún momento busca alcanzar el virtuosismo, pero siempre se caracterizará por su extrema funcionalidad, lo cierto es que BLOOD OF THE VAMPIRE emerge como una “rara avis”. Un extraño relato bañado de tintes pesadillescos, en el que la tormentosa andadura vivida por el joven doctor protagonista aparece bañada por tintes tan sórdidos y aterradores, como el descubrimiento de las actividades de la prisión de dementes y, con posterioridad, ese episodio final en el que su compañero de celda aparecerá como victima propiciatoria de un último experimento por parte de Callistratus, en el que además de contemplar la horripilante –y espectacularmente espectral, si se me permite la expresión- galería de seres que este alberga en su cuarto secreto –destacando entre estos un cadáver que mantiene hibernado en un gran bloque de hielo-, percibiremos que el ser más noble que poblaba aquella galería de seres, era el deforme pero sensible Carl, quien en el último instante no dudará en vengarse de ese doctor al que sirvió con fidelidad, y del que llegó hasta el límite en su servidumbre. Irregular, fascinante, mórbida en grado extremo, y sobre todo ideada para lograr un éxito comercial inmediato, lo cierto es que la singularidad e incluso el exceso que preside el conjunto del metraje de la presente propuesta, es el que más de medio siglo después le ha proporcionado su definitiva carta de naturaleza, dentro del prolífico y pródigo fantastique británico de aquel tiempo.

Calificación. 3