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CINEMA DE PERRA GORDA

Henry Koster

DESIRÉE (1954, Henry Koster) Desirée

DESIRÉE (1954, Henry Koster) Desirée

Cuando el deterioro del lenguaje cinematográfico se ha convertido en una de las más evidentes y lamentables señas de identidad de la mayor parte de producciones que representan el denominado cine mainstream de las últimas décadas. En un contexto dominado en sus más recientes exponentes por el abuso en la digitalización, la indiscriminada utilización de planos cortos, o una inexistente puesta en escena basada en un uso de la cámara en mano, es cuando cualquier espectador añorante de lo que con mayor o menos acierto se denominó “cine clásico”, tiene que manifestar cierta nostalgia al contemplar un título como DESIRÉE (1954, Henry Koster). Señalo esta circunstancia, ya que no nos contamos en absoluto con un título que se caracterice precisamente por resultar memorable. Antes al contrario, asistimos a una de las primeras muestras que la 20th Century Fox puso en práctica a la hora de la implantación del CinemaScope, que había estrenado el año anterior con la plúmbea THE ROBE (La túnica sagrada, 1953), nada casualmente firmada por el mismo Henry Koster. Y justo es reconocer que ese efímero éxito condicionó muy mucho la andadura de este siempre discreto director, que en ocasiones ofreció algún título agradable –THE RAGE OF PARIS (La sensación de París, 1938), THE LUCK OF THE IRISH (1948).-, pero que a partir de ese efímero triunfo de taquilla, impidió que su filmografía se desarrollara con la debida “inocencia” –valga la expresión-. Es decir, a partir de ese momento, y tal y como le sucedió en otro ámbito al mucho más valioso Jean Negulesco, se vió durante años confinado al rodaje de recreaciones históricas de carácter espectacular, diseñadas para el lucimiento del nuevo formato de pantalla, antes de que realizadores como Nicholas Ray o Richard Fleischer supieran extraer de él sus auténticas posibilidades visuales y dramáticas.

Por el contrario –y DESIRÉE es una buena prueba de ello-, nos encontramos ante una película que aún hoy día reviste dos limitaciones que coartan su posible efectividad. La primera de ellas es esa primitiva sumisión a unas composiciones en formato panorámico caracterizadas por su nula efectividad dramática. La segunda, más común al grueso del cine historicista proyectado desde Hollywood, reside en el desarrollo de un argumento en donde se insertan no pocos lugares comunes, que parecen emanados de cualquier crónica publicada en el Reader’s Digest. Así pues, la película recrea la relación que desde su juventud se manifestó en la Marsella de finales del siglo XVIII, entre aquel incipiente general que fue Napoleón Bonaparte (Marlon Brando) y la casi aún niña Desirée (Jean Simmons), la exponente más joven de una familia de comerciantes de tela que ha quedado huérfana de padre. La película de Koster se aviene a la narración de un largo capítulo de la historia de Francia, a través de la repercusión que el mismo se manifestó en torno a ese amor tan fugaz como intenso que, en el fondo, siempre quedaría latente entre el futuro emperador y la inesperada reina de Suecia. De entrada hay que considerar que nos encontramos ante un vehículo al servicio de un jovencísimo Marlon Brando, recién salido del rodaje de ON THE WATERFRONT (La ley del silencio, 1954. Elia Kazan) que le reportó el Oscar el mejor actor de aquel año, dentro del ámbito de la sumisión al espectáculo con la que se implantó ese formato panorámico destinado a combatir el influjo de la televisión.

Seis décadas después ¿Cómo se puede definir un producto de las características del que comentamos? Sería muy fácil apelar a ese rasgo plúmbeo que predomina en su metraje en el que, oponiéndonos al cine de nuestros días, el espectador parece clamar por una planificación más dinámica. En no pocas ocasiones nuestro subconsciente casi nos hace tomar hipotéticamente las riendas de la película, aportando a la misma esos necesarios contrapuntos dramáticos, la inserción de primeros planos o elementos de puesta en escena que Henry Koster deliberadamente omite, estimo que en buena medida debidos a su incapacidad para descubrir las posibilidades del nuevo formato de pantalla. Ello hace que su devenir resulte quizá premioso, unido al hecho de asistir en algunos de sus episodios a anécdotas o situaciones propias de las revistas del corazón –imaginemos por un momento que existieran en la época-. Es algo que se pone de manifiesto de manera especial en las secuencias desarrolladas en bailes, banquetes y citas ceremoniales, y que quizá tengan su expresión más adecuada en aquella que describe el ensayo de la coronación del emperador, en la que este aparecerá de manera repentina, dando un giro a la situación.

Sin embargo, no dejaría de parecer injusto, si no reconociera que el visionado de DESIRÉE, además de estos aspectos, que por otro lado estimaba previsibles, no permite un cierto grado de buen hacer y una relativa inspiración fílmica. Como señalaba al inicio de estas líneas, no se si será por las circunstancias antes señaladas, lo cierto es que el film de Koster me ha parecido más creíble y fluido de lo que podría parecer a primera vista. Hablar a estas alturas de lo cuidado de su diseño de producción, o la querencia a mostrar una serie de “cuadros” en buena parte de sus secuencias, podría parecer una argumentación baldía. Sin embargo, no lo puede manifestar del mismo modo comprobar como el realizador procuró integrar algunos de sus fundidos en negro a través de elementos de la puesta en escena –uno de ellos se invoca con la capa del futuro emperador, otro se describe al cerrar una puerta-. Es más, en algunos instantes, se lega a transmitir cierto alcance emocional, como el que transmite el magnífico travelling de retroceso inserto tras la anunciación por parte de la emperatriz Josefina (Merle Oberon), de su renuncia al cargo y la disolución de matrimonio por no poder traer herederos a Napoleón. Incluso en la descripción de los diversos encuentros mantenidos entre este último y Desirée, se aplica un alcance intimista, al igual que en el desarrollo de la relación que pronto se manifestará –elípticamente- entre la muchacha y el ya veterano Jean-Baptiste Bernadotte (Michael Rennie) Y he ahí donde al mismo tiempo tiene lugar una de las singularidades de la función –en la que supongo que la buena mano de Daniel Taradash tendría algo que ver-, como es proponer una relectura de los aspectos históricos que rodearon al militar francés, dejando de lado los pasajes más conocidos de su andadura como dirigente y conquistador –para lo cual el recurso al over narrativo resultará pertinente-, y proponiendo en su lugar una mirada intimista en torno a los personajes que rodearán la andadura de Bonaparte. Si más no, no deja de resultar un cierto elemento de interés, en una película que por otro lado ofrece instantes tan bellos como esa panorámica nocturna y horizontal sobre una superficie arbolada que se refleja en un lago, o esos planos en medio de las lujosas fuentes del palacio donde Bonaparte se encuentra recluido en su último reducto, por donde intenta discurrir Desirée en un último intento para que este se rinda y evite un innecesario derramamiento de sangre.

Unamos a ello la enorme frescura que proporciona una Jean Simmons, capaz de ofrecer en su retrato de la joven protagonista las diferentes gradaciones de su progresiva madurez desde que es mostrada con apenas diecisiete años, al que cabe unir la brillantez ofrecida por unos magníficos Michael Rennie o Merle Oberon, en uno de sus últimos roles ante la pantalla. Por su parte, Marlon Brando no deja de propiciar los amaneramientos típicos del Actor’s Studio, en una composición que se caracteriza por el narcisismo que desprende. Algo que en pasajes de su personaje deviene adecuado, más en otros roza lo caricaturesco.

Calificación: 2

O. HENRY’S FULL HOUSE (1952, Howard Hawks, Henry King, Henry Hathaway, Jean Negulesco y Henry Koster) Cuatro páginas de la vida

O. HENRY’S FULL HOUSE (1952, Howard Hawks, Henry King, Henry Hathaway, Jean Negulesco y Henry Koster) Cuatro páginas de la vida

 

Cada país alberga en su cultura popular una serie de autores, referentes y símbolos, que supieron mediante sus cualidades artísticas, no solo penetrar en esa entraña que determina la identidad de un colectivo, sino al mismo tiempo mostrarla con la suficiente dosis de lucidez. Ello les permitía brindar una mirada afectuosa e irónica a partes iguales, en torno a un contexto social y humano que conocían a la perfección. De alguna manera, intuyo que tal definición podría encajar con la figura del extraño escritor estadounidense O. Henry, seudónimo de William Sidney Porter (1862 – 1910), quien llevó una vida extravagante que paralelamente le permitió esa visión lúcida y distanciada, entroncada con las raíces estadounidenses. Es algo que pondría en marcha  en los primeros años del siglo XX, sobrellevando una andadura vital que incluso le llevó a la cárcel.

 

Se trata sin duda de una premisa interesante, que permitió a la 20th Century Fox una de sus apuestas dentro del cine de episodios, para la que se contó con buena parte de los mejores valores de estudio. Esta circunstancia es la que favoreció la presencia en O. HENRY’S FULL HOUSE (Cuatro páginas de la vida, 1952) de nombres tan importantes –y ligados al estudio de Zanuck- como Hawks, King, Hathaway, Negulesco y Koster, implicados en la realización de sendos episodios. De ellos, conocido es el hecho de que el dirigido por Howard Hawks jamás se insertó cuando la película fue estrenada en nuestro país. De ahí el título utilizado, que en modo alguno refleja la realidad de la producción. Afortunadamente, el paso del tiempo nos ha permitido acceder a la película en su concepción original, mostrando en su configuración una armoniosa unidad dentro del look que la Fox mantenía en su producción de aquellos años –por la que siempre he mantenido una especial debilidad-. Esa circunstancia proporciona una extraña unidad, pese a que los cinco episodios de que consta difieran en sus configuraciones e incluso en los géneros abordados, contando todos ellos con la introducción del escritor John Steinbeck, quien aparece entre capítulo y capítulo introduciendo un breve perfil de cada uno de ellos. La apuesta, es indudable, va destinada al consumo popular de los espectadores de la época, pero ello no evita que nos encontremos con un producto inteligente y bien modulado, en el que de alguna manera se alternan géneros y contextos dispares –al mismo tiempo ligados a la producción del estudio en aquellos años-, sin por ello evitar tener una valiosa sensación de coherencia en el conjunto mostrado. Episodios, fábulas y cuentos inicialmente inconexos entre sí, que coinciden sin embargo en ese conocimiento profundo de las costumbres e idiosincrasia americana, insertando en su seno una visión sardónica de ese conjunto de virtudes que, en teoría, adornan la personalidad de sus gentes, bien que estos en ocasiones vayan envueltos y bañados en melancolía o emotividad.

 

Es algo que se manifestará en el capítulo inicial –The Cop and the Anthem- dominado por su alcance de comedia irónica, y destinado al lucimiento de un divertido Charles Laughton. Pese a la pesadez que definieron los títulos -posteriores y más conocidos- de su artífice, en esta ocasión Henry Koster supo encauzar con eficacia la historia de Soapy (Laughton), un veterano vagabundo que no implora la caridad de nadie en sus acciones –un personaje de psicología bastante similar al que encarnaba el propio intérprete en el ya un tanto lejano episodio dirigido por Ernest Lubitsch para la coral IF I HAD A MILLION (Si yo tuviera un millón, 1932. Lubitsch, Cruze, McLeod, Roberts, Seiter, Taurog y Mendes)-, y que finalmente encontrará una divertida conversión espiritual al asistir a una misa de nochebuena, lo que no le evitará ser juzgado y llevado paradójicamente a la cárcel, cuando realmente se había planteado la posibilidad de reinsertarse como un ciudadano digno y normal. Llevado con buen pulso, no es sin embargo uno de los episodios más notables, en un conjunto que tiene la habilidad de insertar estos relatos en una creciente línea de interés.

 

Un sendero que tendrá un exponente más logrado con el segmento dirigido por un especial sentido del pulso cinematográfico por Henry Hathaway –The Clarion Call-, en el que se relata el interés de un honrado agente de policía –Barney Woods (Dale Robertson)- por detener al autor de un asesinato –Johnny Kernan (Richard Widmark)-, del que reconoce una prueba que implicaría su culpabilidad, puesto que resultó ser un compañero de colegio. Magníficamente delimitado en su ritmo, contiene un notable private joke al permitir que Widmark rememore su inmortal criminal Johnny Udo en KISS OF DEATH (El beso de la muerte, 1947) del propio Hathaway –atención a los estallidos de risa que continuamente provoca, y al peculiar tono de su voz-, pero al mismo tiempo plantea en su desarrollo un auténtico apólogo moral en torno a la relación de ambos personajes. Y es que en el pasado, Kernan prestó a Woods mil dólares que sirvieron para que este saldara una difícil deuda de juego. El planteamiento policiaco, la contraposición de caracteres y la creciente importancia del periodismo en torno a la vida americana –presente en varios de los títulos de Hathaway, como CALL NORTHSIDE 777 (Yo creo en ti, 1948)-, se pondrán de manifiesto en un relato que logra articular un creciente interés, culminando con una conclusión tan lógica como sorpresiva.

 

Aunque no cabe duda que en el conjunto de O. HENRY’S FULL HOUSE se encuentran presentes cineastas de mayor calado, no puedo dejar de reconocer en el capítulo titulado The Last Leaf una auténtica pieza maestra, alternando dos historias de características contrapuestas, que finalmente confluirán en un resultado que roza lo conmovedor. Estábamos en un periodo en el que el cine del rumano Jean Negulesco se encontraba en uno de sus mejores momentos de capacidad melodramática, y ello se manifiesta desde los primeros instantes al mostrar un ambiente invernal de especial dureza, que nos servirá para atisbar el abrupto final de la historia de amor que mantiene Joanna Goodwin (Anne Baxter) con un actor sin escrúpulos. Dotado de un especial alcance feérico, el segmento muestra la brusca recaída en enfermedad de Joanna, siendo atendida por su hermana Susan (Jean Peters), aunque la propia enferma se resista a recuperarse de su dolencia. La historia se unirá al devenir de un extravagante pintor –Berhman (Gregory Ratoff)- que realiza arte moderno y prácticamente tendrá que subsistir malvendiendo unos cuadros que nadie comprende. Sin embargo, para él existirá una insólita manera de redimir el fracaso de su existencia, y al mismo tiempo colaborar en la recuperación de la enferma, que ha ligado obsesivamente su futuro a las hojas de una hiedra que se van desprendiendo en una vieja pared que contempla desde su ventana. El alcance dramático de la resolución de la historia, producirá los instantes más emotivos de toda la película.

 

En contraste con esa visión dramática, el episodio dirigido por Howard Hawks –The Ranson of Red Chief- se inserta de lleno en un contexto de comedia, aportando en su configuración elementos que por un lado nos pueden evocar la popular pareja de Laurel & Hardy, y por otro adelantan aspectos y elementos que posteriormente explotará el gran realizador en algunas de sus posteriores comedias –como, por ejemplo, MONKEY BUSINESS (Me siento rejuvenecer, 1952) o MAN’S FAVORITE SPORT? (Su juego favorito, 1964)-. La historia planteará la desventura de una pareja de extorsionistas –encarnados por Fred Allen y Oscar Levant- que tienen la desgracia de secuestrar al pequeño hijo de una familia de rancheros, revelándose mucho más peligroso de lo que estos siquiera imaginaban. La justeza en el trazo y la dosificación de sus elementos cómicos –entre los que destaca su irónica conclusión-, permiten la inclusión de este capítulo en cualquier antología de la comedia hawksiana.

 

Por último, The Gift of the Magi permite a Henry King la plasmación de una divertida fábula de ambiente navideño, en el que su prisma romántico y la delicadeza consustancial a su cine, se describirá alrededor del deseo de dos jóvenes esposos –recreados con especial química por Jeanne Crain y el generalmente blando Farley Granger- de lograr el regalo de navidad deseado para su respectivo consorte. La limitación de recursos de ambos les obligará a ingeniárselas para poder complacer a la persona que aman, brindando una tan irónica como extraña conclusión al lograr sus intenciones: los regalos recibidos no pueden ser utilizados, ya que ambos han vendido aquello que podía ser el objeto de lucimiento de su respectivo consorte. King logra insertar en las coordenadas de su cine una historia que trata con ese alcance casi misticista, y una mirada comprensiva con la que siempre trató a sus personajes y sus vivencias, sin por ello evitar aplicar ese distanciado y esperanzador contrapunto final. Una conclusión que revelará la manifestación más profunda de los sentimientos existentes en sus protagonistas, manifestados en un contexto esencialmente navideño.

 

Y es que, como una extraña mixtura entre Dickens y la vertiente Americana del cine USA, O. HENRY’S FULL HOUSE deja en el espectador el regusto final de haber conocido e incluso amado a unos seres, que O. Henry plasmó en sus relatos. Una mirada aguda sobre los modos de vida de la Norteamérica de principios del siglo XX, que esta producción supo atisbar en sus imágenes a partir de un contexto de cine popular, sin que ello obviara la inspiración de cuantos participaron en el proyecto y el general atractivo de su resultado.


 

 

Calificación: 3

 

THE VIRGIN QUEEN (1955, Henry Koster) El favorito de la reina

THE VIRGIN QUEEN (1955, Henry Koster) El favorito de la reina

Hay ocasiones en las que pese a partir de unas premisas totalmente negativas a priori, una película posteriormente ofrece unos resultados más estimulantes de lo previsto. Y lo peor de todo es que resulta difícil intentar describir las razones que inciden en tal valoración. Este es para mi el ejemplo que proporciona contemplar un título previsiblemente despojado de atractivos, como podría ser THE VIRGIN QUEEN (El favorito de la reina, 1955. Henry Koster). Dichos prejuicios iniciales podían provenir por un lado al ser esta una producción de la Fox enmarcada en ese plúmbeo cine historicista realizado en los primeros años de difusión del cinemascope. Definida como clara muestras de un nuevo sistema de exhibición que logró en diversos exponentes, dotar de aburrimiento cinematográfico numerosas producciones de este estudio, hasta que realizadores como Richard Fleischer, Elia Kazan, Nicholas Ray, Henry King o tantos otros, lograron articular dramáticamente sus posibilidades visuales, demostrando que podía ser un exponente de experimentación dramática. Sin embargo, para el conocido estudio fue inicialmente explotado únicamente como un elemento para contrarrestar el influjo de la televisión en los hogares estadounidenses, aplicando el rodaje del nuevo sistema en producciones de sesgo historicista; no olvidemos que la primera producción en este formato fue THE ROBE (La túnica sagrada, 1953. Henry Koster).

Fue precisamente Koster uno de los realizadores destacados en la experimentación del cinemascope, aunque ello ciertamente no quiera decir que pueda verse integrado en la relación antes descrita de directores que lograron experimentar en el mismo. Personalmente, siempre he considerado a Koster uno de los modelos a la hora de representar al artesano pasado, lo cual no ha impedido que en ocasiones me haya sorprendido poder descubrir algunos títulos suyos bastante interesantes –quizá el más logrado sería la divertida comedia THE RAGE OF PARIS (La sensación de París, 1938). Sin embargo, pese a que la película no deje de estar lastrada en algunos momentos por el aire plúmbeo de la narrativa de Koster, creo que logra desprenderse de esa pesadez, y finalmente se erige como un título finalmente simpático y bastante distraído.

La película, se erige como un inconfesado remake de THE PRIVATE LIFE OF ELIZABETH AND ESSEX (1939, Michael Curtiz), en la que se narra la relación que se establece entre el joven y arrogante Walter Raleigh (Richard Todd), con la reina Elizabeth I (Bette Davis). Raleigh es un soldado dispuesto a todo con tal de llevar a cabo su deseo de crear tres naves que lograrían avanzar en el terreno de la termodinámica, y para lograr penetrar en un entorno propicio y hacer realidad su sueño, no dudará en ofrecer su ayuda a un emisario real, cuyo carro se ha quedado encallado en el camino a causa de una enorme tormenta –un inicio ciertamente atractivo que predispone la atención del espectador-. A partir de su encuentro con Lord Leicester (Herbert Marshall), se le abrirá el camino para introducirse en el entorno de la corte londinense, teniendo un primer contacto con la reina, que vislumbrará en él la sinceridad del soldado, aunque en su interior esconda el deseo que le provoca el mismo. A partir de ese contacto se producirá el ascenso de Raleigh en la corte de la reina, al tiempo que se revelarán los conflictos provocados  por el choque del carácter de ambos. Es bajo mi punto de vista en ese enfrentamiento donde se producen los mayores atractivos de la película, potenciados fundamentalmente por la extraña química que se ofrece entre Bette Davis y Richard Todd –un intérprete por lo general demasiado menospreciado-. El juego del gato y el ratón entre los dos protagonistas, adquirirá un interesante protagonismo en una película que podría definirse  nivel estético, a partir de una puesta en escena absolutamente teatralizante, ya que Koster plantea la planificación de la misma en su totalidad a partir de la combinación de planos generales y americanos. Sin embargo, hay algo en la función que impide que el aburrimiento se adueñe de la misma. Es quizá el brillo de su producción o el atractivo que ofrece su planteamiento dramático, fundamentalmente en la oposición de los dos caracteres protagonistas, el que permite que la película consiga su objetivo, y si bien en sus compases finales se deje llevar por una conclusión acomodaticia, no es menos cierto que pueda destacarse como una de las más entretenidas producciones de estas características generadas en aquel periodo por la 20th Century Fox. Puede parecer escaso el balance, pero si se le compara con otros exponentes de aquella cosecha historicista, se entenderán los motivos de la limitada sorpresa.

Calificación: 2

THE RAGE OF PARIS (1938, Henry Koster) La sensación de París

THE RAGE OF PARIS (1938, Henry Koster) La sensación de París

Hace pocos días comentaba a raíz del visionado de la simpática PROFESSIONAL SWEETEHEART (1934, William A. Seiter) la necesidad de un estudio lo suficientemente amplio como para catalogar la producción que dentro de la comedia se abordó en el periodo caracterizado por el término screewall comedy. Una propuesta que quizá aún nos depararía más de una sorpresa. Y he aquí como si del destino se tratara, cuando muy poco tiempo después y contra todo pronóstico he podido contemplar un título que en sí mismo es una estupenda muestra de aquella inolvidable corriente, que está a la altura si no de los ejemplos más venerados que todos conocemos, pero sí que se puede situar en un más que notable nivel, máxime cuando el mismo no tiene el apoyo de un realizador conocido o prestigioso, si no que simplemente se sostiene por su propia eficacia.

Me estoy refiriendo a THE RAGE OF PARIS (1938, Henry Koster) –en España LA SENSACIÓN DE PARÍS-. Y sorprende en primer lugar por venir amparada por un estudio (Universal) que no se prodigó en exceso en su apuesta por la comedia –aquellos años se definían fundamentalmente en su inclinación hacia el cine fantástico-. Pero sobre todo sorprende por venir firmada por un realizador que con el paso del tiempo se caracterizó –sobre todo en su periodo dentro de la Fox- por firmar dramas y folletones históricos de la forma más plúmbea y aburrida posible. Se trata del alemán Henry Koster del que cierto es que recuerdo con cierto agrado una simpática comedia fantástica de ambiente irlandés protagonizada por Tyrone Power llamada THE LUCK OF THE IRISH (1948). En todo caso cierto es que la película que aquí se comenta me parece de lejos la mejor de cuantas suyas he podido contemplar, y en la que justo es reconocer cohabitan bastantes aburridas mediocridades; esa es la capacidad de sorpresa que en ocasiones ofrece el cine norteamericano clásico, permitiendo que a partir del conjunto de unos ingredientes en líneas generales alejados de lo más característico del género –y me refiero con ello al equipo humano, poco habitual en esta vertiente del cine de Hollywood- pudiera dar como fruto un conjunto tan significativo.

THE RAGE OF PARÍS narra la historia de Nicole de Cortillon, una joven trabajadora venida de Paría a Estados Unidos que no ha tenido la fortuna de lograr un trabajo. Se ofrece como modelo en una agencia de contratación y por un equívoco terminará en el despacho del apuesto Jim Trevor (Douglas Fairkbanks Jr.). Ante su notoria carencia de medios –debe incluso el dinero del alquiler de su habitación-, se verá envuelta en la idea de su amiga Gloria (Helen Broderick), que le propone simular ser una acaudalada dama de París mediante la ayuda de su amigo, el alocado camarero Mike (Mischa Auer) y lograr un buen partido para casarse. Muy pronto Nicole logrará captar el interés del joven y acaudalado Bill Duncan (Louis Hayward), aspecto que de forma casual descubrirá Trevor –que también casualmente es amigo de Duncan- pretendiendo este descubrir la mentira que Nicole ha creado en torno a sus orígenes e identidad. A partir de estos elementos se sucederán divertidas situaciones que de alguna manera incidirán en el aparente antagonismo de Jim y Nicole, pero que finalmente confluirá –como está mandando en los cánones del género- en la unión de los dos polos de atracción de esta película.

En apenas 78 minutos de duración, uno de los principales rasgos de la película de Koster reside en su ritmo vertiginoso. Llevada a cabo con verdadera inspiración, esta nueva demostración de la “guerra de los sexos” que se traduce en sus fotogramas, alcanza en todo momento y sin apenas altibajos un placentero divertimento, en el que se incorporarán secuencias y gags cómicos de diferentes tonalidades, y finalmente ofrecerá una definición bastante entrañable de unos personajes que en el fondo se debaten en la búsqueda de su estabilidad material y finalmente emocional. Y cierto es que THE RAGE OF PARIS ofrece a lo largo de su ajustada duración, un amplio abanico de situaciones de comedia, algunas de ellas incluso cercanas al splastick del cine mudo. Intentando recordar alguna de estas, no se puede dejar de referir el equívoco a que se somete Nicole al acudir a una dirección indebida, y donde esta se desviste delante de Jim ante la estupefacción de este; la presentación del personaje de Mike en medio del barullo del restaurante donde trabaja; el encuentro aparentemente espontáneo de nuestra protagonista con Bill, el encadenado de ambos con la secuencia en la que ambos acuden a una ópera y donde se produce el encuentro con el personaje encarnado por Fairbanks y una inoportuna conversación entre ambos que es protestada por el auditorio presente; los intentos frustrados de Jim por hacer naufragar las intenciones de Nicole; las maniobras de Mike ofreciendo sus habilidades como camarero para impedir que Bill pueda contar lo que sabe de la falsedad de sus orígenes; el divertido personaje del mayordomo de este y los engaños a que es sometido por Nicole al practicarle sus juegos de ilusionismo o los enfrentamientos que se producen en la pareja protagonista en el viaje en conche que la lleva a su casa de campo. Y es llegados a esta cuando se suceden una serie de situaciones puramente cómicas que nos acercan poderosamente el mundo de las comedias de Laurel y Hardy y que tienen como eje el off narrativo, el sonido de portazos y una hoja de ventana que no se sube cuando tiene que hacerlo y cae estrepitosamente en el momento más inoportuno, aunque en una de sus caídas atente incluso con la integridad de nuestra protagonista. Será sin embargo ese momento indudablemente hilarante, la inflexión que necesitará esta comedia para alcanzar un cierto grado sentimental y facilitar la resolución del aparente conflicto, que todos sabemos cual va a ser pero no por ello pierde en efectividad.

Es indudable que uno de los rasgos que otorgan una considerable singularidad a esta película, es el hecho de contar con un reparto bastante ajeno a lo habitual en aquel tiempo pero que funciona a las mil maravillas. Desde la presencia del impagable cómico que fue Mischa Auer a la poderosa química que se establece entre un Douglas Fairbanks Jr. que quizá nunca ha estado más acertado en la pantalla y una joven y ya hermosa Danielle Darrieux, que compone uno de esos retratos tan habituales en actrices del estilo de la gran Claudette Colbert, y que brinda a la historia de la screewall comedy uno de sus exponentes más elaborados y valiosos.

Película ágil, dinámica y hasta vertiginosa en ocasiones, THE RAGE OF PARIS es una sorpresa que merece sin duda una revalorización hasta el momento inexistente.

Calificación: 3