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CINEMA DE PERRA GORDA

DESIRÉE (1954, Henry Koster) Desirée

DESIRÉE (1954, Henry Koster) Desirée

Cuando el deterioro del lenguaje cinematográfico se ha convertido en una de las más evidentes y lamentables señas de identidad de la mayor parte de producciones que representan el denominado cine mainstream de las últimas décadas. En un contexto dominado en sus más recientes exponentes por el abuso en la digitalización, la indiscriminada utilización de planos cortos, o una inexistente puesta en escena basada en un uso de la cámara en mano, es cuando cualquier espectador añorante de lo que con mayor o menos acierto se denominó “cine clásico”, tiene que manifestar cierta nostalgia al contemplar un título como DESIRÉE (1954, Henry Koster). Señalo esta circunstancia, ya que no nos contamos en absoluto con un título que se caracterice precisamente por resultar memorable. Antes al contrario, asistimos a una de las primeras muestras que la 20th Century Fox puso en práctica a la hora de la implantación del CinemaScope, que había estrenado el año anterior con la plúmbea THE ROBE (La túnica sagrada, 1953), nada casualmente firmada por el mismo Henry Koster. Y justo es reconocer que ese efímero éxito condicionó muy mucho la andadura de este siempre discreto director, que en ocasiones ofreció algún título agradable –THE RAGE OF PARIS (La sensación de París, 1938), THE LUCK OF THE IRISH (1948).-, pero que a partir de ese efímero triunfo de taquilla, impidió que su filmografía se desarrollara con la debida “inocencia” –valga la expresión-. Es decir, a partir de ese momento, y tal y como le sucedió en otro ámbito al mucho más valioso Jean Negulesco, se vió durante años confinado al rodaje de recreaciones históricas de carácter espectacular, diseñadas para el lucimiento del nuevo formato de pantalla, antes de que realizadores como Nicholas Ray o Richard Fleischer supieran extraer de él sus auténticas posibilidades visuales y dramáticas.

Por el contrario –y DESIRÉE es una buena prueba de ello-, nos encontramos ante una película que aún hoy día reviste dos limitaciones que coartan su posible efectividad. La primera de ellas es esa primitiva sumisión a unas composiciones en formato panorámico caracterizadas por su nula efectividad dramática. La segunda, más común al grueso del cine historicista proyectado desde Hollywood, reside en el desarrollo de un argumento en donde se insertan no pocos lugares comunes, que parecen emanados de cualquier crónica publicada en el Reader’s Digest. Así pues, la película recrea la relación que desde su juventud se manifestó en la Marsella de finales del siglo XVIII, entre aquel incipiente general que fue Napoleón Bonaparte (Marlon Brando) y la casi aún niña Desirée (Jean Simmons), la exponente más joven de una familia de comerciantes de tela que ha quedado huérfana de padre. La película de Koster se aviene a la narración de un largo capítulo de la historia de Francia, a través de la repercusión que el mismo se manifestó en torno a ese amor tan fugaz como intenso que, en el fondo, siempre quedaría latente entre el futuro emperador y la inesperada reina de Suecia. De entrada hay que considerar que nos encontramos ante un vehículo al servicio de un jovencísimo Marlon Brando, recién salido del rodaje de ON THE WATERFRONT (La ley del silencio, 1954. Elia Kazan) que le reportó el Oscar el mejor actor de aquel año, dentro del ámbito de la sumisión al espectáculo con la que se implantó ese formato panorámico destinado a combatir el influjo de la televisión.

Seis décadas después ¿Cómo se puede definir un producto de las características del que comentamos? Sería muy fácil apelar a ese rasgo plúmbeo que predomina en su metraje en el que, oponiéndonos al cine de nuestros días, el espectador parece clamar por una planificación más dinámica. En no pocas ocasiones nuestro subconsciente casi nos hace tomar hipotéticamente las riendas de la película, aportando a la misma esos necesarios contrapuntos dramáticos, la inserción de primeros planos o elementos de puesta en escena que Henry Koster deliberadamente omite, estimo que en buena medida debidos a su incapacidad para descubrir las posibilidades del nuevo formato de pantalla. Ello hace que su devenir resulte quizá premioso, unido al hecho de asistir en algunos de sus episodios a anécdotas o situaciones propias de las revistas del corazón –imaginemos por un momento que existieran en la época-. Es algo que se pone de manifiesto de manera especial en las secuencias desarrolladas en bailes, banquetes y citas ceremoniales, y que quizá tengan su expresión más adecuada en aquella que describe el ensayo de la coronación del emperador, en la que este aparecerá de manera repentina, dando un giro a la situación.

Sin embargo, no dejaría de parecer injusto, si no reconociera que el visionado de DESIRÉE, además de estos aspectos, que por otro lado estimaba previsibles, no permite un cierto grado de buen hacer y una relativa inspiración fílmica. Como señalaba al inicio de estas líneas, no se si será por las circunstancias antes señaladas, lo cierto es que el film de Koster me ha parecido más creíble y fluido de lo que podría parecer a primera vista. Hablar a estas alturas de lo cuidado de su diseño de producción, o la querencia a mostrar una serie de “cuadros” en buena parte de sus secuencias, podría parecer una argumentación baldía. Sin embargo, no lo puede manifestar del mismo modo comprobar como el realizador procuró integrar algunos de sus fundidos en negro a través de elementos de la puesta en escena –uno de ellos se invoca con la capa del futuro emperador, otro se describe al cerrar una puerta-. Es más, en algunos instantes, se lega a transmitir cierto alcance emocional, como el que transmite el magnífico travelling de retroceso inserto tras la anunciación por parte de la emperatriz Josefina (Merle Oberon), de su renuncia al cargo y la disolución de matrimonio por no poder traer herederos a Napoleón. Incluso en la descripción de los diversos encuentros mantenidos entre este último y Desirée, se aplica un alcance intimista, al igual que en el desarrollo de la relación que pronto se manifestará –elípticamente- entre la muchacha y el ya veterano Jean-Baptiste Bernadotte (Michael Rennie) Y he ahí donde al mismo tiempo tiene lugar una de las singularidades de la función –en la que supongo que la buena mano de Daniel Taradash tendría algo que ver-, como es proponer una relectura de los aspectos históricos que rodearon al militar francés, dejando de lado los pasajes más conocidos de su andadura como dirigente y conquistador –para lo cual el recurso al over narrativo resultará pertinente-, y proponiendo en su lugar una mirada intimista en torno a los personajes que rodearán la andadura de Bonaparte. Si más no, no deja de resultar un cierto elemento de interés, en una película que por otro lado ofrece instantes tan bellos como esa panorámica nocturna y horizontal sobre una superficie arbolada que se refleja en un lago, o esos planos en medio de las lujosas fuentes del palacio donde Bonaparte se encuentra recluido en su último reducto, por donde intenta discurrir Desirée en un último intento para que este se rinda y evite un innecesario derramamiento de sangre.

Unamos a ello la enorme frescura que proporciona una Jean Simmons, capaz de ofrecer en su retrato de la joven protagonista las diferentes gradaciones de su progresiva madurez desde que es mostrada con apenas diecisiete años, al que cabe unir la brillantez ofrecida por unos magníficos Michael Rennie o Merle Oberon, en uno de sus últimos roles ante la pantalla. Por su parte, Marlon Brando no deja de propiciar los amaneramientos típicos del Actor’s Studio, en una composición que se caracteriza por el narcisismo que desprende. Algo que en pasajes de su personaje deviene adecuado, más en otros roza lo caricaturesco.

Calificación: 2

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